La performatividad de las imágenes. Andrea Soto Calderón
mirada como un modo de fijar el temblor del incidente que es el yo.
La crítica al exceso de las imágenes no comienza con Mitologías de Roland Barthes o con La sociedad del espectáculo de Guy Debord; es anterior, remite al menos a finales del siglo XIX con la creciente preocupación por la organización de la multiplicidad sensible de los mensajes. Sin embargo, me pregunto qué tan fecunda es la crítica, en términos de darnos herramientas para el presente, si solo se reduce a una denuncia. De hecho, podríamos cuestionar que exista un exceso de imágenes. Sin duda hay un exceso visual, pero de una hegemonía que no cesa de repetir las mismas imágenes. Con todo, el mayor problema tal vez sean todas esas realidades que no tienen imágenes, esto es, que carecen de capacidad para ser imaginadas.
Sin lugar a dudas existe un sistema dominante de información que selecciona y elimina toda la singularidad de las imágenes, extrayéndolas de sus contextos, vaciándolas de sentido y transformándolas en iconos, lo que no es equivalente a decir que existen demasiadas imágenes. La paradoja que muchos análisis encubren es que en condiciones de incremento exponencial de la cantidad y circulación de imágenes en la vida cotidiana, crece en idéntica proporción la deflación de las imágenes. En este sentido, podemos afirmar que hay una escasez de imágenes, es decir, de operadores de diferencia. En las industrias visuales prevalece el modelo de consumo colapsando cualquier praxis que introduzca un dinamismo conflictivo. La inflación visual es al mismo tiempo un empobrecimiento del significado, de la creación y multiplicación de sentidos. Así, el problema no es tanto el exceso de imágenes sino precisamente lo contrario, su escasez. Quizás una de las mayores dificultades que tenemos para desarrollar un pensamiento crítico de la cultura visual es que, en las sospechas ante su abundancia y en los peligros de sus excesos, hemos desconfiado tanto de las imágenes que nos hemos quedado sin herramientas para explorar sus potencias, sus intervalos, sus capacidades para unir diferencias, ese doble juego que opera sobre su analogía y desemejanza.
Por ello, resulta lamentable que muchas teorías sobre las imágenes no nos permitan alguna comprensión de las funciones de la imagen en las definiciones de los sentidos de lo común, del sentido por el cual una sociedad aprende a reconocerse a sí misma, del lugar de las representaciones en las formas de organización social. Y es que las imágenes no se reducen a lo visible, son dispositivos que crean cierto sentido de realidad. Por lo mismo, también tienen la capacidad de interrumpir los flujos mediáticos, su carácter es disruptivo. No solo existe la realidad de las mercancías, de quienes las producen y las consumen; toda imagen tiene sus sombras, sus restos que no dejan de multiplicarse y de interrogar a esa realidad que se presenta como única, como si no se pudiese perder el carácter necesario de las cosas. El parecer, si bien se diferencia, no se puede separar del ser.
Si se quiere dar una mirada crítica de la cultura visual o incluso de las imágenes, la crítica no puede ser contra las imágenes; tampoco contraponiéndole la temporalidad de la lectura, sino con ellas. Tratar con imágenes puede que no sea cuestión de la mirada, al menos no de como ella se ha construido. También es cierto que después de John Berger mirar no pueda nunca más significar lo mismo. Algo de esto insinúa Georges Didi-Huberman cuando dice que el acto de ver se abrió literalmente, se desgarró.
Es posible que nuestros ojos estén atiborrados de logotipos, de iconos, lo cual no es equivalente a decir imágenes. Más que cansancio de la mirada, diría que de lo que se trata es de una desconexión, pero al mismo tiempo me parece pertinente recordar que toda desconexión porta la potencia de los vínculos por construir.
En un relato corto titulado «El amor es ciego», Boris Vian imagina lo que serían los efectos de la niebla sobre las relaciones existentes. Los habitantes de una gran ciudad se despiertan una mañana cubiertos por una liviana y opaca niebla, que comienza a modificar progresivamente todos sus comportamientos. Las necesidades que imponen las apariencias se vuelven caducas y los habitantes comienzan un proceso de experimentación colectiva. Los amores se vuelven libres, facilitados por la desnudez permanente de todos los cuerpos. Las orgías se expanden. La piel, las manos, las carnes recobran sus prerrogativas pues «el dominio de lo posible se extiende cuando no se tiene miedo de que la luz se encienda». Incapaces de hacer durar una niebla que no han contribuido a formar, los habitantes se vienen abajo cuando «la radio señala que algunos eruditos constatan una regresión regular del fenómeno». En vista de esto, todos deciden sacarse los ojos para que la vida siga siendo feliz1.
Intenso compromiso con el ver, con la experiencia que nos posibilita la niebla, con alimentar la noche en la que se afina la mirada, pero sobre todo con estrechar los vínculos, trabajar en cultivar las relaciones que son las que nos permiten ver.
¿Qué será aquello de la responsabilidad de tener ojos? ¿La responsabilidad de ver? ¿Cómo se curva el ojo? ¿Cómo se pliega para contener?
La relación con las imágenes no pasa tanto por aquello que reúne una mirada, ni con la forma que aísla, sino más bien con una superficie con la que uno se encuentra, con una confusión, una creencia que nos lleva a tientas. Aunque la historia del arte ha hecho sistemáticos intentos por transformar la mirada en una disciplina, acoger imágenes tiene poco que ver con estar ante algo, con modular la justeza de esa distancia. Mirar no cabe en una mirada.
Contra el espectáculo
Probablemente la crítica más aguda realizada en los últimos años a la creciente espectacularización de la vida sea, después de Theodor Adorno, la que hace Guy Debord en La sociedad del espectáculo, donde analiza diversos aspectos de los cambios estructurales que se han producido bajo la dominación de las condiciones actuales de producción.
La tesis que sostiene es que la vida se ha convertido en espectáculo, donde espectáculo quiere decir una inversión concreta de la vida, en la que los seres humanos somos espectadores y partes de un movimiento del cual no tenemos agencia. A juicio de Debord, el espectáculo se muestra como si fuese la sociedad misma, pero no es más que el lugar de la mirada engañada y la falsa conciencia.
Debord, en la cuarta tesis de La sociedad del espectáculo, afirma que «el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes»2. Es una visión de mundo que se ha objetivado. Así, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante. Si la primera fase de dominación de la economía había implicado una evidente degradación del ser en el tener, la fase presente sería la de una ocupación total de la vida social que habría conducido a un deslizamiento generalizado del tener al parecer3. Se trata de la vida puesta por completo al servicio del capital, en donde ni siquiera el aumento del ocio puede considerarse como una liberación del trabajo, ni del mundo conformado por ese trabajo, sino como otra actividad perdida en la sumisión de su resultado:
Cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo respecto del hombre activo se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa4.
Debord insiste, desde diversas perspectivas, en que el consumo y circulación de las mercancías ocupa el lugar central que regula las condiciones de existencia, invadiendo la vida y expropiándola de vínculos. Como ya mostraba Charles Chaplin en Tiempos modernos (1936), los trabajadores continúan repitiendo los mismos gestos al servicio de la máquina incluso después de salir de la fábrica. Para Debord, la orientación revolucionaria no puede sino contemplar una crítica a la totalidad de la sociedad, una crítica que no pacte con ninguna forma de poder, que se pronuncie sobre todos los aspectos de la vida social alienada y que aprenda que no puede combatir la alienación bajo formas alienadas. Para destruir efectivamente la sociedad del espectáculo son necesarios hombres que pongan en acción una fuerza práctica.
Sin lugar a dudas, el diagnóstico de Debord es certero, agudo e incluso parece más actual que cuando fue formulado décadas atrás. Sin embargo, como bien señala Jacques Rancière, en cierto sentido el diagnóstico de Debord no deja de perpetuar la visión platónica que opone la pasividad del espectáculo y la ilusión del parecer al ser. No cesa de ahondar en la distancia entre apariencia y realidad, aquella sentencia que más tarde radicalizara Giorgio Agamben