La performatividad de las imágenes. Andrea Soto Calderón
pueblo y a la voluntad general, por el público y su opinión»5. Se afirmaría así una lógica de dominio absolutizada, como si la política no se efectuara siempre en el orden de las apariencias.
Este modo de entender la crítica a la sociedad mediatizada por imágenes ha marcado al menos a cuatro generaciones. Sin duda es una referencia obligada para quien quiera explorar modos de subvertir la hegemonía cultural y visual en la que estamos inmersos. Y desde luego mi intención no es negar su diagnóstico, ni tampoco intentar negar la creciente deserotización de la que habla Franco Bifo Berardi o la tendencia generalizada de la industria cultural a estereotipar nuestros imaginarios, deseos y opiniones, como tampoco el sistemático proyecto de dislocación del mundo6. Negar la radicalización neoliberal de la cultura como mercancía sería, como mínimo, ceguera.
Sin embargo, discrepo respecto de quienes entienden que la crítica pasa por ahondar en la separación entre verdades y apariencias. Por supuesto es necesaria una diferenciación, pero no una separación, porque verdad y apariencia nunca están realmente separadas, sino que cohabitan, coexisten y se posibilitan recíprocamente. Los discursos contra las apariencias y los espectáculos no me parecen erróneos, sino que me resultan poco fértiles.
La crítica, si solo se queda en el juicio, en la denuncia, no es fecunda o, como mínimo, muestra sus límites para abordar nuestra situación histórica. La depreciación de las imágenes, desde Platón, no tiene que ver solamente con una desvalorización de la relación de los espectadores con las sombras que pasan ante ellos, sino también con un mecanismo de construcción de un mundo jerarquizado en que se le otorga un grado inferior, en relación al conocimiento, a la percepción sensible. Como sostiene Rancière, lo que hay de interesante en la imagen matricial de la caverna de Platón es que, en el fondo, el punto estructural de la caverna no tiene que ver propiamente con la forma o materia de las imágenes, sino con que los espectadores están encadenados, que los espectadores son declarados y construidos por Platón como personas que no pueden girar la cabeza, que no pueden moverse, que no pueden ver lo que hay detrás. Por tanto, en cierto modo, la imagen designa no una realidad visual, sino una posición de los que están enfrente, personas que no pueden moverse7.
El argumento que vendría a sostener Rancière es que el espectáculo no tiene tanto que ver con la suma y multiplicación de imágenes, y tampoco con las relaciones que establecen los encadenados a partir de esas imágenes, entre ellos o con la verdad, sino que el espectáculo, tal y como lo presenta Platón, es la organización del mundo de la impotencia. El espectáculo es un mundo en donde los sujetos se ven desposeídos de su potencia a la hora de actuar. Este pensamiento de la impotencia es el que no deja de perpetuarse en diversos teóricos y teóricas contemporáneas y es el que, a mi modo de ver, nos deja sin herramientas para poder orientarnos en nuestro presente.
Mi interés se centra en explorar cómo un trabajo de las imágenes, por las imágenes y entre las imágenes puede hacer mover un régimen dominante de visibilidad; cómo contestar esa realidad desde las imágenes. En ese sentido, el filme de Debord La sociedad del espectáculo (1973) constituye un campo mucho más fructífero para este propósito. Aun cuando Debord afirma categóricamente que «no se puede combatir la alienación bajo formas alienadas», su filme acoge esa contradicción y es un montaje de películas de Hollywood, de imágenes publicitarias, de afiches, de espectáculos. Rancière nos invita a reparar en un momento del filme: aquel en el que la voz en off sostiene que el espectáculo es el capital llegado hasta este punto de asimilación que se convierte en una imagen. Y en ese momento lo que vemos en el filme no es, como podríamos esperar, la mercancía, es una carga policial. Hay aquí un primer desplazamiento: Debord invierte la función de las imágenes para poner en escena un movimiento histórico de liberación. Segundo desplazamiento: introduce un fragmento de una película hollywoodense de Raoul Walsh donde representa al general Custer8, que más que una denuncia parece una invitación a habitar la potencia de esa imagen. Y así sucesivamente a lo largo del filme.
Por una parte, me parece interesante esta desinscripción que hace Rancière del lugar que se le ha otorgado a Debord en la tradición de la crítica; por otra, me parece absolutamente necesario un ejercicio que cuestione la praxis de la crítica bajo el imperativo de una demanda de pureza que insista en la separación entre imágenes y apariencias. Trabajar en la diferenciación, pero no en la separación, es crucial para adentrarnos en los pliegues en donde lo nuevo puede aparecer, así como también para objetar la creencia recurrente que los discursos de resistencia proclaman, según los cuales toda acción emancipadora tiene que pasar por la toma de la palabra, cuando los procesos de transformación no son solo una cuestión de la articulación de un discurso o de los modos en que se toma la palabra, sino de disposiciones de cuerpos; articulaciones entre lo pensable, lo decible, lo visible, lo audible.
Por ello es fundamental volver a pensar la puesta en forma de la apariencia y de la visibilidad, de la aparición y de la presencia, restaurar la capacidad de aparecer. Las apariencias, si son anudadas a sus contextos, tienen la capacidad de rearticular una posición, pero también de mantenerse de manera flotante, inaparente. Se trata de experimentar con superficies que no borren la porosidad de las apariencias, que no se sometan a la tiranía de la transparencia9 como si fuese algo a traspasar, sino que aprendan a soportar el peso de sus espectros.
Repensar la crítica
Preguntarnos qué puede decir la crítica en la actualidad, y valorar sus propias condiciones de posibilidad, es un cuestionamiento que no se reduce al análisis de la transformación de un concepto, sino de las transformaciones en nuestras relaciones: cómo nos construimos, cómo se desarrolla el trabajo del pensamiento y cómo este es puesto en práctica.
Si el trabajo de la crítica no se constriñe a la denuncia o a señalar las contradicciones que se habitan para levantar una suerte de imperativo moral que no deja de afirmar nuestras impotencias, ¿cómo pensar una crítica que pueda crear escenas en las cuales los procesos de transformación no estén sometidos a un contenido específico? La emancipación, pero más ampliamente los procesos de transformación, suelen ser comprendidos como una salida de un estado de ignorancia hacia uno de consciencia de la propia situación. Como si conocer una situación fuera condición necesaria y suficiente para su modificación. Como ya argumentaba Walter Benjamin, y más recientemente Jacques Rancière, el horizonte problemático de los procesos de transformación social no tiene que ver con el problema de una conciencia empírica, sino con una trama mucho más compleja en donde se articulan las condiciones materiales para su subversión. Ya lo decía Gilles Deleuze citando a F. Nietzsche, nos hallamos en una fase en que lo consciente se hace modesto.
Por lo tanto, necesitamos ahondar en una comprensión y en una práctica de la crítica que se distancie de aquella que la entiende como una actividad que juzga ideas, prácticas artísticas o movimientos sociales, para acercarnos a una crítica que perfile el mundo de esas ideas materiales. Michel Foucault sostenía que el trabajo de la crítica no consistía en determinar lo que se tiene que hacer, sino ser una práctica de resistencia:
La crítica no tiene que ser la premisa de un razonamiento que terminaría diciendo: esto es lo que tienen que hacer. Debe ser un instrumento para los que luchan, resisten y ya no soportan por más tiempo lo existente. Debe ser utilizada en procesos de conflicto, de enfrentamiento, de tentativas de rechazo. No tiene que dictar la ley a la ley. No es una etapa en una programación. Es un desafío a lo existente10.
Sin pretender realizar una revisión de la extensa teoría crítica de la Escuela de Frankfurt o de los enfoques que habría articulado la sociología crítica de los años setenta –como el de Pierre Bourdieu en Francia, o la sociología pragmática de la crítica, desarrollada en las décadas de 1980 y 1990, de la que hay abundante literatura–, considero importante seguir las líneas de ciertos hilos que persisten con su fuerza en las configuraciones de cómo ejercemos la crítica, si lo que queremos es activar sus desvíos y pensar cuáles podrían ser sus sentidos actuales como potencia de creación y como fuerza de intervención11.
Pensar los términos de esta potencia no tendría que ver con la potencia declinada en términos capitalistas. Para la potencia productiva, poder o no poder está determinado por el esfuerzo que invirtamos en ello. Pero, en este caso, no