Feroces como el viento. Sara Romero Otero
del día a día.
Sin embargo, seguíamos viviendo como podíamos. ¿Qué otra cosa íbamos a hacer? Yo tenía casi trece años y un punto de vista generalmente optimista acerca de lo que nos sucedía. Ahora, sin embargo, las cosas eran mucho más complicadas: papá ya no podía dar clases de Literatura y trabajaba con mi tío Helmut como contable, oficio que detestaba casi tanto como yo la Geometría. Mamá siempre llevaba a Sophie al colegio, y Cristoph era nuestro nuevo guardaespaldas: acompañaba a Bruno de la mano hasta la puerta de su clase conmigo detrás, a veces con Alfred a mi lado. Las clases eran constantemente interrumpidas por los bombardeos, por lo que la mayoría del tiempo nos encontrábamos todos sentados en el refugio subterráneo de la escuela, como aquella misma mañana.
—¿Tienes la cámara, Tom? —inquirió Alfred, mirando a su alrededor.
Asentí lentamente, buscando en mi mochila. Últimamente la llevaba a todas partes, habiéndome propuesto filmar absolutamente todo lo que pasara a mi alrededor. Además, era mi posesión más preciada, por lo que no quería que, de ser bombardeada nuestra casa, se perdiera para siempre.
—Por favor, ¿queréis dejar de usar ese estúpido juguete? —dijo Klaus, con una mueca de fastidio—. Están bombardeando la ciudad y vosotros no pensáis más que en esa estúpida camarita.
Alfred pareció ignorar a Klaus. Desde aquella tarde de junio del año anterior, no habían sucedido más que hostilidades entre ambos: Klaus no paraba de reírse de Alfred con sus amigos de las Juventudes Hitlerianas, mientras Alfred hacía lo propio conmigo y con algunos otros chicos de nuestra clase.
—No es estúpida, Klaus —repliqué—. Antes te gustaba.
—Me gustaba porque era pequeño —protestó Klaus, airado—. Ahora tengo ya trece años y no tengo tiempo para esas estupideces.
Fruncí el ceño. Odiaba que mi amigo se creyera superior a nosotros por ser el único de nosotros tres que ya tenía trece años. Miré hacia el otro lado para ver qué grababa Alfred mientras Klaus empezaba a hablar con Hermann Fischer, uno de sus amigos de las Juventudes Hitlerianas, en un suave cuchicheo que no podía significar más que una carga excesiva de malicia en sus palabras.
—¡Quítame eso de la cara, Alfred! —exclamó Friedrich Müller, uno de nuestros compañeros de clase.
Alfred me entregó la cámara de nuevo. Yo seguí filmando a mis compañeros, a cada cual más enfadado por mis grabaciones. Me miraban mal y me lo reprochaban, cosa que hería terriblemente mi orgullo de cineasta. ¿Por qué no querían que los grabara? Seguro que años más tarde nos juntaríamos todos para ver la cinta y nos reiríamos mucho.
Por aquel entonces no sabía que, de mis cuarenta compañeros, solo veintidós seguiríamos vivos al final de la guerra. La mayoría de las caras que filmé aquella mañana de abril solo serían borrosos recuerdos en la memoria de los demás, manchas de tinta negra en su pasado. En la cinta parecen alegres, riendo y cantando, en un intento de olvidar que tal vez ahí afuera sus padres, amigos y hermanos podían estar muriendo. Éramos un grupo de niños de once años inconscientes e ingenuos, con las mejillas aún sonrosadas y algún que otro diente de leche que se aferraba a nosotros, como los últimos capítulos de un diente de león antes de volar lejos, feroces como el viento.
Ojalá ese fugaz color nunca hubiera dejado sus mejillas.
Grabación VI
Ocho de septiembre de 1941
Si alguien me hubiera dicho apenas unos meses antes que el ocho de septiembre de 1941 mantendría mi primera conversación civilizada con Lily Kauffman, no lo habría podido creer; incluso me habría burlado de aquel iluso que se hubiera atrevido a indicar siquiera que podría llevarme bien con alguien a quien no había soportado durante tanto tiempo. Sin embargo, tanto Lily como yo habíamos crecido más de lo que nadie habría podido imaginar durante aquellos dos años y, por ello mismo, la compañía que antaño me incordiaba se había convertido en una de las pocas personas con las que podía salir a la calle y aparentar, en cierto modo, que todo en nuestras vidas seguía bien. Aunque solo fuera durante unos instantes.
Me encontraba en Unter den Linden, dispuesto a grabar un corto para clase con mi preciada cámara. A aquellas alturas, todos mis profesores del séptimo curso sabían de mi gran afición por la cinematografía, por lo que, mientras el resto de mi clase escribía una redacción sobre el Führer, Herr Moretz me había encargado hacer una pequeña grabación para proyectarla en clase la siguiente semana. Yo, por supuesto, me sentía terriblemente halagado, y no tardé dos segundos en decir que sí. En aquel tiempo, no había nada que me gustase más que el reconocimiento de los profesores, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría favorecía a los chicos de las Deutsches Jungvolk. Muchas veces les subían las notas sin siquiera merecerlo, como a Klaus o a Hermann Fischer. Yo solamente rabiaba en silencio y me preguntaba qué podía hacer para gustarles a los maestros.
Entre aquellos pensamientos propiciados por el viento que azotaba suavemente la calle, noté cómo una mano me daba una palmada suave en el brazo.
—Me ha contado Alfred que el otro día os peleasteis con unos chicos del colegio porque dijeron que tu padre es un rojo —musitó Lily entonces.
—Sí —contesté con orgullo—. Les di unos buenos bofetones a los dos.
Pensé que Lily adularía mis hazañas en el patio de la escuela, pero, por el contrario, se quedó mirando al vacío mientras los primeros soldados empezaban a aparecer por la Puerta de Brandenburgo. La multitud los recibía con alegres gritos que parecían intentar disfrazar el dolor que sentían por dentro.
—Sabes que en realidad sí lo es, ¿no? —dijo Lily después de un rato.
—¿Que es qué? —pregunté distraídamente, mientras comenzaba a filmar.
—Que tu padre es un rojo.
Dejé de mirar por el objetivo durante un segundo para mirar a Lily con una expresión en absoluto agradable. Los ojos azules de la hermana de mi amigo, a la que aún no podía considerar mi amiga, centelleaban con cierto nerviosismo.
—No te voy a permitir que insultes a mi padre —dije, alzando el dedo índice. Se lo había visto hacer a Herr Moretz, y supuse que era un gesto de autoridad importante cuando Lily retrocedió unos pasos—. No me gusta pegarme con nadie, pero no voy a consentir que hables así de mi familia.
—Pero en realidad eso no es nada malo —protestó Lily. Alfred dice que, en realidad, los enemigos de los nazis son todos buenos. Dice que papá se lo contó.
—Alfred dice muchas cosas —refunfuñé con cierto desdén
—, pero lo de rojo no suena bonito. No es como si se hubieran puesto todos colorados de repente.
—No, si no es eso. Es un nombre.
—Ya, pero a mí no me gusta.
—¡Pero son los buenos!
—Y si son los buenos, ¿por qué Klaus, nuestros profesores y todo el mundo dicen que son los malos?
—Porque son tontos.
—¡Klaus no es tonto!
Lily Kauffman estaba volviendo a sacarme de quicio, y ella lo sabía. Decidí ignorarla y me giré de nuevo para dar comienzo a mi grabación. La mandé a callar cuando empezaron a pasar los soldados por delante de nosotros, alegando que podrían oírnos.
Todo parecía transcurrir con normalidad: los soldados desfilaban; la gente, cínica e interesada, vitoreaba sus apariciones; y, muy al final de la procesión de patrañas, llegaba el famoso hombre del bigote. Un grupo de chicos, a pocos metros de nosotros, se daba codazos por poder ir a saludar al Führer, todos engalanados con sus uniformes más pulcros de las Juventudes; otros, más allá, envidiaban silenciosamente a un muchachito que había conseguido que el Chaplin alemán le firmara un autógrafo.
A mí, la figura de aquel hombrecillo me causaba curiosidad. En casa