Feroces como el viento. Sara Romero Otero
ni su hermano.
—Pero eso es porque no iban a la sinagoga.
—¿Qué es una sinagoga? —intervino Bruno, levantando la vista de sus soldaditos por un momento.
—Una iglesia judía —explicó Sophie brevemente, alzando la vista de su libro.
—Nosotros tampoco vamos a la iglesia, pero en el colegio dicen que somos todos cristianos —repuse yo.
—Es que Isaac y su familia no eran religiosos. Tampoco hablaban ni una palabra de hebreo.
—Entonces, ¿por qué dicen que son judíos, si no llevaban kippah, ni sabían hebreo, ni iban a la sinagoga?
Cristoph me sonrió con cierta melancolía, aquella extraña mueca que yo a mis trece años todavía no podía comprender del todo, por mucho que me empeñara en pensar que ya sabía todo lo que necesitaba para sobrevivir.
—Así son, Tom.
—¿Quiénes?
—Los que se llevaron a Isaac de la escuela.
Y, por una vez, no sentí la necesidad de preguntar más. Años más tarde descubriría que Noah, el hermano mayor de Isaac, había sido el mejor amigo de Cristoph hasta que desaparecieron de su casa de Brunenstraße, en 1937. Nadie supo nunca dónde acabaron los Grözinger, pero yo siempre quise creer que seguían los cuatro escondidos, sanos y salvos. La inocencia hace esas cosas.
Aquella tarde la pasé conversando con Cristoph y Sophie, y ayudando a nuestra madre a elegir la ropa vieja de papá que pudiéramos donar al Ejército Alemán. Se rumoreaba que el Führer quería que la ciudadanía donara vestuario de invierno para las tropas en los frentes del Este europeo, pero no sería hasta dos semanas más tarde, en el veinte de diciembre, cuando se estableciera una campaña oficial. A papá no le hacía demasiada gracia, pero tuvo que aceptar a regañadientes.
Antes de irme a dormir, volví a recordar a Isaac Grözinger. ¿Dónde estaría? Eso mismo le pregunté a Cristoph cuando fui a buscarlo a su cuarto.
—No lo sé, Tom —suspiró—. Hoy en día no se puede saber nada con certeza.
Medité las palabras de mi hermano y volví a mi dormitorio, donde Bruno se encontraba ya bien arropado y listo para dormir. En ocasiones, por increíble que parezca, envidiaba la tranquilidad que conllevaba tener siete años, incluso en un momento tan crítico como en el que nos encontrábamos, con bombardeos a diario y limitaciones en la alimentación cada vez más importantes. Incluso Sophie, a caballo entre mi hermano menor y yo, parecía vivir con un sosiego que, en ocasiones, llegaba a envidiar por completo.
—Seguro que tu amigo está bien, Tom —bostezó mi hermano pequeño—. Volverá cuando ya no haya bombas.
Cuando ya no hubiera bombas. Llevábamos dos años en guerra y, a ojos de un niño de trece años, me parecía que hacía una eternidad desde aquellos tiempos en los que el miedo no formaba parte de nuestra vida cotidiana. ¿Realmente podríamos volver a llevar una vida normal, después de todo el caos que había causado aquella guerra? Un continente devastado, con la Muerte paseándose por cada esquina y acariciando rostros con su preciada guadaña.
Aquella noche me fui a dormir en un continente en guerra, absolutamente devastado. Lo que no sabía era que, al día siguiente, cientos de aviones japoneses bombardearían Pearl Harbor, desencadenando el conflicto entre Japón y Estados Unidos. No solo Europa estaría en guerra, sino el mundo entero.
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