Feroces como el viento. Sara Romero Otero

Feroces como el viento - Sara Romero Otero


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es que cantarle un himno a una fotografía me parecía de las cosas más estúpidas que se podían hacer, pero nunca dije nada, porque sabía que había chicos en clase a los que les enfadaban mucho los comentarios en contra del fotografiado.

      A mitad del camino, uno de los viandantes que se había parado a observar la procesión de águilas y de uniformes de las SS le tendió un libro a uno de los soldados, seguido por una caja de cerillas. Estudié el rostro del soldado un segundo, mientras el ciudadano anónimo gesticulaba de una forma que al menos yo no entendía. Acto seguido, presencié algo que cambiaría el curso de mi existencia.

      Los libros escritos por judíos deberían arder con ellos en el infierno.

      A día de hoy, creo firmemente que el hecho de ver libros arder marcó un punto de inflexión en mi vida. Observar cómo páginas y páginas simplemente ardían frente a mí, desintegrándose sin que yo pudiera hacer nada, era simplemente descorazonador. Escritas por un hombre o una mujer que puso toda su pasión en ello, ahora aquellas palabras quedaban invertebradas, muertas, olvidadas. Perdidas para siempre.

      Para cuando los soldados siguieron avanzando, el libro ya no era más que ceniza y papel negro y arrugado. Sin embargo, yo aún sentía algo dentro de mí, una rabia que apenas podía contener. No solo estaban quemando aquel libro: yo sabía que, en algún lugar del mundo, su autor sentía cómo una parte de su alma se perdía para siempre. Cuando quemas un libro, quemas a su autor con él.

      Observé todo en silencio: cómo el soldado bailoteaba grotescamente alrededor del libro en llamas, cómo el asesino de historias anónimo reía silenciosamente junto con otros transeúntes que encontraban divertido aquel circo de crudeza mental. Finalmente, el soldado asestó una patada a lo poco que quedaba del libro y volvió a la fila, después de recibir una sonrisita de aprobación de varios de sus compañeros.

      Pensé en mi padre. Si llegara a contarle lo que acababa de presenciar, no cabría en sí del enfado. Pero, al mismo tiempo, no podría hacer nada, porque esos burdos intentos de seres humanos acabarían con él. Con todos nosotros, en realidad. Era una causa perdida. A veces me pregunto qué rumbo hubieran tomado aquellos últimos y extraños días de mi infancia de no haber estado en Unter den Linden en aquella tarde de septiembre, pero definitivamente aquel evento me ayudó a comprender que los nazis no eran el tipo de personas con las que mi padre esperaba que hiciese buenas migas. Sobre todo, si quemaban libros.

      —Se te ha caído esto —murmuró Lily, tendiéndome la cámara.

      Yo seguía con la mirada perdida, observando cómo aquel hombre que le había entregado el libro al soldado se marchaba, alegre e impune. Sujeté mi cámara con fuerza y miré a Lily con una convicción extraña en mí.

      —Tenéis razón —susurré—. Nadie que esté en su sano juicio quemaría un libro.

      Lily asintió. Yo sentía aún la rabia dentro de mí, por lo que saqué la cinta que acababa de grabar y la rompí en pedazos. Sabía que no debía malgastar la cinta de aquella forma, pero la rabia era superior a la cordura en aquel momento. Miré a Lily con los trozos de cinta despedazada en la mano y, después de que ella hiciese un leve asentimiento, dejé que el único testigo de aquella barbarie que acababa de presenciar volase lejos de nosotros, impulsado por el viento.

      —Tom, es mejor que volvamos a casa ya.

      Supuse que Lily tenía razón. De mala gana y con el corazón aún haciendo que pulsara el enfado por mi cuerpo, la seguí de vuelta a Charlottenstraße, volviendo una y otra vez al momento en el que me di cuenta de lo que había hecho aquel soldado.

      Mientras Lily y yo paseábamos juntos, en algún lugar de Rusia otros muchos soldados alemanes causaban más estragos de los que yo en aquel momento podía imaginar, dando comienzo al largo sitio de Leningrado.

      [3] Los libros de los judíos deben arder en el infierno.

      Grabación VII

      Seis de diciembre de 1941

      Cristoph siempre tenía la cabeza llena de palabras. Las masticaba, las respiraba y las saboreaba, albergando secretos bajo sus rizos marrones que nadie salvo él debía conocer. Las palabras y Cristoph tenían un contrato secreto, similar al que tenían con mi padre, poeta y narrador del alma desde que tenía uso de razón. Cristoph pasaba las tardes redactando dicho contrato, a veces con mucho más esmero que las copiosas tareas de Aritmética.

      Cristoph detestaba la Aritmética. Para él, no había nada más frío que un número: una cifra cerrada, objetiva y limitada, sin secretos que descifrar ni aventuras por explorar. Una palabra, sin embargo, era un mundo para él, una galaxia infinita en la que cada estrella era una ardiente posibilidad, una aventura sin relatar. Y él, como cronista de las palabras, redactor jefe de las hazañas del pasado, se veía en la obligación de almacenar todas las estrellas en el cajón de su escritorio, que nadie salvo él tenía permiso para mirar.

      Siempre pensé que, de ser capaz de abrir aquel cajón, toda la fuerza del universo se ceñiría sobre mí y, de una vez por todas, sabría. No lo que se aprende en la escuela, sino una sabiduría real y a la vez espeluznante. Me apasionaba el hecho de que Cristoph fuese un cazador de palabras, de las pequeñas cosas que flotaban en el aire de Berlín, mientras yo trataba de retratarlas con mi pequeña cámara. Ambos hacíamos tangibles los sueños e ilusiones de cada uno, pero su talento siempre me pareció insuperable. En innumerables ocasiones soñé con ser como mi hermano, con sus rizos castaños y sus ojos azules, aquellos idílicos dieciséis años —o al menos, a mí me lo parecían en aquel momento— y toda la vida por delante.

      Soñé con ser Cristoph durante toda mi infancia, e incluso cuando me marché de Alemania, cuando de gran parte de nuestra calle solo quedaban polvo, cenizas y tres ladrillos mal colocados. Sin embargo, por extraño que suene, nunca tuve envidia de mi hermano mayor. ¿Cómo iba a tenerla? Yo solo lo adoraba, lo veía como aquel muchacho de dieciséis años con su lápiz detrás de la oreja y la mirada atenta, como si una nueva aventura fuera a brotar de la nada de un momento a otro.

      Con aquella misma expresión encontré a Cristoph aquel día, al volver del colegio. Tenía una foto ajada en la mano. No acerté a ver qué se representaba en ella, pero supuse que era una de aquellas fotografías que atesoraba en el cajón de su escritorio, junto con sus inconclusos manuscritos.

      Mi hermano no se giró para saludar, y cuando me senté en la mesa de la sala de estar a hacer la tarea de Álgebra, lo oí preguntarme, con un hilo de voz:

      —¿Te acuerdas de Isaac?

      —¿Isaac? —Yo jugueteaba con mi cámara distraídamente, grabando a mi hermana Sophie mientras leía tranquilamente un libro y Bruno jugaba con sus soldaditos de plomo.

      —Isaac Grözinger, el que estuvo en tu clase hasta que se fue de la escuela.

      —Ah, sí. Era muy bueno en Aritmética, y el primero de la clase en casi todo. ¿Por qué se fue?

      —Era judío.

      En aquel momento, recordé a Isaac Grözinger. Llevaba años sin verle, por lo que no sabía poner en pie cómo era exactamente. Sin embargo, los trazos generales de su personalidad vinieron a mi cabeza enseguida: un niño bajito, de cabellos negros y ojos azules, nariz de patata y una sonrisa en los labios a todas horas. Por lo que podía recordar, Isaac no entraba en la descripción tan horrible de los judíos que nos hacían en el colegio: altos, con narices aguileñas y ojos oscuros llenos de maldad. Por supuesto, por aquellas fechas ya no creía apenas


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