Águilas y moscas. Jesus Torrens Alvarez

Águilas y moscas - Jesus Torrens Alvarez


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nuestro primer tema de conversación. Ahora sé qué fue lo que pasó. El marido fue a la guerra y nadie da noticias de él. Le ha preguntado a los veteranos que están haciendo huelga de hambre frente al Congreso si alguna vez lo vieron, pero ellos no dicen nada. Hace tiempo que debieron darle su pensión y nadie mueve un dedo. Dice que la semana entrante cumplirá veintiocho años de haberse casado con él.

      »Perdimos, sí; pero el partido fue bueno. Había más de tres mil colombianos en el Monumental. Sí, unos hinchas del Atlético Bucaramanga extendieron una bandera del equipo en el estadio y por un momento deseé estar allá contigo. ¿Lo viste en los bares de la 33? Me alegra. Sí, es lindo escuchar el himno fuera del país. Uno como que se siente más orgulloso, no sé. Hace frío. Ya es junio y se siente el invierno. Me gustaría que estuvieras aquí y me abrazaras. Lo sé, estamos lejos. ¿Sabes? A veces salgo a caminar e imagino que voy contigo de la mano. Te digo: vamos a San Telmo, al viejo almacén. Y no decimos nada de camino, pero somos felices en nuestro silencio. Luego seguimos derecho hasta Puerto Madero y, cuando pasamos por El puente de la mujer, me besas. Es lindo, sí. Hay muchas parejas a esa hora y yo estoy solo. Tantos lugares hermosos y tú estás lejos. Voy por Luna Park, camino por Florida y escucho un saxofón triste en alguna esquina. Y cerca, muy cerca, se oye el último acorde de un piano.

      »Lo sé, hace tiempo que no hablamos. Estaba en Uruguay, imposible no ir. Es como viajar de Bucaramanga a Tunja, pero estás en otro país. Primero fui a Colonia, luego a Montevideo. Solo estuve cuatro días, no tenía mucho dinero. Ya ves que ni siquiera te llamé. ¿Conseguiste trabajo en la UIS? Qué bien. ¿Es cierto que hubo protestas hace unos días? Yo en cambio siento que voy de mal en peor. Ayer llegó el importe de la matrícula y lo rompí. No, ya está decidido. No terminaré esa maestría. Me aburrí. De todo y de todos, sí. Ya estoy harto de hacer pizzas, de caminar solo todas las noches e ir de boliche en boliche pidiendo cerveza para uno, churrasco para uno. Te extraño, esa es la verdad. Tal vez regrese pronto y no le diga a nadie. ¿Ella? No sé nada de ella. Lo último que me dijo fue que si te quería que no te dejara ir, que después me dolería más de lo que me duele ahora. Lo dice por experiencia, supongo.

      »El parque japonés, el zoo, Palermo, La Recoleta, Caminito, Las Heras… he caminado mucho en estos días. No, ya no trabajo. Tampoco volví a verla. ¿Mis amigos? Bueno, Josué se va para Bélgica la otra semana; Edgar irá por unos días a El Salvador. El único que se queda es Genaro. Yo también me voy. Adelanté el viaje. ¿Por qué? Porque ayer entré a La Continental y, sin darme cuenta, pedí dos fugazzetas y dos Coca Colas y me senté en la mesa ocho. No, ella no estaba ahí. Me da miedo caminar toda la vida por esta ciudad y terminar como ella. Estoy solo. Sigo escribiendo. No sé si algún día termine ese libro. He visto algunas películas y he ido de aquí para allá, aun cuando hay lluvia. El avión hará una escala en Lima, tal vez te llame cuando esté allá. Sí, llámame cuando llegue a Bogotá. Está bien, nos veremos en tu casa y te contaré más cosas de mi viaje. ¿Y Bucaramanga? ¿Cómo está la ciudad? Te quiero, no lo olvides. ¿Ella? Bueno, supongo que seguirá preguntando a todo el mundo por su marido. O tal vez pregunte ahora por mí, yo era el único que la escuchaba. Sí, le tomaré una foto para que la conozcas. Es verdad, se parece a tu mamá. Adiós, te llamo luego.

      Con los fantasmas detrás

      Betuel Bonilla

      Ilustración de Gina García

      Papá siempre dijo que toda la culpa había sido del bendito túnel. Mamá cuenta que él lo decía cada vez que llegaba borracho, mucho tiempo después, cuando el desespero por las deudas lo llevaba a tomar más y más y se perdía durante varios días para reaparecer por ahí, en cualquier andén, implorando que por Dios alguien lo ayudara a llegar hasta su casa.

      Cuando el túnel aún existía, Juanjo ―mi hermano menor― y yo nos metíamos por la parte de abajo y gritábamos. La voz corría muy rápido y luego se perdía en lo hondo del túnel, aunque a veces parecía volver en pequeñas tandas, como si alguien la recibiera en la otra punta y la devolviera por partes, como si escogiera solo un fragmento de lo que decíamos: ¡“Papá”!…, y se guardara el resto: “¡no vuelvas a emborracharte, por favoooooooooor”.

      Pero quienes de verdad descubrieron el túnel fueron Rita y Mireya, mis dos hermanas, un día que jugaban a las escondidas. Papá había heredado la finca del abuelo Gregorio y había tumbado la antigua casa para hacer otra, más cercana al camino. Decía que no le gustaba la manera en que estaba distribuida la casa, que como ahora era suya la iba a cambiar completamente. Un domingo, mientras los obreros descansaban en las hamacas del trabajo de levantar las nuevas paredes, mis hermanas se metieron en la obra y pegaron el grito: “¡Papá, hay un túnel!”. Todos llegamos corriendo y sí, efectivamente, ahí estaba. La boca de un túnel de verdad, oscuro y profundo.

      Era un túnel angosto, de unos ochenta centímetros. Papá corrió el resto de maleza que cubría la entrada, metió la linterna y solo alcanzamos a ver un pequeño sendero en tierra repisada, porque luego el túnel volteaba y se perdía en la oscuridad. Papá dijo que iba a recorrerlo y le pidió a mi hermano mayor, Pepe, que lo acompañara por si de pronto encontraban culebras ―se llamaba igual que papá porque, para él, el hijo mayor debía llevar su nombre―. Papá se metió primero y Pepe, algo dudoso, lo siguió alumbrando con la linterna. “¿Están bien?”, preguntaba mamá cada ratito. Primero nos llegó un suave “sí, acá vamos”, y luego no se volvió a oír nada.

      Al rato, como dos horas después, oímos la voz de papá. “Si vieran”, dijo a nuestras espaldas. Había aparecido por detrás mientras nosotros, con las cabezas dentro del túnel, esperábamos que estuviera de regreso por donde se había ido.

      “Es un túnel muy largo”, dijo, “calculo que debe tener unos tres kilómetros porque fuimos a salir a la parte baja del cafetal, cerca del río. A la entrada todo estaba bien, normal, pero cuando avanzamos, había mucha hierba, mucha maleza. Al final casi no se podía pasar. Menos mal que llevábamos el machete”.

      Papá y Pepe tenían rastros de haber librado una dura batalla contra el demonio. Sus brazos estaban arañados, llenos de pequeños puntitos rojos por los que la sangre parecía querer salirse. Estaban sucios, con grandes pegostres de barro agarrados a las botas pantaneras.

      Al día siguiente, papá cubrió el túnel y no nos dijo por qué. Él y mis dos hermanos llevaron hasta la finca una enorme piedra y la atravesaron sobre una tabla con la cual papá lo había tapado. Dijo que jamás se nos ocurriera entrar ahí, que el abuelo Gregorio sí le había dicho alguna vez que ese tal túnel existía, que había sido construido para defenderse ―la primera vez no dijo defenderse de qué―, pero que había sido sellado.

      Ese mismo día en que nos pidió que no entráramos nos volvió a reunir por la tarde, a mamá, a los seis hermanos y a los dos trabajadores de confianza, y nos dijo, palabras más, palabras menos, que el abuelo le contó que había mandado a hacerlo para poder salir en caso de que los infames cachiporros liberales entraran a matarlo. Siguió diciendo que el abuelo, godo a mucho honor, como él mismo no se cansaba de decirnos cada que tenía la oportunidad, durante la época de la violencia adornaba su casa, puertas y ventanas con banderas azules, y había mandado a sacar del pueblo a los dos únicos cachiporros, traidores de la causa conservadora, porque si los amigos de estos, que venían de la ciudad, lograban pasar la defensa de Palermo ―el municipio vecino―, llegarían hasta Santa María a cobrarle la expulsión de sus hombres.

      El abuelo murió siendo conservador de raca mandaca, y por eso papá fue conservador, y mamá se volvió conservadora para que papá no estuviera molesto de que el padre de ella hubiera sido cachiporro. Y aunque el abuelo dijo que había sellado el túnel, lo que en realidad había hecho era tan solo tapar las dos entradas con chamizas llenas de púas. La entrada por la casa no se veía porque la maleza lo había cubierto, y luego la enorme piedra, pero el boquete por el lado del río estaba en un barranco bajo el cafetal, mucho más descubierto.

      Hasta allá fuimos muchas veces con Juanjo. Le decíamos a mamá que íbamos a bañarnos al río. Yo lo agarraba de la mano y lo metía en el túnel, primero


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