Águilas y moscas. Jesus Torrens Alvarez

Águilas y moscas - Jesus Torrens Alvarez


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De camino no había nada, apenas algunas arañas negras, muy grandes y peludas, y uno que otro armadillo que corría asustado a buscar la salida. Nunca aparecieron los huesos de esos hombres muertos que, según papá, estaban a lo largo del túnel.

      En otra reunión, a la luz de la vela, papá nos contó que, en palabras del abuelo, al final de la violencia los cachiporros habían logrado llegar hasta el pueblo, hasta la finca, y que el abuelo sí había logrado escapar, porque era un verraco, pero que al menos diez de sus trabajadores, godos como él, habían quedado atrapados en la mitad del túnel. Que primero los cachiporros les habían taponado las salidas con chamizas ardiendo, que los habían esperado durante casi dos meses, y que ellos habían muerto adentro, ahogados, sin agua ni comida. Nos dijo que por eso a veces se escuchaban lamentos en el patio, que eran las voces de los trabajadores que salían del túnel pidiendo aunque fuera un pedazo de pan o alguna taza de agua.

      Luego papá nos contó más historias del túnel, historias llenas de espantos que ni Juanjo ni yo volvimos a creer. Alguna vez hasta nos reímos cuando él hablaba de los tales trabajadores muertos, jornaleros que según papá llenaban el patio de ruidos extraños. Rita y Mireya también dejaron de creerle, y creo que mamá, aunque ella, en medio de las lágrimas de todos los días porque papá seguía emborrachándose, le llevaba la corriente y le decía que sí, que qué peligro, que jamás se nos ocurriera entrar al túnel. Solo mis dos hermanos mayores ponían cara de asustados cuando papá lo contaba.

      Después de que descubrimos el túnel las cosas entra mamá y papá empezaron a ir peor. Mamá lloraba día y noche. Y si las cosas entre papá y mamá se iban a pique, peor iban entre papá y los negocios. Cada que volvía del pueblo, las últimas veces solo a cambiarse de ropa, llegaba malgeniado, diciendo que los marranos estaban muy flacos y pagaban muy mal por ellos, que las vacas tenían ranilla y se había perdido la carne, que el precio del café estaba tan barato que solo eran pérdidas y pérdidas.

      Luego empezaron a llegar personas del pueblo a cobrar. Mamá los recibía, les ofrecía jugo de guayaba cimarrona, nos metía a todos en el cuarto y se ponía a llorar. No le bastaba que entre todos le sobáramos la cabeza, nos recostáramos en sus piernas o en sus hombros y le dijéramos que tranquila, que papá pronto iba a volver y que ya tendríamos plata para comprar las cosas que hacían falta.

      Un día papá llegó muy temprano, otro domingo, y nos dijo que teníamos que irnos a la ciudad, a la capital. Dijo que no había mucho tiempo, que la salida era urgente. Mamá no preguntó nada, empacó las dos o tres cosas que nos quedaban y tomó camino, con los seis hermanos detrás. Papá iba adelante, tambaleándose, maldiciendo, diciendo, una y otra vez, a puro grito, como si las lomas lo oyeran, que los culpables eran los fantasmas del túnel, que había perdido toda su plata porque una maldición pesaba sobre quienes lo descubrieran. Repetía que si tan solo no se le hubiera ocurrido cambiar el lugar de la casa. Juanjo me lanzaba miradas y me picaba el ojo. Íbamos sonriendo, mirando hacia atrás, no fuera que los fantasmas nos estuvieran siguiendo.

      El horrible pájaro verde que perdió sus alas

      Fabián Mauricio Martínez G.

      Ilustración de Alefes Silva

      Mamá ha traído un jarrón con flores amarillas, me ha pinchado un dedo con una aguja y ha exprimido mi sangre en el agua. Mamá dice que la sangre de los niños es buena para las flores. Mamá me ha vendado el dedo y me ha pedido que salga a jugar al patio, porque el hombre de la bicicleta está por llegar y cada vez que él entra en la casa —tú lo sabes bien mi niño precioso— yo tengo que salir de ella.

      En el patio he construido una casa para perros. Me llevó poco tiempo clavar las tablas y diseñar la estructura, la cual hice un poco más grande porque no tenemos perro, ni vamos a tenerlo. Me encanta meterme en esa casa y dirigir mi propio circo. Suelo cazar saltamontes, sapos, hormigas y pájaros, a los que mantengo dentro de frascos de vidrio hasta que llega el momento de la función. Los espectadores, quienes son los muñecos que me ha regalado mamá, me gritan cuál debe ser el próximo número; en especial Ambarino, un muñeco con el pelo de lana roja y las manos de algodón, al que he quemado varias veces en la cara para que se vea más amenazante.

      En ocasiones, Ambarino se mete en mis sueños y me muestra cuál es el siguiente número. Lo hace sin preámbulos, aparece con un taco de pólvora y una salamandra azul en las manos, o cortando con unas tijeras el rabo de un gato. De esa manera sé cuál será mi próximo número, entonces preparo todo. Me meto a la casa para perros y acomodo los muñecos alrededor de un círculo que dibujo en la tierra, un círculo que adorno con canicas de colores.

      Hace poco capturé una araña cazadora y robé un pollito a los vecinos. Los encerré en un frasco que solía contener aceitunas. Puse el frasco en el redondel de las bolitas de colores. La araña intentó cazar al pollito y el pollito, con su pico inofensivo, intentó dar cuenta del artrópodo. Pasaron los días y ambos murieron; pasados más días, ambos formaron una masa blancuzca que se esparció por las paredes de vidrio como la explosión de una bomba nuclear. Una bomba nuclear que estallé contra la bicicleta del hombre que visita a mamá.

      Hoy he cortado un sapo por la mitad y lo he cosido con aguja e hilo rojo. Al número lo hemos bautizado Sapo remendado. Dejé al sapo en el centro del círculo junto a un saltamontes sin alas, ni patas. Los muñecos aplaudieron y animaron al sapo para que se comiera al saltamontes, pero no pasó. El sapo murió y procedí a liberar las hormigas en el redondel. El número de Sapo Remendado cambió por el de Las hormigas devoradoras parte 100. Las hormigas nunca fallan, pero ya lo hemos hecho tantas veces que los muñecos y yo, aburridos, abandonamos la casa para perros y nos fuimos a mi habitación.

      En mi cama nos gusta leer. Leo en voz alta para que los muñecos se diviertan. A veces se asustan tanto que tapan sus orejas con sus manitas de plástico. Ambarino no se asusta, le encantan los cuentos de terror y me anima a que siga leyendo. Nos fascinan los vampiros, los monstruos venidos del espacio exterior y los hombres que pierden la razón de un momento a otro.

      Mamá me llama a comer.

      Tengo que compartir la mesa con el hombre de la bicicleta. Mamá y el hombre sonríen. Yo no. Me limito a masticar y a observarlos.

      Niño, ¿tú nunca hablas?

      —Se llama Augusto, ¿no te vas a aprender el nombre de mi hijo?

      —Bueno, Augusto, ¿no hablas?

      Yo los miro sin decir nada.

      —Augusto, contéstale a Jorge, ¿si sabías que va a vivir con nosotros?

      —No me llamo Augusto, me llamo Tyranus, el gran Tyranus —y corto con mi cuchillo una papa bañada en mayonesa.

      —Tu hijo está chiflado —dice el hombre de la bicicleta.

      —Es solo un niño —dice mamá— el asunto, Augustico, es que Jorge vivirá con nosotros. Mira Augusto —mamá se levanta de la mesa, va hasta a la cocina y trae una jaula con un horrible pájaro adentro—. Mira lo que nos trajo Jorge, es bonita ¿verdad?, una linda lorita para que le enseñemos a hablar, ¿me vas a ayudar Augusto?

      —No soy Augusto, soy Tyranus.

      — ¿Vas a ayudar a tu mamá o no? Mocoso, malcriado.

      —Déjalo Jorge, ya le irá cogiendo cariño a la lorita —y mamá deja la jaula sobre la mesa del comedor, y el horrible pájaro verde me mira con sus ojos negros.

      Mamá y el hombre de la bicicleta brindan con jugo de mora, se besan con los labios manchados de fruta. Yo me levanto del comedor y voy a mi habitación. Llevo el jarrón con las flores amarillas y lo pongo junto a los muñecos, arrastro una silla hasta el armario, y del cajón superior, saco el único regalo que papá me hizo: un circo en miniatura.

      Papá, quien según mamá, vendía puerta a puerta artículos para el hogar, pasó por el pueblo y se enredó con ella, manteniendo un romance de planchas y licuadoras, escobas y traperos, antes de marcharse. Según mamá, papá le prometió que volvería por ella luego


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