Ideología y maldad. Antoni Talarn
griego habían regalado a lo humano el olivo, la vid y el trigo en una primera tanda de donaciones para el desarrollo de la vida y la cultura en este pequeño azul mediterráneo. Pero hicieron mucho más: por las laderas del Olimpo empezó a derramarse la miel de los mitos, la conformación de nuestra cultura e identidad. En el bosque se abrió el claro que ayudó, a la vez que delimitó, las fronteras entre la naturaleza, el hombre y la divinidad, en una suerte de integración que requería una explicación. Ahí se produjo el milagro de la siguiente ayuda humanitaria al ser arrojado a la intemperie: la hija de la mente de Zeus apareció cargada de regalos, desde la flauta hasta la brida del caballo y el arado, desde el cuenco de barro hasta la nave, desde la ciencia de los números hasta la institución de los tribunales a fin de unir justicia y razón. Nuestros ancestros griegos se abrieron al asombro y el conocimiento y con ello empezaron a armar la cultura más inspiradora y tolerante con el misterio. Una cultura que nos ha dejado el mito, que nos ha retado a conquistar la ciudadanía, la ética y la política asentada en la democracia, que nos ha legado la historia y la literatura, el alfabeto y la estructura básica de nuestro pensamiento, que nos ha educado en la belleza, que ha forjado la actividad científica y humanística, la patria espiritual, que ha perfilado las formas del alma del hombre justo y libre por medio del pensar sistemático propiciado por la filosofía y ha colocado los hitos para que no nos extraviemos en el camino para la consecución de tales logros… Aunque el faro griego apareció, apenas podemos intuir cómo, en el siglo V a.C., su destello duró poco. Pero el faro sigue allí porque sus luminarias irrepetibles no tienen parangón en un lapso de tiempo tan limitado. Ahí se dio la mayor concentración de oncólogos del alma imaginable, desde Anaxágoras a Sócrates, desde Solón a Clístenes y Pericles, desde Pitágoras a Euclides, desde Sófocles a Eurípides y Esquilo, desde Aristófanes a Epicuro y Demóstenes, desde Gorgias a Platón y Aristóteles, desde Diógenes a Hipócrates, desde Heródoto a Pausanias… Ajenos a cualquier ingenuidad relativa a la naturaleza del hombre entendieron, como los investigadores del cáncer hoy, que contra el mal y su posible expansión había que reforzar un sistema inmunitario potente, un alma fuerte capaz de detectar el daño y confrontarlo a la mejor batería defensiva disponible. Para ello desarrollaron protocolos de alta complejidad, una paidea eficiente para conformar una ciudadanía saludable. Sus logros aún hoy no han sido superados.
Si el milagro se produjo una vez, puede que aún podamos pensar que la ética quizás acabe por ganar la partida, contener el cáncer del egoísmo y la entronización de lo personal en favor de la empatía, la solidaridad, la distribución de la riqueza y el reparto del poder, en modo tal, que la vida en el planeta sea posible para el hombre y todo lo vivo con lo que compartimos este pedazo de nave azul en navegación indefinida por el universo.
Siempre que el hombre de Occidente ha entrado en edades oscuras, de nuevo vuelve la mirada hacia Atenas para reencontrar los mojones que permitan recuperar el camino de la areté. Así sucedió en el Renacimiento, así se reivindicó en la Francia revolucionaria, así se reclamó en la primera constitución libre del Nuevo Mundo, así se formuló en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si no nos alcanza alguna esperanza en tal posibilidad, la lectura del texto que ahora prologamos nos conduciría, inequívocamente, a la conclusión de que somos una especie condenada al fracaso.
Volvamos entonces al texto: ¿para qué el descenso a los infiernos? Talarn nos invita a ser, como nuestros ilustres antepasados, oncólogos del alma: nos desafía a detectar la celularidad maligna del espíritu para dar coto a la migración metastasizante. Poner coto, luchar contra, no liquidar definitivamente, porque como acontece en lo biológico, salud y enfermedad coexisten y nos retan a un estado de vigilancia y lucha permanente.
Empieza el recorrido del ensayo con una introducción de tipo general y un debate al modo de la tertulia entre gentes del saber de las más variadas épocas y orientaciones. La ficción introduce posibles interpelaciones más allá de las brechas temporales, siempre desde la escucha y la atenta observación y bajo el imperativo de la razón y el argumento fundamentado. Por supuesto, nada que ver con las tertulias que hoy en día nos ofrecen los medios.
Lejos de cualquier pretensión de síntesis, cabe aquí algún avance del trasfondo de esta, digamos tertuliana, primera parte, en la cual la complejidad y amplitud del mal en tanto fenómeno reclama una cierta ordenación. Nos parece que destaca por su sencillez la que distingue entre el mal que se hace y el mal que se sufre, entre el mal provocado, es decir, el mal hecho, el que se inflige, y aquel que se sufre en tanto que hiere. El mal que se hace, como Josep M. Esquirol (otro que podría estar en la tertulia) lo contempla, es el mal moral o mal político. Moral porque hay responsabilidad, y político porque es mal que hacen unos humanos a otros humanos; se da una confluencia entre mal moral y mal político en la medida en que hay alguien que lo hace. En cambio, el mal que se sufre es el mal del cual no puede evidenciarse la existencia de un sujeto activo, promotor de este mal, pero sí la de un sujeto pasivo que lo padece, que es receptor de este mal. Es un mal que no deriva del que se hace, como es el caso, por lo general, de la afectación de una enfermedad, un accidente, etc. En catalán la malaltia (la enfermedad) remite a lo señalado, es fruto del mal que no se hace, pero se padece. Así pues hay un mal que uno hace y mal que uno sufre. No obstante, hay correlación entre ambos, en la medida en que en el mundo hay mucho mal, mucho sufrimiento que los humanos somos capaces de provocar: la correlación entre ambas modalidades de mal es tan amplia como fatal, aunque diferenciarlas resulte del todo necesario.
Desde la perspectiva de lo vivido como experiencia, se puede concluir que mal es el exceso de mal. Hay situaciones de mal, como el lector comprobará a lo largo del texto, en las que se da un exceso de tal calibre que lo hace impenetrable a causa de su opacidad: esa es la quintaesencia del mal. Ante esa ominosa presencia, son elementales las cuestiones que de inmediato se nos plantean: ¿cómo es que hay tanto mal en el mundo? ¿Cómo es que hay tanta implacable violencia sobre los más débiles? ¿Cómo es que la herida del mundo es tan grande? La formulación de estas cuestiones es lo que revela y le saca el velo al mal.
Sea cual sea el contexto monoteísta, el problema del mal se agudiza; en efecto, en cualquier discurso teológico serio el mayor problema es el mal. Así, ¿cómo es posible la existencia de un Dios Omnipotente ante la presencia de tanto dolor, de tanto sufrimiento? Es cierto que se ha construido mucha filosofía que ha tratado de dar respuesta —y lo sigue intentando— a la magnitud del problema del mal a fin de hacer compatible su existencia con el planteamiento monoteísta de un Supremo capaz de todo y, en consecuencia, capaz de hacer desaparecer del mapa humano y no humano el padecimiento; son construcciones o artefactos filosóficos que necesitan «explicarlo todo». Pueden llegar a plantear algo así como que «esto que te parece tan terrible es porque solo ves un pedacito del cuadro», intentan convencernos de que nuestra perspectiva es completamente limitada. El escándalo se produce cuando la justificación remite a que Dios nos concedió el libre albedrío y, con él, la posibilidad de apostar por el daño.
Frente a estas formas de pensar se erigen otras para las cuales tal planteamiento es definitivamente inadmisible; sugieren enfrentarse a él evitando explicaciones totales, para lo cual proponen tratar la comprensión del mal desde lo parcial y acotado: desde esta posición, el mal puede ser mejor visualizado y enfrentado. En la batalla a campo abierto desaparece la posibilidad de éxito, en la sorpresa guerrillera hay más posibilidades; en suma, poco ya es mucho. Lejos de planteamientos y propuestas con afanes de totalidad que abocan a la impotencia y la desesperanza, aparecen pensamientos que promueven la acción desde lo modesto, que no es poca cosa. Es precisamente lo que plantea Hanna Arendt, citada en el texto, en relación con el caso Eichmann. Su tesis es: «una sociedad superficial, banal, es un buen conductor del mal, facilita su propagación.» Entonces, si aspiramos a que una sociedad esté mejor vacunada contra la banalidad, será oportuna toda acción orientada a la promoción de la reflexión social: ahí sí hay margen para la actuación.
Al llegar a este nivel del texto, la reflexión tranquila, la tertulia interesante y exenta de dolor que todo debate educado y amable promueve se detiene, y el autor nos invita a seguirle en un vertiginoso recorrido por los paisajes del horror. Cesa la distancia del discurso, que nos protegía, y el sufrimiento estalla sin apenas admitir respiro. Seis capítulos se sucederán y pondrán a prueba nuestro temple ante el daño que es capaz de causar esta especie a la que pertenecemos.