Ideología y maldad. Antoni Talarn

Ideología y maldad - Antoni Talarn


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      Sin duda, en este extenso pasaje textual será necesario detenerse temporalmente para proseguir la andadura en pos del conocimiento sobre el mal. La atmósfera es tremendamente dura, en especial cuando repensamos este pasado siglo, del que se mencionan sus atrocidades, al que Sloterdijk se atrevió a llamar el siglo que nunca existió por el modo en que todo fue destruido, destrucción que aún no ha acabado en su andadura por el XXI. Atender el dolor del corazón sobrecogido requiere entonces una pausa, de la que quizá podamos sobreponernos y recuperar el aliento recordando a Tolkien: tendremos que llegar al corazón de Mordor para entender cómo podemos habérnoslas con él, desde la modestia de nuestra pequeñez, como la de los pequeños hobbits.

      Para entender la urgencia de nuestro trabajo como oncólogos de la mente, recordemos brevemente algunas contribuciones psicoanalíticas a la enfermedad crónica y aquello crónico que nos hace enfermar. Porque hasta este momento el texto nos ha empujado al reconocimiento de ese escenario del daño que ha atravesado todos los tiempos de nuestra historia como especie.

      Freud definió la enfermedad crónica como aquella característica propia de la especie humana sin distinción y que, de momento parece exclusiva de tal espécimen; al organizar la estructura del aparato psíquico en tres instancias, el Ello, el Yo y el Superyó, reconoce la locura como sustancia básica primordial de la constitución humana. Así que si hemos de hablar de cronicidad, hemos de referirnos a aquello que desde siempre nos caracteriza: no estamos locos, somos locos. Es así en tanto que podemos reconocernos en ese modus operandi en el que no gobierna la temporalidad, ni el reconocimiento de la realidad, ni las relaciones de causalidad… es el dominio del Ello.

      Klein lo reconoció a su manera, intentó de diferenciar los aspectos buenos y malos tanto de los objetos como del self, y Bion, más adelante, llegó a formular la existencia simultánea de una parte psicótica (loca) y de otra no psicótica en la personalidad.

      Desde siempre, todos los acercamientos a este conflicto fundacional nos remiten a la competencia entre partes en litigio por el dominio y control de la personalidad como un todo: desde la aproximación bíblica de la lucha entre cielos e infiernos, bellamente poetizada por Milton en su Paraíso Perdido, hasta la literatura de corte romántico, representada, entre otros, por Mary Shelley con su Frankenstein y Stevenson con su Dr. Jekyll y Mr. Hyde. La genética loca del hombre se revela en el propio libro santo de la cultura judeocristiana: el Hacedor Yavhé no es más que un psicótico en extremo peligroso que puede desarrollar, en el punto álgido de su locura, las más violentas atrocidades contra la criatura objeto de su creación: es el inventor de la sentencia de muerte, del Diluvio Universal, del bautismo del fuego en Sodoma y Gomorra, del asesinato en masa de todo judío adorador de otros dioses en el descenso de Moisés del Sinaí, el arquitecto del día del Juicio Final, el Día de la Ira, en el que los todos los sentenciados serán condenados a la tortura inmisericorde extensiva a toda la Eternidad… Día en el cual los justos se solazarán con el revanchismo vengativo a través de la contemplación del sufrimiento de los condenados, como lo disfrutaron los sans culottes parisinos en las decapitaciones públicas en el período de terror revolucionario.

      ¿Qué se puede esperar de criaturas hijas de tal deidad? Quizá se pueda hacer algo por ellas. Llevar más allá nuestro conocimiento del mal no es garantía de su liquidación, pero sí puede dotarnos de instrumentos para ponerle coto y resistir su progresión.

      Desde Freud hasta los avances en el tratamiento del cáncer, sabemos que el conocimiento de la naturaleza del mal en lo humano ha facilitado recursos para frenar su extensión, y propuestas para mejorar la calidad de vida de todos nosotros.

      Probablemente no le ha sido concedida a esa especie la posibilidad, más allá de la fantasía, de superar la dualidad bien/mal, salud/enfermedad, pero sí la oportunidad de mejorar la calidad de nuestra existencia individual y colectiva. Eso sí es posible, pero para ello es indispensable, aunque nos produzca la mayor de las desazones, viajar al centro del dolor y conocer su origen y desarrollos. Este es el desafío y la propuesta de Talarn en Ideología y maldad. A mi juicio, ha resuelto con éxito tal empresa, al punto que su texto, acompañado de una bibliografía tan extensa como general y especializada a la vez, lo hacen, desde este mismo momento, una obra de inevitable referencia.

      Una última consideración que me atrevo a agregar a la guía que los lectores, como yo mismo, consultan para el viaje que el autor nos sugiere: cuando la oscuridad nos envuelva como la niebla, no olvidemos echar un vistazo atrás, como otros hicieron en parecidas circunstancias, y recordar qué lograron y nos enseñaron nuestros ancestros griegos. Los hitos siguen estando aquí, entre nosotros, en la bruma, para todo aquel que quiera y se empeñe en verlos.

      Lluís Farré

      L’Espà, mayo 2019

      Introducción

      El mundo es justamente el infierno y los hombres son, por una parte, las almas atormentadas y por otra, los demonios.

      Schopenhauer, 1851

      Los sentidos y la conciencia nos conectan con el mundo. Este nos ofrece la posibilidad de conocer y valorar una infinidad de estímulos, algunos de los cuales nos pueden llevar al estremecimiento: los que se asocian con la belleza y los que lo hacen con la maldad. Belleza y la maldad nos sumergen en una plétora de reacciones, emociones y sentimientos de los que no es posible sustraerse sino con un esfuerzo más o menos sostenido de la atención y la voluntad.

      La belleza es considerada en cuanto tal de modo diferencial en función del sujeto que la experimenta, ya sea como creador o como espectador. La subjetividad de cada cual, la formación cultural e intelectual, las aptitudes, los aprendizajes y demás condicionantes, muchos de ellos de orden socioeconómico, configuran el gusto particular de cada uno. Sería muy difícil, si no imposible, llegar a acuerdos unánimes con respecto a la belleza. ¿Cómo poner de acuerdo a un amante del supuesto arte del toreo con quienes, como nosotros, lo consideramos y una aberración ética y estética? La variedad de cosas bellas que las personas podemos llegar a describir son tantas, quizá, como narradores pudiéramos encontrar.

      Sin embargo, creemos que este acuerdo sería viable por lo que respecta a la maldad, al menos entre las víctimas1. ¿Habría quien dudase ante la posibilidad de evitar una muerte lenta y dolorosa a manos de un congénere más fuerte? ¿Aceptaría alguna persona ser violada por una horda de bárbaros? ¿Acaso no huiríamos, si fuese posible, antes de ser torturados? ¿Toleraríamos, sin más, que nuestros hijos fuesen secuestrados y vendidos en el mercado de la prostitución infantil? Todavía no hemos avanzado una definición operativa del mal, pero no creemos faltar a la verdad si afirmamos que casi todas las víctimas de estas supuestas atrocidades estarían de acuerdo con evitar tales males si de ellas dependiese. En torno a la maldad, pues, parece más fácil un cierto acuerdo que con respecto a la belleza.

      Sea como sea, no nos parece posible considerarnos ajenos a la maldad. El mal provocado por la humanidad es un drama mudable, poliédrico y ubicuo. Parafraseando a Lavoisier podríamos sugerir que la maldad es permanente, ni se crea ni se destruye, se transforma (Maestre, 2018). Se disfraza, se oculta, muta y se ha convertido, si es que ha dejado alguna vez de serlo, en algo cotidiano, corriente, ordinario. Nos impregna como una atmósfera envolvente cuyo hálito no podemos evitar. Nos afecta a todos. Nadie sale indemne: las víctimas padecen, los testigos —nos indignemos más o menos—, sufrimos sus consecuencias globales, y los victimarios, lo sepan o no, han perdido, en mayor o menor medida, su conciencia moral y una parte de su humanidad, lo que no los hace menos humanos, pero sí más temibles.

      Arteta distingue entre el mal cometido, el mal padecido y el mal consentido. Como dice el autor:

      Es de suponer, que por fortuna, casi nunca seamos los agentes directos del sufrimiento injusto y, para nuestra desgracia, más probable resulta que nos toque estar entre sus pacientes. Pero lo seguro del todo es que nos contemos, en múltiples ocasiones, entre sus espectadores2.

      Es nuestra condición de testigos que no deseamos consentir la que nos permite y apremia a reflexionar sobre el mal, en especial aquel derivado de las ideologías y que, por lo general, se suele ejercer


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