Egipto, la Puerta de Orión. Sixto Paz Wells
en la carretera, el chófer buscó entablar conversación.
–Señorita Gracia ¿sabía que el escudo de la familia Sforza, que es a la vez el de la Casa Visconti, «la serpiente comiéndose al niño», es el escudo de los coches Alfa Romeo y hasta del Inter de Milán?
–¡Muy interesante! ¿Y por qué una serpiente comiéndose a un niño?
–¡Yo no sé mucho, doctora, solo soy un chófer! Pero la serpiente representa a Orión y el conocimiento, así como a los que guardan ese conocimiento y se benefician de él.
–Pues para ser solo un chófer sabes mucho. Se ve que sabes más de lo que aparentas.
–No mucho, pero lo necesario, señorita. De Orión llegó a la Tierra un grupo de seres reptilianos que en su momento fueron guardianes y vigilantes de la Tierra, pero con el tiempo las emociones les hicieron perder la perspectiva, y, arrastrados por el miedo a que la humanidad llegara a ser más que ellos y pusiera en peligro el orden cósmico imperante, se rebelaron y tras cruentas luchas fueron exiliados aquí por haberse opuesto a la continuación del Plan Cósmico.
Esperanza, bastante sorprendida, trató de sonsacarle más información.
–¿Son ellos los que generaron las guerras cósmicas?
–¡Así es! Estos seres han venido conspirando contra la humanidad a lo largo de la historia, tratando de evitar que crezca, como en la historia de Jesús, cuando quisieron asesinarlo al poco tiempo de haber nacido y terminaron acabando con todos los niños menores de dos años en Belén.
–¡Al parecer esto continúa en la actualidad! ¿No, Carlo?
»¿Quién eres realmente? ¿Cómo sabes todo eso que me estás diciendo? No creo que seas solo un chófer de agencia. Manejas información del más alto nivel.
–¡Sin duda, señorita! Actualmente hay quienes quieren acabar con la humanidad. Pero también existen otros extraterrestres que en su momento fueron deportados a la Tierra por diferentes transgresiones, que quieren cambiar y reivindicarse como individuos y como civilización. Algunos de estos seres somos de origen pleyadiano, de la constelación de Tauro, y hemos logrado reencarnar en la Tierra con cuerpos terrícolas a través de nuestra descendencia, resultado del mestizaje y la hibridación con los humanos; eso nos ha terminado de cambiar.
–Tú no estás al servicio de Ludovico Sforza, ¿verdad?
–¡No, señorita! ¡Los pleyadianos y los oriones estamos enfrentados! Como le decía, caímos en este planeta por razones diferentes y con actitudes distintas.
–¿Y llegaste a por mí quince minutos antes de que llegara el coche que debía recogerme?
–¡Así es, señorita!
–¿Adónde me estás llevando ahora, Carlo?
–¡A casa de Ludovico Sforza, señorita! Pero si por cualquier motivo tuviese que salir de allí apresuradamente, sepa que yo estaré fuera esperándola ante cualquier eventualidad.
–Entonces los Illuminati no te han encargado que fueras mi chófer, ¿verdad?
–¡No, no han sido ellos! Ni tampoco los jesuitas, doctora.
–¿Y cómo sabías que hoy tenía esta reunión?
–¿Recuerda a una de las dos mujeres que estaban en la recepción de la embajada acompañando a Sforza? Una iba vestida de rojo y tenía cabello rubio y la otra iba de azul con el cabello largo pelirrojo. La de azul es de los nuestros.
–¡No estaba nada mal para ser extraterrestre! –comentó Esperanza.
»¿Cómo han hecho para lidiar con los Illuminati?
–¡Hemos sabido escabullirnos porque suelen darnos caza; tratan de capturarnos y eliminarnos porque nos consideran un gran peligro para su causa! Nosotros, a diferencia suya, llegamos a amar al ser humano en todos los aspectos.
–¿Y son muchos ustedes?
–¡No, realmente no somos muchos pero sí los necesarios!
–¿Y por qué se han acercado a mí?
–Porque percibimos en usted una luz diferente. Es una energía o vibración que funciona como un puente entre ustedes y nosotros. Consideramos que hace honor a su nombre, «Esperanza», y es eso lo que percibimos en su persona. Además, en el Paititi usted activó la Puerta de Pléyades, que ha empezado a liberar a nuestros congéneres.
–¡Gracias por decirlo! Pero cuando estuve en las selvas del Manu y en las ruinas del Paititi no me imaginé que nuestra acción atrajera esas consecuencias.
Al cabo de media hora, fuera del tráfico de la metrópoli romana, recorriendo carreteras muy modernas flanqueadas por cantidad de árboles de pino piñonero típicos de esa parte de Italia, se encontraban ya en las inmediaciones de Ostia de Lido, localidad cercana a las ruinas de la Ostia Antigua, en el Latium, que funcionó en el pasado como puerto de la Roma imperial, en la boca del río Tíber. Estaban a veintiocho kilómetros por carretera de la capital de Italia y al borde del mar Tirreno.
Ostia Antigua habría sido fundada por Anco Marcio en el siglo VII a.C. La mayoría de los edificios visibles en la actualidad en la zona arqueológica son del siglo III a.C., y de una época más tardía destacan en el área de su Capitolio los restos de los templos de Júpiter y Minerva.
Este puerto romano tuvo una vida muy azarosa, ya que siempre se vio envuelto en medio de guerras de distintas facciones políticas, así como de ataques e invasiones de piratas de todo el Mediterráneo.
El chófer tomó una salida separándose de la carretera principal, ingresando por caminos secundarios que llevaban a una zona rural. De pronto, a distancia, rodeada de árboles estaba la soberbia mansión de verano de Ludovico Sforza. Fueron bordeando una alta y muy larga muralla hasta llegar a unas grandes puertas de hierro forjado. Tras identificarse en la entrada, abrieron las puertas y les dejaran pasar. Hacia donde uno mirara se multiplicaban campos de cultivo, hasta que llegaron a una inmensa explanada empedrada delante de la mansión en cuyo centro destacaba una impresionante fuente de agua con esculturas de mármol de tritones y sirenas. Alrededor había una veintena de automóviles de lujo, algunos de ellos limusinas.
Al bajarse del coche, Carlo le dijo a Esperanza:
–No se preocupe, doctora; para cualquier cosa que necesite estoy aquí aguardando.
–¡Gracias, Carlo!
Ella se fue caminando grácilmente con sus tacones altos sobre aquel suelo irregular de piedras grises adoquinadas, siendo recibida por un mayordomo y un ama de llaves.
–¡Doctora Esperanza Gracia, sea usted bienvenida! ¡El señor Sforza la está esperando!
Entró a un gran salón circular lleno de ventanas, inmensas cortinas blancas y espejos, con muchas esculturas clásicas griegas o romanas y también grandes jarrones. Los techos eran bastantes altos y de ellos colgaban impresionantes arañas de cristal de estilo clásico.
Había allí reunidas una treintena de personas, algunas de las cuales reconoció de la recepción del embajador. Entre las personas conocidas estaban Elizabeth Morris y el embajador Bentinck.
La arqueóloga se acercó de inmediato a saludarles.
–¡Señor embajador, Elizabeth! Un placer volverlos a encontrar.
–¡Somos nosotros los que celebramos tu presencia aquí! ¡Aquí es adonde perteneces! –comentó la cónsul.
–¡Así es, Esperanza Gracia; esta será tu vida de ahora en adelante, compartiendo y departiendo con los hermanos de esta gran logia! –dijo el embajador.
De pronto de entre la gente salió Ludovico Sforza. Se le veía sumamente emocionado.
–¡Esperanza, querida! Bienvenida, cariño; estás en tu casa y entre tu gente. Llegaste temprano; había calculado que llegarías en unos veinte minutos, pero no importa. Ya estás