Los incendiarios. Jan Carson
lo es.
Tiene que decirle a su hijo que la violencia es hereditaria, como el cáncer o las enfermedades del corazón. Es un tipo de enfermedad. Mark la ha heredado de él. No es culpa suya, nada de lo que está pasando es culpa suya, ni siquiera los incendios ni los heridos.
—No es culpa tuya, hijo —le dirá a Mark, poniéndole una mano en el hombro con firmeza. Al decírselo, lo mirará directamente a los ojos. No será capaz de afirmarlo con total convencimiento, pero se le da muy bien mentir.
Le dirá todo eso y otras vacuidades amables, aunque sabe que la situación es tan complicada que no se va a resolver con una mano en el hombro. Hay cosas con las que un padre puede cargar por su hijo y cosas con las que tiene que cargar uno mismo. Mark es casi un hombre. Vota. Tiene coche. Tiene un título universitario de algo relacionado con ordenadores que Sammy no entiende del todo. Tiene edad suficiente para saber que la gente normal no se dedica a provocar incendios ni a incitar a otros a provocarlos. Tiene edad suficiente para asumir las consecuencias.
Tiene edad suficiente para obligarse a sí mismo a parar.
Sammy piensa en su propia ira. Sigue estando donde siempre ha estado. Es como hielo que está dentro de su cuerpo esperando a derretirse y, una vez en estado líquido, empezar a hervir. Hay veces que se queda despierto en la cama por la noche, al lado de su mujer, se pone la mano en el pecho y la siente latir intensamente, intentando volver a salir. Pero nunca permite que le venza. Jamás alza la mano contra nadie, ni siquiera levanta la voz. Ha construido un muro entre sí mismo y su pasado. Es un muro muy alto en el que no puede existir ninguna puerta, y aunque casi todo el tiempo Sammy se siente responsable de Mark, de vez en cuando también hay algo dentro de él, esa parte de sí mismo que protesta y que no puede evitar las comparaciones con otros hombres, hasta con su propio hijo, que no deja de repetirle que Mark es débil. Que Mark es malvado. Que Mark tiene la culpa por no controlar sus impulsos.
Quiere destruir a su hijo.
Quiere colmarlo de cosas buenas.
Sammy camina hacia el límite de Belfast Este, donde la calle asciende hacia Castlereagh Hills. Las casas se vuelven más grandes. Las filas de adosados dan paso a filas de pareados, y más tarde a calles en las que solo hay chalés individuales. Las calles se ensanchan. En esa zona hay más árboles, más setos, así como jardines lo bastante grandes para que la gente tenga que cortar la hierba con un tractor cortacésped.
Sammy es el dueño de una de esas casas. Tiene un jardín delante y otro detrás. Lo separan kilómetros de su lugar de origen, y sin embargo la distancia no ha hecho que cambie absolutamente nada. Sigue siendo el mismo hombre que ha sido siempre. Su hijo siempre será hijo suyo. Abre la puerta de su casa, pasa por encima del felpudo y ensucia toda la moqueta buena con el alquitrán negro de los incendios. Es imposible quitar las manchas. El alquitrán se queda pegado a todo lo que toca.
LA NIÑA QUE SOLO SABE CAERSE
Emma está subida a la rama, descalza. Nunca lleva zapatos cuando va a intentar volar. Su madre se empeña en que se quite toda la ropa y se quede en bragas. Ahora que es más mayor y está más acomplejada por los bultos y las curvas que le están empezando a asomar bajo la piel, Emma insiste en ponerse algo que la tape un poco más, como un bañador o un maillot. Su madre accede, con tal de que lleve los brazos y las piernas al aire. Es importante no cargar con peso de más, conservar la sensación de liviandad. En realidad, va a dar lo mismo. Emma podría envolverse el cuerpo en globos de cumpleaños, inhalar helio directamente de una bombona o agitar los brazos arriba y abajo, como una paloma mensajera, y daría exactamente igual. Seguiría cayéndose. Desplomándose. Descendiendo en picado a una velocidad de vértigo.
Emma rodea el tronco con los brazos. Siente cómo la corteza húmeda le raspa las yemas de los dedos. Al lado del árbol marrón, su piel es tan blanca que casi resplandece. Tiene un moratón azulado en la cadera izquierda, de la caída de la semana pasada, y un par de arañazos rosados en las rodillas, en los que se le están empezando a formar costras. La semana pasada fue una tapia. Hoy es un árbol. Han probado con escaleras, columpios, incluso con un puente. Por lo visto, el número de lugares elevados desde los que se puede tirar a una hija por su propio bien es infinito. Emma mira hacia abajo y se fija en el césped mullido de alrededor del tronco del árbol. Es un alivio. Ese tipo de suelo es más blando. El cemento no es tan flexible. Un estornino levanta el vuelo desde las ramas más altas y pasa a su lado rozándole la cara. Emma envidia su facilidad para volar.
Al acercarse lentamente hacia el borde, se cuida de mantener los codos pegados al cuerpo. No puede arriesgarse a desplegar las alas. Están cubiertas por una fina membrana, como piel pero más frágil, y debe asegurarse de que no se le rasguen con alguna astilla. Se acerca con cuidado al extremo de la fina rama, que siente curvarse bajo su peso, y arquea los pies alrededor. Bajo sus dedos descalzos, la rama está llena de seres diminutos: cochinillas, hormigas, criaturitas microscópicas. Se ven atraídas por Emma y por el poder que emana de su cuerpo cada vez que las toca. Emma siente el cosquilleo de los insectos en la piel. Podría quedarse horas aquí. De verdad. Pero eso no es lo que quieren que haga. Eso sería desperdiciar sus alas.
—¿Preparada? —grita su padre.
—Preparada —contesta Emma.
Casi cuatro metros más abajo, su padre retira la escalera y retrocede para ver mejor. Su madre tiene la cámara de vídeo en la mano. Emma estira los brazos y deja que sus alas se desplieguen, como unas velas rosas agitándose con la brisa. Flexiona las rodillas y despega. Durante apenas un segundo, su trayectoria es ascendente. Solo es un segundo, pero en ese brevísimo instante Emma siempre tiene fe. Entonces la gravedad la agarra de los tobillos y vuelve a tirar de ella hacia la tierra. Cae al suelo y echa a rodar. Sabe cómo amortiguar el golpe. Cualquiera se volvería un experto al cabo de unas cuantas caídas, y Emma no sabe hacer otra cosa que caerse.
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