Los incendiarios. Jan Carson
soltarme lo suficiente para ponerme a bailar o para arriesgarme a rodearle la cintura con el brazo a una desconocida. Tomar conciencia de esto no sirvió de nada. Para cuando cumplí los treinta, vivía encerrado en mí mismo. Era como una persona olvidada por el mundo. Me costaba creer que aquello fuera a cambiar con el tiempo o con las circunstancias. No era lo suficientemente valiente para intentar cambiarlo.
Por las noches veía la televisión como si fuera otra persona que estuviera conmigo en la habitación. A veces hablaba con la pantalla. Pagaba las facturas mucho antes de la fecha límite e iba todos los días a trabajar en algo que ni me gustaba ni me disgustaba especialmente. Comía los mismos platos todas las semanas en los mismos días y nunca bebía más de dos copas, por miedo a convertirme en la clase de hombre que bebe solo. Corría cinco kilómetros todas las mañanas en una cinta en la habitación de invitados. Habría sido agradable correr en la calle, con los ciclistas y la gente que sacaba a los perros temprano, pero no soportaba la idea de que me miraran y me consideraran ridículo. No me permitía sentir lástima de mí mismo. Una vez que lo hiciera, sería el fin. El fin no siempre me parecía la opción más horrible. A veces me parecía una opción muy sensata.
Dos años antes, mientras atravesaba esa tierra de nadie que es la semana entre Navidad y Año Nuevo, un día me llevé del trabajo un botecito marrón de un medicamento que se administraba con receta. Se pasó una semana en mi mesilla de noche, donde su color marrón de botella de cerveza resplandecía a la luz de la lámpara. Me estaba llamando a gritos y al final dejé de resistirme. Sujeté el bote con el puño izquierdo y lo tuve ahí toda la noche, bien agarrado. Me dejó una marca rectangular en la palma de la mano. Dormí con la mano cerca de la cara, aunque sin llegar a tocarla. Antes de quedarme dormido, estuve pensando cosas como «Tardarían semanas en encontrar mi cuerpo» o «¿Y si alguien me encuentra a tiempo?». Pensé que soñaría cosas estridentes, de la angustia, pero solo soñé que estaba durmiendo. Durante la noche el bote se destapó y a la mañana siguiente las sábanas estaban salpicadas de pastillas blancas. Como aún estaba casi soñando, al principio pensé que eran dientes. Recogí las pastillas, todas las que encontré, las eché al váter del baño del dormitorio y tiré de la cadena. Tuve que tirar tres veces y esperar a que se llenara la cisterna cada vez.
Me alegré de no haber hecho aquello con las pastillas, fuera lo que fuese. Era incapaz de pronunciar las palabras. Tenía esa sensación que se tiene en el estómago después de evitar una caída por los pelos.
«Esto no puede seguir así», decidí esa mañana. Lo dije en voz alta mirando al rostro fantasmagórico de mi reflejo en el espejo del baño.
«Todavía eres joven —me dije—, y eres razonablemente atractivo. Y no es demasiado tarde para cambiar las cosas».
El artículo había aparecido esa misma mañana en el Belfast Telegraph. Me costó un rato digerirlo, después de lo que acababa de ocurrir la noche anterior. Lo leí un montón de veces y subrayé algunos fragmentos. Al final acepté que se trataba de una especie de señal, aunque no pude atribuírsela a Dios.
«Belfast, ciudad del amor», rezaba el titular. Al principio me llamó la atención la frase porque me pareció que era de broma, pero no pretendía ser humorística. Seguí leyendo. La Consejería de Turismo de Irlanda del Norte quería que Belfast pudiera competir con las otras ciudades románticas por excelencia: París, Venecia, Berlín (antes de la caída del Muro). Sabían que Belfast no sugería precisamente pasión (armas y tambores aparte), de modo que habían decidido crear su propio romance de manera artificial. Iban a contratar a personas con quienes formar parejas que resultaran verosímiles. Chicas altas con chicos altos. Almas con pinta de ratón de biblioteca juntas, que se verían mejor a través de sus gafas. Solo chico con chica, nada demasiado moderno. Seguía siendo Belfast, al fin y al cabo.
Por ciento cincuenta libras al día, estas parejas artificiales pasarían un fin de semana cogiéndose de la mano o besándose en el Jardín Botánico y junto a los Muros de la Paz, en treinta lugares distintos frecuentados por los turistas. Al ver parejas de enamorados por todas partes, los turistas enseguida creerían que Belfast era una ciudad verdaderamente europea. Disculparían la lluvia y que los domingos las tiendas no abrieran hasta la hora de comer. Quizá hasta sacarían fotos para convencer a los escépticos cuando volvieran a casa. «Mirad —dirían, colocando sus fotografías reveladas sobre mesas de cocina de estilo rústico en Francia o en España—, Belfast es un lugar muy seguro. Es un sitio lleno de esperanza y de amor. De muchísimo amor, como San Francisco en los sesenta». Los de la Consejería de Turismo estaban convencidos de que surtiría efecto. Solo necesitaban un poco de ayuda de los jóvenes, pues la mayoría eran señores de mediana edad con trajes y camisas de rayas, demasiado mayores para besarse con nadie en público.
Inmediatamente supe que aquello estaba hecho para mí. Rodeé el artículo entero con un gran círculo rojo. La idea me aterrorizaba. Yo estaba bien como estaba. Lancé una mirada al bote de pastillas vacío que descansaba en el aparador con el resto de residuos para reciclar. No estaba bien como estaba. Tenía que producirse un cambio sustancial y tenía que producirse casi de inmediato. Pero tampoco había por qué contemplar algo tan drástico. Había cien mil cosas más seguras que podía probar antes: visitar una agencia de contactos, apuntarme a un club de senderismo, ir a la iglesia, salir a tomar algo. Nunca había contemplado ninguna de esas actividades en serio y sabía que tampoco iba a hacerlo en el futuro. Aquella mañana era posible tomar una medida desesperada. Se me había presentado una oportunidad excepcional. Si no la aprovechaba, no tendría otras iguales en el futuro. Diez años más tarde seguiría en aquella silenciosa casa, durmiendo.
La decisión estaba tomada.
En el artículo venían los datos de contacto. Apunté el número de teléfono en un pósit. Debajo anoté la dirección de correo electrónico. Sería más fácil enviar un correo. Así no tendría que hablar. Al principio pensé que no sería capaz de contactar con la Consejería de Turismo; más tarde, cuando ya había presentado mi solicitud, estaba convencido de que no iba a asistir a la reunión informativa, e incluso una vez allí, en una sala con decenas de veinteañeros y treintañeros sentados en sillas apilables, era incapaz de imaginarme a mí mismo en el invernadero del Jardín Botánico, abrazando a Stephanie bajo los plataneros.
Cuando quise darme cuenta estaba allí, con sus labios en mis labios y sus ojos fijos en los míos. Miré hacia arriba y vi las grandes hojas verdes, como paraguas, encima de nosotros. Esto es fácil, pensé. ¿Cómo es que nunca he estado en esta situación hasta ahora? Stephanie tenía un sabor ligeramente salado que me recorría la boca. Sentía calor por todo el cuerpo y me estaba derritiendo. No recordaba cómo había acabado allí, rodeado de turistas haciendo fotos y del hedor menstrual del caluroso invernadero, todo sudado bajo mi jersey.
Empecé a imaginarme pasando las navidades y los festivos con otro ser humano, no necesariamente Stephanie sino alguien parecido, aunque Stephanie también valdría. Aquello ya no era una fantasía absurda. Ese pensamiento me hizo coger confianza y le metí la lengua en la boca, a pesar de que no me había dado permiso para hacerlo. Le cogí la mano antes de que me la cogiera ella y noté con alivio que entrelazaba sus dedos con los míos. Cuando, según el programa establecido, nos tocaba mantener breves conversaciones mientras seguíamos comportándonos como dos tortolitos, nos apoyábamos en la pared y charlábamos. Descubrí que hablar con una chica no era tan difícil. Stephanie me hacía preguntas y yo las contestaba. Al contestarlas, se me ocurrían preguntas que quería hacerle yo y se las hacía.
El fin de semana se pasó como un esprint cuesta abajo y de repente era domingo por la tarde. Me cogió por sorpresa. Me dolía la mandíbula de besarla, pero por lo demás quería seguir haciendo lo mismo toda la semana. A las cinco en punto llegó al invernadero un señor de la Consejería de Turismo. Nos hizo una foto oficial para la campaña de promoción y nos dio trescientas libras a cada uno en unos sobres blancos.
—Bueno, pues vosotros ya estáis —dijo—. Gracias por ayudarnos.
—¿Y el fin de semana que viene? —pregunté.
Pero «Belfast, ciudad del amor» era un proyecto piloto. Solo había financiación para una sesión y quedaría suspendido hasta que se consiguieran más