Los incendiarios. Jan Carson
No se movían en la clase de círculos en los que los bebés podían darse en adopción. Sus amigos y conocidos los considerarían horriblemente vulgares por haberse hecho con un niño sin tener especial interés en tener uno. Esa era la clase de cosa que hacía la gente de los barrios de viviendas sociales. Si la gente se enteraba, dejarían de invitarlos a sus cenas. Serían objeto de miradas y cuchicheos en los restaurantes de los mejores hoteles de Belfast. Mis padres no se veían convirtiéndose en unos parias, así que se quedaron con el bebé y lo llamaron Jonathan.
Su imaginación, más o menos como su entusiasmo, era una criatura de pocos recursos. No les llegó para pensar un segundo nombre. Entonces me bautizaron y ya no hubo escapatoria. Sin un segundo nombre, no hay forma de diferenciarme de los otros miles de Jonathan Murrays que viven en el mundo occidental, sin duda hombres hechos y derechos con puestos de ingeniero, esposas y coches familiares que venden cada tres años para comprarse uno mejor. No merece la pena buscar mi propio nombre en Google para divertirme. Hay al menos otros diez Jonathan Murrays solamente en Belfast, un centenar si amplío la búsqueda al resto de Irlanda.
El nombre me sirvió de excusa para convertirme en un niño anodino. Mis padres no hicieron nada para convencerme de lo contrario. No se comportaban con la clase de crueldad que se ejerce a palos, ni siquiera mediante palabras. Nunca me faltó comida en el plato y me compraban todas las maquinitas que hicieran falta, ya que mi madre abordaba la crianza como si fuera un deporte competitivo. No podía soportar que pareciera que la gente de su entorno le sacaba ventaja. Mis padres tampoco mostraban ningún interés especial en mí. No era raro que pagaran a la canguro para que asistiera a los conciertos de mi colegio con una cámara de vídeo. Luego no veían los vídeos, pero los tenían en una balda del estudio por si alguna vez hacían falta pruebas que demostraran su interés. En más de una ocasión se olvidaron de mi cumpleaños y me hicieron regalos días antes o después de la fecha. Jamás me tocaban, ni con buenas ni con malas intenciones. En cuanto cumplí dieciséis años emigraron a Nueva Zelanda, supuestamente por trabajo.
Yo no me fui a Nueva Zelanda con mis padres. Estaba acabando la secundaria. Después vendrían dos años de bachillerato y a continuación iría a Queen’s a estudiar medicina. Mi padre me lo había explicado por lo menos doscientas veces desde el día que había cumplido doce años. Se había dejado todo por escrito para el abogado y, al igual que mi nombre, era inamovible. Había dinero para un internado privado, para la universidad y para un coche, si es que quería uno cuando tuviera edad de conducir. Lo único que tenía que hacer era dejar que mis padres me abandonaran. Habían tenido que esperar dieciséis años para poder hacerlo sin que sus amigos pensaran que eran unas personas horribles.
«Sería cruel llevarte a vivir a Nueva Zelanda, Jonathan», explicó mi madre. (Había organizado una cena con los vecinos para que pudieran oírla decir esto como si fuera una madre razonable). «Todos tus amiguitos están aquí en Belfast —continuó—. No queremos separarte de ellos». Ni aunque me hubieran obligado habría podido nombrar a una sola persona a la que considerara un amigo. Quizá el chico que se sentaba a mi lado en clase de ciencias y que una vez me había prestado un boli. Ni siquiera estaba seguro de cómo se llamaba. Timothy o Nicholas, me parecía. Algún nombre repipi. Pero veía los anzuelos que me estaba lanzando mi madre con la mirada. Estaba desesperada, igual que mi padre, que juntaba y separaba las manos nerviosamente bajo el mantel. Estaría bien librarme de los dos. Su desinterés era un peso que arrastraba constantemente, como una pierna coja. Así que dije: «Claro, madre. Es mejor que me quede aquí». Me daba un poco igual una cosa que otra.
A partir de entonces, estuve mayormente solo. La duración de ese periodo fue de unos catorce años.
No sería justo decir que en todo ese tiempo no intenté hacer amigos. Durante una temporada, cuando estaba en la universidad, formé parte de un grupo de estudiantes de medicina. El nombre colectivo para denominar a ese conjunto de personas es clase; en su defecto, letargo. Ninguno de los dos nombres encajaba bien con aquel grupo, pues eran el tipo de gente triunfadora y entusiasta que no necesitaba un aula para extraer lecciones de la vida. Sobre el papel no eran gente compatible, y desde luego no parecían la clase de amigos a los que harías fotos y con los que después mantendrías el contacto. Eran conscientes de que, si tenían una relación, era tanto por las circunstancias como por elección. Sabían que era mejor no hablar de la extraña estampa que ofrecían cuando estaban en grupo alrededor de una mesa. Ni de los largos silencios. La suya era una dependencia frágil que podía desintegrarse fácilmente.
Yo nunca tuve del todo claro si aquello era amistad. Pero era mejor que el inmenso vacío de los años anteriores. A menudo estaba en el mismo lugar que aquellas personas a la misma hora: cantinas de hospitales, aulas, bares de estudiantes, cines… Hablábamos con y de los demás y a veces organizábamos alguna actividad, como ir a jugar a los bolos. Una Navidad hicimos el amigo invisible y me hicieron el mismo regalo que hice yo, unos calcetines con estampados cantosos envueltos en papel de regalo. Fue un alivio abrir mi paquete y comprobar que no me había equivocado regalando calcetines. Por mi cumpleaños me compraron una tarta y todo el mundo cantó «Cumpleaños feliz te deseamos, Jonathan», incómodamente, en un restaurante. Estuvo bien, pero jamás, ni por un momento, tuve la sensación de que ninguna de aquellas personas me deseara verdadera felicidad. En el grupo éramos siete, tres chicas y cuatro chicos. Sabía que lo único que me unía a los otros seis eran mi bata blanca y mi fonendo.
Durante aquel periodo, de vez en cuando me recostaba en mi asiento para distanciarme de la conversación que estaba teniendo lugar en torno a la mesa y miraba aquellas caras conocidas. «¿Esta gente son mis amigos?», me preguntaba. No me caían muy allá ni me lo pasaba especialmente bien con ellos, pero quizá la amistad era algo más que encontrarse a gusto. Sí, concluí finalmente, una vez analizadas las pruebas (calcetines navideños, tarta de cumpleaños y la noche que, estando muy borracha, Nuala me había besado delante de un Clio aparcado), efectivamente eran mis amigos. De modo que eso era lo que se sentía al tener un amigo y ser un amigo. Desde luego, era una sensación decepcionante.
La idea de la amistad que me había hecho de pequeño había sido mi ruina. La culpa fue de la televisión, lo que quiere decir que en realidad la culpa fue de mis padres. Me criaron aislado, con una tele en cada habitación. No me fiaba de la amistad salvo que fuera perfecta y estuviera acompañada de canciones, y además de canciones (o incluso bailes) de las de la tele, como las que salían en las películas. Siempre que me imaginaba teniendo amigos, lo que anhelaba era una amistad rubia y radiante, como ese deseo puro de estar en una piscina que siempre me despertaba el olor a cloro. Aquello era un sentimiento imposible de definir que venía de América, hecho de dentaduras blancas, risas y gente atractiva abrazándose, como niños más que como amantes. Aquello no casaba con Belfast Este, donde la lluvia le robaba la luz a todo lo que tocaba. No tenía en cuenta cómo eran en realidad los brazos y las sonrisas apagadas de la gente que me había ofrecido una casa en la que celebrar la Navidad o una tarde de estudio en la biblioteca. Aquella gente no era lo bastante atractiva. No era nada atractiva.
Comparaba a mis amigos con los de la televisión y sabía que no les llegaban ni a la suela del zapato. Había confiado en que algún día tendría amigos y amantes increíbles. Llegué al último año de universidad sin haber conseguido ninguna de las dos cosas. Aun así, no estaba todo perdido. Se podían intentar algunas cosas. Podíamos esforzarnos más en eso de ser jóvenes. Podíamos lucir mejores cortes de pelo, acostarnos con gente, bañarnos en sitios donde normalmente no estuviera permitido bañarse. Podíamos hablar más alto. Quizá eso bastaría para redimirnos. Sin embargo, no sabía cómo decirles esto con delicadeza, así que no dije nada y me fui retrayendo en silencio. Perdí el contacto con todos ellos en cuanto acabé la carrera.
Cuando me fui acercando a los treinta, de vez en cuando me ponía a pensar en mi adolescencia y en los primeros años de mi veintena y se me llenaban los ojos de lágrimas con esa clase de decepción que es como estar triste por otra persona aunque en realidad esa persona es uno mismo. Yo no había ido a fiestas de disfraces, no me había desmadrado en viajes en coche con amigos y no había tenido romances de verano. Ya nunca iba a volver a ser joven ni a tener la oportunidad de hacer locuras. No tenía a nadie con quien compartir aquella tristeza. Jamás había estado enamorado. No podía imaginarme a mí mismo estando lo bastante relajado. Echaba