Tóxicos invisibles. Ximo Guillem-Llobat

Tóxicos invisibles - Ximo Guillem-Llobat


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reguladores a este sector, lo que permitió sumarlo al acuerdo. Sobre esta base se redactaron las más de quince normativas promulgadas entre 1887 y 1888.

      La nueva regulación consiguió apaciguar el ánimo de los sectores en conflicto y ofrecer a la opinión pública una apariencia de respuesta gubernamental ante el clima de crisis sanitaria creado por las crónicas alarmistas ampliamente difundidas a través de la prensa cotidiana. Pero apenas consiguió atajar el problema, principalmente porque encomendaba a los analistas químicos unas funciones para las que no estaban preparados ni técnica y ni materialmente. Sus métodos analíticos, eminentemente cualitativos, les permitían determinar la presencia de sustancias adulterantes en los alimentos y bebidas, pero difícilmente podían determinar la concentración, cuestión que en el caso de los alcoholes era determinante, puesto que no se trataba solo de determinar si había o no alcoholes diferentes al etílico, sino si las proporciones era aceptables. Por otra parte, la amplia red de laboratorios de análisis químico que las diferentes normas promulgadas preveían crear en aduanas, municipios y regiones productoras de vino fue escasa en número y pobre en dotación humana y material. Un ejemplo paradigmático de este hecho se encuentra en la ciudad de Alicante, capital de una de las principales regiones productoras y puerto exportador de vinos e importador de alcoholes. La prensa alicantina celebró que las aduanas de Barcelona y Valencia hubieran sido capaces de detectar nuevas remesas de alcohol impuro procedentes de Alemania, gracias a los nuevos ensayos químicos aprobados por el gobierno, y se congratuló del nombramiento del médico y farmacéutico José Gadea Pro (1862-1928) como inspector de géneros medicinales de la aduana de Alicante. Sin embargo, al igual que sucedía en otros enclaves aduaneros, los cargos de «inspectores farmacéuticos» de aduanas trabajaban a tiempo parcial y los análisis eran realizados en los laboratorios de sus farmacias particulares, siendo imposible hacer frente a los numerosos análisis que implicaba el trasiego de mercancías en puertos y aduanas y al rigor técnico que muchos de ellos requerían (Suay-Matallana, Guillem-Llobat, 2018). La normativa también instó a gobernadores provinciales y autoridades locales a ocuparse de inspeccionar los alcoholes industriales, aunque hubieran sido previamente analizados en las aduanas (Real Orden, 1888: 73).

      El Consistorio de Alicante creó su laboratorio municipal en julio de 1887 y lo puso en manos del prestigioso farmacéutico y profesor de química José Soler. A pesar de ello, la actividad real del laboratorio fue muy limitada, debido a las escasa financiación, dotación material y recursos humanos disponibles (Guillem-Llobat, Perdiguero, 2014: 124-126). En los diez primeros años de funcionamiento apenas alcanzó a realizar una media de entre tres y cuatro análisis por semana, la mayoría de ellos sobre productos diferentes al vino, como chocolate, azúcar, especias o aceites (García Belmar, 2012: 82-85). Por último, las estaciones enológicas fueron otros espacios creados para controlar la calidad del vino. La gran producción vinícola de la provincia de Alicante, junto con la influencia del productor alicantino Maisonnave fueron determinantes para que esta ciudad fuera una de las cinco en las que se proyectó la creación de una estación enológica. La normativa indicaba que eran los municipios quienes tenían que asumir la mayor parte de los gastos de construcción e instalación, lo que llevó a que, a pesar de algunos intentos de las autoridades locales y provinciales y al nombramiento de un director, la estación alicantina nunca entrara en funcionamiento y fuera definitivamente suprimida en 1899.

      Conclusiones

      La «cuestión de los alcoholes» discutida en la década de 1880 ofrece una interesante oportunidad para explorar los mecanismos a través de los cuales se construye un régimen de riesgo alrededor de la toxicidad de una sustancia y cómo la salvaguarda de la salud pública puede convertirse en una estrategia al servicio de intereses económicos y políticos. El debate movilizó a personas, intereses, argumentos, datos, espacios y canales de comunicación muy diferentes, que interaccionaron desde posiciones distintas y, a menudo, desiguales.

      Los diferentes protagonistas se esforzaron por sustentar todos sus argumentos en datos experimentales, analíticos o estadísticos, cuya validez fue respaldada por el prestigio de los expertos, la autoridad de las instituciones académicas dónde se hicieron públicos o el reconocimiento de las tradiciones científicas a las que pertenecían. Pero esos mismos datos fueron leídos de forma muy diferente en función de intereses muy distintos y, a menudo, confrontados. Poner en duda públicamente los datos del oponente fue una estrategia discursiva de enorme eficacia. Donde unos vieron pruebas concluyentes, otros encontraron encomiables tentativas de comprensión de un problema complejo, cuya resolución definitiva estaba todavía lejos de alcanzarse. Por el contrario, fue de uso común la extrapolación al caso español de observaciones sobre el incremento del alcoholismo en otros países y la presentación como datos epidemiológicos irrefutables de lo que no eran más que apreciaciones subjetivas. El recurso al prestigio de los autores citados, fundamentalmente extranjeros, fue ampliamente utilizado para afianzar la fiabilidad de sus opiniones, aunque estas tuvieran que ver con asuntos ajenos a su especialidad académica o profesional, algo muy habitual en este asunto en el que, como recordaba Gimeno, todos eran, por fuerza, «vulgo». A las lecturas sesgadas de los datos hay que añadir un sesgo introducido por las propias investigaciones que los generaron. El interés químico y toxicológico por los nuevos alcoholes, acrecentado por su presencia en los destilados obtenidos de productos diferentes a la vid, que las nuevas tecnologías habían hecho posible, ayudó a concentrar sobre ellos la atención de químicos, médicos, farmacéuticos y agrónomos. Esta sobreproducción de investigaciones sobre los nuevos alcoholes no vínicos eclipsó los trabajos sobre los alcoholes etílicos, a pesar de seguir siendo estos los más consumidos, con una abrumadora diferencia. Cuanto más se sabía sobre la supuesta toxicidad de los alcoholes industriales de la patata o los cereales más inocuos parecían el vino y sus destilados.

      Es evidente que estas lecturas fueron interesadas, pero es importante observar que lo fueron en todos los casos, por razones diferentes y no necesariamente convergentes. Los responsables de los laboratorios municipales eran conscientes del reto técnico al que los alcoholes industriales les enfrentaban. Sus métodos de análisis cualitativos apenas eran capaces de determinar con precisión la presencia en una bebida de alcoholes con comportamientos químicos muy similares y, mucho menos, de ofrecer datos cuantitativos de la proporción en la que se encontraban. Desde este punto de vista, la prohibición drástica de los alcoholes industriales por «impuros» era más fácil de gestionar que una normativa basada en una noción cuantitativa de «pureza» que implicaba determinar con precisión los grados de concentración de un determinado alcohol. Si a esta dificultad técnica se unía una indefinición sobre la toxicidad real de cada alcohol y las proporciones admisibles en una bebida, su trabajo se complicaba enormemente. Su credibilidad y prestigio también estaban en riesgo, pues eran responsables de laboratorios municipales dependientes de consistorios en cuyos plenos y órganos directivos se sentaban los productores, bodegueros y comerciantes cuyos productos debían de ser objeto de inspección. El mismo problema tenían los inspectores aduaneros, que compaginaban esta actividad con la de farmacéuticos locales, para quienes no resultaba sencillo posicionarse en un conflicto en el que sus conocimientos eran vistos, a la vez, como causa y como solución del problema.

      Los datos se prestaban también a una evidente lectura política. El vino y los licores constituían un componente esencial de la dieta de amplios sectores de una población empobrecida y desnutrida. Convertir el alcoholismo en un problema de adulteración de las bebidas con productos industriales extranjeros y considerar que el papel de los gobiernos era el legislar y poner los medios técnicos para perseguir esta forma de fraude, permitía eludir el debate sobre las graves injusticias sociales que el alcoholismo ponía de manifiesto, además de proteger el consumo de un producto extremadamente rentable. No era la única lectura posible. La controversia sobre los alcoholes industriales caía en medio de un profundo debate político sobre la intervención de los estados en la regulación de los mercados. Y, también, en la pugna sobre los límites competenciales entre los estados y los municipios, muy importante en esas décadas finiseculares.

      La crisis de los alcoholes ha desvelado otros debates más profundos y de larga duración. La discusión sobre el alcohol y los alcoholes era también una discusión sobre los límites entre lo natural y lo artificial, entre lo puro y lo impuro y entre lo venenoso y lo inocuo. ¿Era el alcohol industrial tóxico por ser artificial


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