Días bisiestos. Ainhoa González de Alaiza
De ella salió otra primitiva, cada cuatro semanas, otra más que siempre les daba para pagar las cañas, los tés y hasta alguna cena.
29 aromas
Ya es la cuarta vez que me intentan vender una picadora, una faja de esas que te convierten en morcilla de Burgos, y un aparato de gimnasia que la inquisición usaba para sus interrogatorios. Han salido dos cocineros, dos amas de casa, y gente encantada de que los torturen. La cuestión es que no tengo ganas de levantarme del sofá y menos de quitar la tele.
Del trabajo me han mandado a casa, me han dicho que no vuelva hasta que haya pasado al menos una semana. Así que aquí estoy una madrugada de miércoles, comiéndome la teletienda y acordándome de todos los muertos de mi vecina.
El problema está al otro lado del rellano, y me importa un bledo lo que digan, que ha sido un simple accidente. Estos inventores y publicistas desnaturalizados no han ideado nada que pueda solucionar mi angustia.
El no dormir es solo la consecuencia de un problema mayor que hace de mí una apestada, nunca mejor dicho. Huelo y lo sé, aunque quienes me rodean intenten disimular, observo sus caras entre pena y asco.
El terrible día, salí temprano con la idea de tomarme un café con Claudia y que me contara sus vacaciones. Yo llevaba preparada la última bomba de la oficina.
En una mano el bolso, en la otra un proyecto que teníamos que presentar aquella tarde, y las llaves en la boca. Nada más salir con el pie izquierdo doy con una mierda de perro: de ahí todo ha sido ir hacia delante y ahorrarme la mascarilla de yogur.
Entonces salía mi vecina a recoger los excrementos de su mascota, que tenía yo por tatuajes faciales. No veáis lo que cunden. La muy patética me ha cerrado la puerta y se ha descojonado para salir después y disculparse, seguida por el perro que quería lamerme.
No he tenido tiempo de escuchar sus disculpas y la he mandado nunca mejor dicho a la mierda, podía haberle prestado una poca de la que llevaba para que hiciera el viaje. Me he cambiado de ropa y me he limpiado como he podido. He llegado tarde, y desde ahí el día ha sido horrible. En el descanso se lo he contado a Claudia y como sabe guardar un secreto, a la hora de comer lo sabían todos. He pasado a ser la apestada de la oficina.
Los primeros días los chistes eran hasta aceptables, taparse las narices, cuchicheos, pero ya al tercero no tenía gracia. La gente me miraba raro y mi jefe me apartó de varios proyectos que teníamos que presentar. Para colmo a partir de entonces por la noche desde mi cama me parece escuchar al perro rascar mi puerta para entrar y llenar mi vida de más regalos.
Yo no me huelo pero ese olor me acompaña desde el mismo momento que perdí mi dignidad, lo he intentado todo: hasta me he bañado en una mezcla de lejía, me he pasado la piedra pómez, hasta el estropajo, pero nada.
Ya ni me miro al espejo. La última vez que lo hice parecía un cangrejo al vapor, lo único que me entretiene un poco es pensar en mil y una maneras de deshacerme de la vecina y del perro. La muy pánfila me ha dejado más de veinte notas en la puerta y llamado otras tantas, se siente culpable. El problema es que los demás del vecindario están con ella.
Ayer hizo un año de mi accidente oloroso, curiosamente es lo que me salvó. Claudia pasó a visitarme al ver que no respondía a sus llamadas y que ningún vecino sabía decirle nada sobre mi paradero.
Me encontraron en la bañera sosteniendo una piedra pómez en una mano y en la otra un bote de lejía, ladrando como un perro. Cuando salí del hospital vendí la casa y me mudé al campo. Mucho aire fresco y tranquilidad hicieron que el olor desapareciera. Recordando lo ocurrido creo que la caca del rellano no era la única que había en mi vida.
29 conjuros
“…Y ved bien de tenerlos compuestos, sabiamente en círculo, las luces prendidas,
en el instante sin hora del día que no es un día
antes de iniciar el trabajo: que es labor que no puede ser deshecha, ni mudado el camino, ni anulado el pago
una vez se haya abierto el libro”.
Manolo el de la tasca los vio entrar a eso de las diez y media del viernes. Hoy remato, pensó. Entre saludos en voz alta felicitó el cumpleaños a Laura, les despejó una mesa y llegó junto a la reunión con una sonrisa como un rompehielos. No era mala gente la del bloque, su clientela más diaria y más fiel. El barrio había cambiado desde que él servía banderillas encaramado a un cajón tras la barra, medio siglo antes. Todas las cosas cambian. La cocinera había hecho una tarta a la antigua, galletas bien borrachas, café, crema de whisky, nata montada. De su bolsillo, era amiga personal de Laura. Aquellas tartas baratas y muy resultonas con las que quedas como Dios, las que piden a gritos una copa más para acompañarlas. Claro que esa espuela había que regalarla a cuenta de la casa, pero aun así le salían los números a Manolo. Quien bien regala, bien vende.
El zumbido del despertador resonó en el silencio del ático, sobresaltándolo. Volvió a mirar la página detenida en la pantalla del ordenador. Había estado fantaseando, no trazando planes sensatos. Ineludible bajar a donde Manolo por el cumpleaños de su vecina, molestos deberes sociales. Laura, eterna protagonista hiperactiva de su vida y de la de medio barrio, lo ponía nervioso. No tenía nada que ver que le hubiera tirado los tejos algunos años antes, ni que con humor malévolo lo apodara monje. Simplemente su charla veloz y su tendencia al cotilleo le aburrían. También estaría Lali, la cocinera. Amiga inseparable de Laura. Y la del segundo derecha para completar el trío. Tal vez algunos amigos más: sin la menor duda Juan y Alberto, la pareja del primero, contemporizando. Posiblemente Pablo, el del interior. El propio Manolo, claro. Entre tanta gente no iba a notarse una presentación, Laura se encargaría de eso: estando ella nadie más importaba, mucho menos en su noche de cumpleaños número cuarenta. Para ser honestos, número cuarenta, ya tres años repetido. Una presentación rápida sin tiempo para hacer preguntas, al menos esa noche. Era su plan, le parecía bueno. Se dirigía hacia la ducha cuando pensó si acudiría o no Alonso, el del semisótano. No encajaba bien en ningún sitio, pero solía esforzarse por ser amable con el resto de vecinos. Si es que se acordaba, por supuesto. Un vigilante de museo tiene demasiado tiempo para leer, solía comentar Laura con tono falsamente apenado: tanto que al final es incapaz de reconocer cualquier cosa que no venga impresa. Tenía la sospecha de que también había intentado coleccionar la cabellera de Alonso, con pobres resultados. Laura ignoraba por completo el significado de una negación. Cinco hombres en el bloque, dos de ellos la pareja gay, y ningún éxito. En el fondo, llevaba años cabreada con los cinco.
La reunión se había animado, tanto que casi parecían veinteañeros bien avenidos tras una tarde de cervezas por el barrio. Habían cobrado, Isa la del segundo tenía a su sobrina mayor de canguro (una universitaria muy responsable, también a la hora de pasarle factura por sus servicios); Juan y Alberto rebosaban chistes buenos, Pablo acababa de llegar desplegando su encanto de comercial, incluso con un regalo primorosamente envuelto para Laura. Las risas subían de tono, los comentarios en voz queda no llegaban a ser mordaces, se lo estaban pasando bien.
Arturo salió a la calle y pudo verla bajando de un taxi. Era muy puntual. Lo saludó con un gesto y una sonrisa mientras se aproximaba. Cercanía y distancia, una buena manera de describir su relación.
Año y medio antes la había visto de espaldas en el metro, a esa hora en que los pasillos se vuelven peligrosos y las estaciones vacías hacen eco con tus propios pasos. Tan inmóvil que se acercó a ella desde un lado, para que lo viera. Pisaba la línea amarilla, la punta de sus pies ya en el vacío. La una de la madrugada, se oía acercarse el tren. Con la voz más amigable y serena que encontró le dijo que en su opinión estaba demasiado cerca del borde. Ella giró la cara para mirarlo. Y retrocedió.
Hicieron juntos parte del trayecto sin mediar palabra. Cuando ella se bajó, ni dudó en hacerlo a su vez. Más pasillos vacíos, una situación absurda. Decidió presentarse y ser franco: estaba muy lejos de su propia casa, no era su estación, iban a cerrar y le costaría coger un taxi. No pretendía