Días bisiestos. Ainhoa González de Alaiza
llevo una linterna en el bolso, —Cecilia se la tendió.
—Gracias.
—De gracias, nada. Enciende y veamos lo que haya que ver.
Hablaba en serio. Tranquila, con los grandes ojos clavados en los suyos. Él asintió.
—Vamos.
No fueron muy lejos. El apartamento casi había desaparecido. Quedaban restos de pintura roja y negra en lo que había sido suelo de parqué. Símbolos. Letras, números. Un boquete circular con la forma y el color de una vieja manga de café, un embudo que olía a lo que era, tierra. Como si un tornado lo hubiera absorbido todo: muebles, cuadros, trozos de pared, y al inquilino mismo. Hasta la lámpara de techo había desaparecido, y los cables colgaban peligrosamente desnudos. La explosión, si se podía llamar así, había destruido los tabiques. Tampoco estaba la cama, ni el armario, ni mueble alguno. Todos los sanitarios habían volado del cuarto de baño, y la cocina era otro vacío de baldosines destrozados. La tierra se lo había tragado todo. Arturo la miró.
—¿Qué opinas?
—Que se lo ha llevado el diablo.
—A los bomberos no les gustará esa hipótesis, Cecilia.
—No estás asustado. En cierta manera, no te extraña. Eso tampoco le va a gustar a la policía.
—Le presté un libro que iba a vender y que también ha desaparecido. Muy mal negocio para mí.
—¿Alonso ha muerto?
—No lo creo. Ha buscado una salida, eso es todo: algo demasiado espectacular, pero hoy en día se carece de imaginación. Parezcamos un poco histéricos, Cecilia, ya se oyen las sirenas. Tendremos que responder preguntas.
29 oportunidades
Sentado en un banco miraba el móvil donde había recibido el temido mensaje. “Estás despedido”. Lo esperaba, la empresa hacía aguas desde medio año atrás. Habían ido desapareciendo todos sus compañeros. Nadie sabía nada, simplemente la gente iba dejando de venir. Más de una docena de veces pensó en despedirse, hasta escribió varias cartas de renuncia que no entregó.
Aquella mañana salió decidido a dejarlo, tan solo quedaban en la oficina la secretaria de dirección, el contable y él. El jefe hacía semanas que no aparecía y todas las órdenes se las daba a ella por teléfono. Se había autoproclamado jefa del naufragio, hasta para ir al baño tenían que pedirle permiso.
El contable era un hombre tranquilo, no le gustaba meterse en problemas. Llegaba a su hora y trabajaba en el ordenador, cuando estaban solos sacaba papel y lápiz, se ponía a hacer números y entonces se le iluminaba el rostro: era el hombre más feliz del mundo.
“La tipa” se dedicaba a no quitarles ojo y en sus descansos se metía en el despacho del director a disfrutar de las comodidades, como si de un spa se tratara.
Bruno se sentaba, encendía el ordenador y se dedicaba a miles de cosas que nada tenían que ver con su trabajo. Al principio era el informático, luego fue también diseñador gráfico. Ahora calentaba el asiento.
“La marisabidilla” y “el números”, ahora formaban parte del pasado y pensaba que no lo echarían mucho de menos. Ella era hija de una amiga de la mujer del jefe, y el contable un primo. Dos enchufados, lo que no entendía era como él había durado tanto.
Llevaba un rato inmerso en sus divagaciones cuando una voz suave y firme le preguntó:
—¿Puedo sentarme?
Él asintió sin mirar.
No tenía ganas de pensar más en el asunto. Miró de soslayo a la mujer que estaba a su lado. Parecía leer uno de esos trípticos que llevan los turistas y que con fría palabrería reducen la ciudad a varias docenas de líneas.
—¿Está de viaje? —le preguntó mientras ella miraba detenidamente el folleto.
—No, llevo más de medio siglo viviendo aquí —le contestó sin dejar de mirar el impreso.
Un silencio incómodo para él se introdujo entre ambos. Pensó en continuar la conversación, pero también en marcharse.
—No me gustan las fotos que han elegido para el folleto. Conozco profesionales que lo harían mucho mejor, —se dijo mientras lo guardaba en su bolso—. El texto tampoco vale gran cosa, empezaré por las fotos y después...—se quedó un momento pensativa—. Para los que nos juntamos en los plenos me dará tiempo a exponer las dos quejas —sacó una agenda y apuntó algo en ella—. ¿Y a ti que te pasa? ¿Te han echado del trabajo, te ha dejado tu novia? ¿O ambas? —le espetó sin que él se lo esperara.
—Una de las dos, pero no le voy a decir cual, es demasiada información para una primera vez— le guiñó un ojo.
Ella se río con ganas durante un rato contagiando al joven, la mañana había comenzado algo sombría, pero parecía que se animaba por momentos.
—Déjame que use mis poderes, —cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás con un gesto casi teatral—.Te has quedado sin trabajo, estamos a fin de mes y no tienes muy claro que vayas a cobrar.
El asintió divertido, recordó el móvil y el mensaje fatídico aunque cada vez le parecía más liberador.
—Te voy a proponer algo —le dijo poniéndose seria—. Hoy es 28 de febrero, mañana 29: el día que no es, una fecha muy importante para mí. Te contrato. Al final de la jornada si estas contento te quedas, si no te vas y tan amigos.
—Acepto —dijo sin pensárselo dos veces—. Espero no tener que cuidar de un dragón ni buscar el Santo Grial.
—Chaval, tú has visto muchas películas.
—Tú pareces haber salido de una de ellas.
—¿Lo dudas? —le dijo mirándole a los ojos—.Tu primera tarea será cuidar de este objeto esta noche, quiero que me lo devueltas intacto mañana, —sacó un espejo de su bolso y se lo tendió.
Se despidieron hasta el día siguiente, le pareció un trabajo fácil. Había paseado perros, gatos, hasta hurones, pero era la primera vez que cuidaba de un espejo. Lo metió en su bolsa y se olvidó de él. Llegó a casa, lo dejó en lugar seguro, y el resto de la jornada se dedicó a relajarse. Se acostó temprano con la seguridad de que dormiría del tirón. Curiosamente el espejo se metió en sus sueños, inconscientemente había algo que le preocupaba de aquel trabajo.
Se levantó varias veces a asegurarse de que el espejo seguía intacto.
—Bello durmiente, si te levantas desayunamos juntos —lo despertó su compañera de piso.
Saltó de la cama con la impresión de haber estado de guardia toda la noche, se duchó y mientras preparaban el desayuno, vio algo en las noticias que llamó su atención. El edificio donde había trabajado hasta ayer mismo estaba ardiendo. Bomberos, policía, personas en ropa de dormir, curiosos, periodistas, al parecer la columna de humo se veía a varios kilómetros.
Si la tierra se había tragado a su exjefe cuando lo escupiera tendría que dar unas cuantas explicaciones. Llegó a la hora en punto, allí estaba la anciana sentada en el mismo banco que el día anterior.
—¿Traes el espejo? —le preguntó.
—Sí —contestó mientras lo sacaba en trozos oscuros, como si por él hubiera pasado un tsunami—. Cuando lo metí esta mañana estaba intacto —intentó disculparse.
—Vamos, el tiempo es oro.
Bruno seguía a su jefa con dificultad: la señora estaba en buena forma aunque su apariencia fuera la de una venerable abuela.
—¿No podemos parar un momento? —le pidió el muchacho, casi sin respiración.
Ella negó y continuó hasta que llegaron al lugar del incendio. Ya no quedaba