La voluntad de morir. Gracia María Imberton Deneke
hogares por veredas muy difíciles de transitar durante la época de lluvias.
Ambas localidades han estado asentadas en este territorio al menos desde finales del siglo xix, y mantienen relaciones estrechas desde entonces. Son frecuentes los matrimonios entre pobladores de una y otra, por lo que comparten vínculos de parentesco. Hay igualmente intercambios comerciales, de trabajo y rituales; la escuela secundaria de Cantioc atrae a los jóvenes de Río Grande y otras poblaciones vecinas. También existen —por supuesto— tensiones y rivalidades, relacionadas en su mayor parte con disputas por la tierra, recursos naturales (agua) y servicios públicos, además de las producidas por adscripciones políticas y religiosas. La preocupación sobre el suicidio es compartida, y se reconoce localmente que la situación en Cantioc es apremiante porque presenta más casos que en Río Grande.
I. La región de Tila: contexto histórico-social
La reconstrucción del contexto histórico-social a lo largo del siglo xx de la región de Tila y de las localidades de estudio, Río Grande y Cantioc, es necesaria para el acercamiento analítico al suicidio que propongo en este trabajo. Dicha revisión responde al hecho de que varias interpretaciones teóricas han relacionado ese fenómeno con los cambios sociales, sobre todo con aquellos introducidos por la “modernidad”.
Cambios sociales y suicidio, ¿una relación causal?
Emile Durkheim estableció la correspondencia entre cambios sociales y la muerte autoinfligida en su influyente obra El suicidio de 1897. Previamente otros autores habían señalado esta conexión, aunque fue Durkheim quien sistematizó los hallazgos anteriores y los propios en un planteamiento más ambicioso y consistente, que buscaba establecer la validez del método sociológico para el análisis de este fenómeno.[1]
Durante el siglo xix, las explicaciones causales sobre la muerte autoinfligida apuntaron en diferentes direcciones: algunos analistas la atribuyeron a enfermedades mentales, otros a aspectos raciales o climatológicos. Durkheim y varios estudiosos más circunscribieron el análisis a las causas sociales. La asociación entre suicidio y “civilización” se plasmó en muchas investigaciones estadísticas con un acercamiento moral (social), cuyas interrogantes surgían de las constantes que se encontraban en las tasas nacionales de este tipo de muerte. Según estos autores, los datos mostraban tendencias regulares dentro de cada país, con escasa variación en el tiempo. Esto validaba la idea de que las causas de suicidio debían radicar en otros motivos más allá de los individuales (Giddens, 1983).
Entre aquellos que, como Durkheim, se enfocaron en el análisis social, la mayoría coincidió en señalar que las tasas eran más altas en las localidades urbanas que en las rurales, como resultado de los cambios sociales introducidos por la urbanización y el desarrollo moderno.[2] Falret (1822), por ejemplo, aseguraba que “la civilización juega un gran rol en la producción de suicidio”; Morselli (1879) describió el suicidio como “la enfermedad fatal de los pueblos civilizados” (citados en Kushner, 1993).[3] De la mano de esta caracterización negativa de la sociedad urbana se estableció su contraparte, la que sostenía que la sociedad rural tradicional resguardaba del suicidio, y a la mujer como la representante de los valores y costumbres que prevenían la desintegración social.[4]
Durkheim compartió esa visión en torno al papel de la urbanización: “por todas partes el suicidio castiga con más fuerza a las ciudades que al campo. La civilización se concentra en las grandes ciudades; el suicidio hace lo mismo” (Durkheim, 2007: 260). Según Kushner (1993), fueron muchos los factores y efectos que los autores citados y otros atribuyeron a la vida en la ciudad. Entre los efectos morales se destacó, por ejemplo, la corrupción producto del desenfreno, el tiempo de ocio propicio para el surgimiento de vicios (tabaco y opio) y la falta de restricciones morales y sociales. Respecto de la salud de los habitantes urbanos se dijo que en la vida urbana la mente está expuesta a altos niveles de estrés, hay menor tolerancia al sufrimiento y surgen enfermedades tales como la melancolía. En términos sociales, los efectos fueron considerados graves pues se pensó que en la ciudad, a consecuencia de la ruptura del orden tradicional, se relajan los controles autoritarios comunitarios, surgen nuevas aspiraciones sociales por la educación que no siempre se ven satisfechas, la lucha por la sobrevivencia es descarnada, y el pensamiento religioso pierde importancia, entre lo más importante (Kushner, 1993).
Durkheim desarrolló en profundidad su concepción sobre la sociedad moderna en la obra de 1893, La división del trabajo social, y vinculó las conclusiones con los resultados de su investigación sobre suicidio. De la tipología que propuso, dos clases de suicidio correspondían más claramente a la sociedad tradicional con solidaridad mecánica, y dos a la sociedad moderna determinada por la solidaridad orgánica.[5] El suicidio se convirtió entonces en un índice para medir el grado de integración o desintegración social, es decir, la patología social. En cuanto a los tipos propios de las sociedades tradicionales “inferiores o primitivas”, Durkheim describió al altruista como una obligación (o sacrificio) que la sociedad impone al individuo más que como un derecho o decisión autónoma de éste. Mientras que del fatalista, cuya descripción limita a una nota a pie de página debido a su escasa relevancia y frecuencia, dijo que resulta de un exceso de reglamentación, de una disciplina opresiva que anula al individuo.
En la sociedad moderna quedaron ubicados los tipos contrapuestos, a los que Durkheim dedicó prácticamente toda su obra sobre el tema. Destacó tanto al suicidio egoísta (opuesto del altruista), porque resulta de una individuación excesiva y un alto grado de diferenciación social, como al suicidio anómico (contrario al fatalista), que se presenta en particular en la sociedad moderna pero también en otras, y es consecuencia de cambios sociales bruscos y profundos que alteran las formas organizativas anteriores sin sustituirlas por nuevas, creando así desregulación social. Durkheim concluyó, por lo tanto, que el suicidio en las sociedades segmentarias o inferiores era relativamente escaso y no respondía a la falta de regulación, sino al exceso de ésta. “Por el contrario, el verdadero suicidio, el suicidio triste, encuéntrase en estado endémico en los pueblos civilizados” (Durkheim, 2007: 259), decía refiriéndose a los suicidios egoísta y anómico.
Estos planteamientos de Durkheim sentaron las bases para los estudios sociales sobre el suicidio, y sorprendentemente se retoman con frecuencia en las investigaciones actuales de manera acrítica. Anticipo que, de acuerdo con los resultados de mi investigación, la afirmación que sustenta que el suicidio es propio de la sociedad urbana no se sostiene en lo mínimo, como señalaré cuando revisemos las tasas locales de muerte autoinfligida.[6] En cambio, la correlación durkheimiana entre cambios sociales y suicidio me parece más fructífera, aunque debe examinarse en toda su complejidad, y es ésta la que ha dado pie a este capítulo.
En discusión con Durkheim, Arias y Blanco (2010) aportan elementos valiosos acerca del peso de los cambios sociales en la causalidad suicida en su artículo “Una aproximación al entendimiento del suicidio en comunidades rurales y remotas de América Latina”; uno de los escasos trabajos que trata el tema para la región. En éste, los autores señalan que en la actualidad existe una “representación idílica de lo rural” muy extendida en el medio académico y entre la población latinoamericana en general, que ha contribuido a invisibilizar el suicidio en estas zonas. A pesar de que se reconoce la pobreza y marginación del campo —agregan estos autores—, se sostiene que predominan la armonía, la felicidad, el interés colectivo por encima del individual, y que imperan las relaciones de solidaridad mecánica descrita por Durkheim, o del tipo Gemeinschaft o comunidad, planteada por Tönnies.[7]
En México, la antropología contribuyó durante décadas a reproducir la idealización de lo rural. Según Viqueira (1995) y Lisbona (2005), la sociedad rural mexicana, principalmente la indígena, fue descrita en términos de la comunidad tönnesiana: armónica, igualitaria, económicamente homogénea, en consenso respecto de la religión y la tradición, y con una forma de organización social basada en el parentesco (Viqueira,