Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
carruaje antes, nos habríamos dado cuenta —dijo Nora.
—Creo que sí. —Fue la respuesta distraída de Hattie—. Y aparece justo en el momento menos adecuado.
—¿Hay algún momento adecuado para encontrar a un hombre atado e inconsciente en tu carruaje? —Nora la miró de reojo.
Hattie imaginó que no, pero al menos podría haber elegido una noche diferente.
—Es un regalo de cumpleaños horrible. —Entrecerró los ojos para enfocar mejor el oscuro interior del carruaje—. ¿Crees que está muerto?
«Por favor, que no esté muerto».
Silencio.
—¿Acaso se mete a los muertos en los carruajes? —añadió a continuación.
Nora se adelantó, con el abrigo del cochero sobre los hombros, y le dio un empujón al posible muerto. Este no se movió.
—No se mueve —añadió encogiéndose de hombros—. Podría estar muerto.
Hattie suspiró, se quitó un guante y se inclinó dentro del carruaje para poner dos dedos en el cuello del hombre.
—Estoy segura de que no está muerto.
—¿Qué estás haciendo? —susurró Nora con rapidez—. ¡Si no lo está, lo despertarás!
—Eso no sería lo peor del mundo —señaló Hattie—. De hecho, así podríamos pedirle amablemente que saliera de nuestro carruaje y seguir nuestro camino.
—¡Oh, sí! Este bruto parece el tipo de hombre que lo haría sin vengarse de inmediato. Sin duda, se quitaría la gorra y nos desearía buenas noches.
—No lleva gorra —dijo Hattie, incapaz de refutar el resto de la evaluación sobre el misterioso y presunto muerto. Era muy corpulento, con el cuerpo bien formado, e incluso en la oscuridad podría decir que no era el tipo de hombre con el que ella se pasearía por una fiesta.
Era el tipo de hombre que arrasaría el salón de baile.
—¿Qué notas? —le preguntó Nora.
—No hay pulso. —Aunque no estaba muy segura de dónde tomárselo—. Pero está…
«Caliente».
Los muertos no estaban calientes, y aquel hombre estaba muy caliente. Como el fuego en invierno. El tipo de calor que hacía que cualquiera se diera cuenta de lo frío que se podía llegar a estar.
Ignorando esa tonta ocurrencia, Hattie movió los dedos sobre el cuello del hombre hasta el punto donde la piel desaparecía debajo de la camisa, donde estaba la clavícula y la pendiente de… el resto de él, y se encontró con una fascinante hendidura.
—¿Y ahora qué estás…?
—Silencio. —Hattie contuvo la respiración. Nada. Sacudió la cabeza.
—¡Jesús! —No había nada religioso en aquella expresión.
Hattie no podría estar más de acuerdo. Pero de repente…
«Aquí está».
Una pequeña palpitación. Presionó con más firmeza. El pulso se volvió más fuerte. Lento. Acompasado.
—Lo siento, está vivo —dijo—. Está vivo —repitió antes de suspirar profundamente aliviada—. No está muerto.
—Excelente. Pero eso no cambia el hecho de que está inconsciente y en nuestro carruaje, y que tú tendrías que estar en otro lugar. —Nora hizo una pausa—. Deberíamos dejarlo aquí y usar el tílburi.
Hattie había estado planeando la excursión de esa noche durante tres meses. La noche en que comenzaría su vigésimo noveno año. El año en que su vida pasaría a ser suya de verdad. El año en que se convertiría en ella misma. Y tenía un plan muy específico en un lugar muy específico a una hora muy específica, para lo cual se había puesto una vestimenta muy específica. Y, aun así, mientras contemplaba al hombre desmayado en su carruaje, esos detalles no parecían ser importantes.
Lo realmente importante era verle la cara.
Aferrándose a la manija del borde de la puerta, Hattie cogió la linterna de la esquina superior trasera del carruaje antes de girarse hacia Nora, cuya mirada se clavó inmediatamente en el interior del vehículo.
Nora inclinó la cabeza a un lado.
—Hattie, déjalo. Nos llevaremos el tílburi.
—Solo quiero echarle un vistazo —respondió Hattie.
La inclinación se convirtió en una lenta sacudida.
—Si lo miras, te arrepentirás.
—Tengo que echarle un vistazo —insistió Hattie, buscando una razón coherente, porque no podía decirle la verdad a su amiga—. Tengo que desatarlo.
—Eso no es necesario —indicó Nora—. Alguien ha pensado que era mejor dejarlo atado y, ¿quiénes somos nosotras para no estar de acuerdo? —Hattie ya estaba buscando un pedernal en el bolsillo de la puerta del carruaje—. ¿Y tus planes?
Tenía mucho tiempo para llevar a cabo sus planes.
—Solo le echaré un vistazo —repitió. Cuando el aceite de la linterna prendió, cerró la puerta y se volvió hacia el carruaje, la levantó para iluminar con un hermoso brillo dorado… —. ¡Oh, Dios mío!
—Parece que no es un mal regalo después de todo. —Nora ahogó la risa.
El hombre tenía el rostro más hermoso que Hattie había visto nunca. El rostro más hermoso que nadie hubiera visto nunca. Se acercó más, disfrutando de la cálida y bronceada piel, de los pómulos elevados, de la nariz larga y recta, de las líneas oscuras de sus cejas y de las pestañas inexplicablemente largas que arrojaban sombras, como un pecado, contra sus mejillas.
—¿Qué clase de hombre…? —se interrumpió y negó con la cabeza.
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto?
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto y, de manera sorprendente, aterrizaba en el carruaje de Hattie Sedley, una joven que no estaba acostumbrada a estar cerca de hombres que tenían ese aspecto?
—Me estás dando vergüenza ajena —dijo Nora—. Lo estás mirando fijamente y con la boca abierta.
Hattie cerró la boca, pero no dejó de mirarlo.
—Hattie, tenemos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cambiado de opinión?
La pregunta la trajo de vuelta