Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
lugar —dijo Nora secamente.
—Pero ¿por qué…? —Hattie miró a su amiga.
—¿Por qué lo hacen? —completó Nora.
—Es que podrían tener a… —«Cualquiera que les gustara».
—Tú también podrías. —Nora la miró arqueando una de sus oscuras cejas.
No era cierto, por supuesto. Los hombres no la reclamaban. Aunque disfrutaban de su compañía, eso sí. Después de todo, le gustaban los barcos y los caballos y tenía cabeza para los negocios y era lo suficientemente lista para divertirse durante una cena o un baile. Pero cuando una mujer miraba y hablaba como lo hacía ella, los hombres eran más propensos a darle palmaditas en el hombro que a abrazarla apasionadamente. La buena y vieja Hattie, y había sido así incluso cuando disfrutaba de su primera temporada y no era vieja en absoluto.
No dijo nada; Nora rompió el silencio.
—Tal vez ellas también están buscando algo… sin ataduras. —Vieron a las mujeres golpear en la puerta del 72 de Shelton Street, donde una pequeña ventana se abrió y se cerró antes de que lo hiciera la puerta, y ellas desaparecieran dentro, dejando la calle en silencio una vez más—. Tal vez esas mujeres también están intentando dirigir sus propios destinos.
Un ruiseñor cantó y fue respondido casi inmediatamente por otro, a distancia.
«El Año de Hattie».
—Muy bien, entonces de acuerdo.
—Perfecto. —Su amiga sonrió.
—¿Estás segura de que no deseas entrar?
—¿Para hacer qué? —preguntó Nora con una risa—. Dentro no hay nada que me interese. He pensado en dar una vuelta en el carruaje para ver si puedo superar mi marca en Hyde Park.
—¿Vuelves dentro de dos horas?
—Aquí estaré. —Nora inclinó la gorra de cochero en un saludo y sonrió a Hattie—. Disfrute, milady.
Aquel había sido el plan de Hattie desde hacía meses, ¿no? Disfrutar la primera noche del resto de su vida, cerrar la puerta al pasado y atrapar el futuro con las manos. Después de hacerle un guiño a su amiga, se acercó al edificio con los ojos clavados en la pequeña ranura en medio de la enorme puerta de acero, que se abrió justo en el momento en el que llamó, por donde aparecieron un par de ojos oscuros que la evaluaron al instante.
—¿Contraseña?
—Regina.
La ranura se cerró. La puerta se abrió. Y Hattie entró.
Le llevó un momento ajustar sus ojos al oscuro interior del edificio, un cambio bastante brusco, pues el exterior estaba bien iluminado, algo que instintivamente le hizo tocarse la máscara.
—Si se la quita, no podrá quedarse —le advirtió la mujer que le había abierto la puerta. Era alta, esbelta y hermosa, con el pelo oscuro, los ojos más oscuros todavía y la piel más pálida que Hattie había visto jamás.
—Soy… —Bajó la mano de la máscara.
—Sabemos quién es usted, milady. No hay necesidad de nombres. Su anonimato es una prioridad para nosotros. —La mujer sonrió.
Hattie pensó que era la primera vez que alguien le decía que ella era una prioridad. Y le gustó bastante.
—Oh… —respondió sin saber qué añadir—. Qué amable…
La mujer se dio la vuelta, atravesó una gruesa cortina y entró en la sala principal, donde estaba la recepción. Las tres mujeres que Hattie había visto fuera dejaron de charlar para estudiarla. Hattie comenzó a moverse hacia un sofá cercano que estaba vacío, pero su escolta la detuvo para guiarla a través de otra puerta.
—Por aquí, milady.
—Pero han llegado antes que yo —dijo mientras la seguía.
—No tienen cita. —Una pequeña sonrisa asomó en los carnosos labios de aquella belleza. La idea de que alguien pudiera aparecer en un lugar como este sin previo aviso le pareció una locura. Después de todo, eso significaría que frecuentaban el local… ¿cómo sería ser el tipo de mujer que no solo tenía acceso, sino que acudía regularmente? Significaría que las veces anteriores lo había disfrutado.
La emoción la recorrió cuando entraron en la habitación de al lado, más grande y ovalada, decorada con ricas sedas de color rojo intenso y brocados dorados, exuberantes terciopelos azules y bandejas de plata cargadas de chocolates y petits fours.
A Hattie le gruñó el estómago; no había comido antes porque estaba demasiado nerviosa.
—¿Le gustaría tomar un refrigerio? —le preguntó su hermosa escolta volviéndose hacia ella.
—No. Me gustaría terminar con esto cuando antes. —En cuanto lo dijo, abrió los ojos como platos—. Esto es… quiero decir…
—Lo entiendo. Sígame. —La mujer sonrió.
Y la siguió a través de los laberínticos pasillos del edificio que, desde fuera, parecía engañosamente pequeño dado lo amplio que era el interior. Subieron una gran escalera, y Hattie no pudo resistirse a pasar los dedos por los revestimientos de las paredes de seda color zafiro profundo con relieves de vides bordados en hilo de plata. Todo el lugar destilaba lujo, aunque no debería haberse sorprendido por ello, ya que, después de todo, había pagado una fortuna por disfrutar del privilegio de una cita.
En aquel momento había pensado que estaba pagando por el secreto, no por la extravagancia. Sin embargo, estaba claro que ambos estaban incluidos en el precio.
—¿Eres Dahlia? —dijo mientras miraba a su acompañante llegar al final de la escalera y bajar por un pasillo bien iluminado donde todas las puertas estaban cerradas.
El 72 de Shelton Street era propiedad de una misteriosa mujer, conocida por las damas de la aristocracia como Dahlia. Era con Dahlia con quien Hattie había mantenido correspondencia durante varias noches. La que le había hecho un montón de preguntas sobre sus deseos y preferencias, preguntas que Hattie apenas había podido responder por el ardor de sus mejillas. Después de todo, las mujeres como ella rara vez tenían la oportunidad de explorar el deseo o tener preferencias.
«Ahora tengo preferencias».
El pensamiento llegó con una imagen; la del hombre del carruaje, guapo, inconsciente y, luego, ya despierto, innegablemente bello.