Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean

Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean


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que tenía la boca ab­ier­ta por la sor­pre­sa. Otro hombre podría en­con­trar ri­dí­cu­la esa ex­pre­sión, pero Whit no. Sabía lo que sabía. Cómo se sua­vi­za­ban y cedían esos labios car­no­sos. Y no había nada re­mo­ta­men­te fuera de lugar en eso.

      El 72 de Shel­ton Street era un lugar más que aco­ge­dor para cuer­pos y labios llenos, para mu­je­res que sabían cómo usar­los. Pero esta mujer no sabía cómo usar­los. En ese mo­men­to estaba tiesa como un palo, afe­rra­da al poste de la cama con los nu­di­llos de una mano blan­cos y sos­te­n­ien­do en la otra una copa de cham­pán vacía, que in­cli­na­ba en un ángulo ex­tra­ño. Sí, estaba to­tal­men­te fuera de lugar.

      Más aún, cuando se en­de­re­zó de manera for­za­da.

      —Le ruego que me per­do­ne, señor —dijo—. Estoy es­pe­ran­do a al­g­u­ien.

      —Mmm… —Se in­cli­nó hacia atrás ap­o­yán­do­se en el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y deseó que ella no es­tu­v­ie­ra en las som­bras—. Espera a Nelson.

      —Co­rrec­to. Y como usted no es él… —Asin­tió con la cabeza, en un mo­vi­m­ien­to que pa­re­cía el me­ca­nis­mo de un reloj.

      —¿Cómo lo sabe?

      Si­len­c­io. Whit re­sis­tió el im­pul­so de son­re­ír. Casi podía oír su pánico. Ella estaba a punto de re­tro­ce­der, lo que lo pon­dría en una po­si­ción de poder. Le daría la in­for­ma­ción que de­se­a­ba en mi­nu­tos, como si fuera un niño, a cambio de go­lo­si­nas.

      Salvo que ella dijo:

      —No cumple mi lista de re­q­ui­si­tos.

      «¿Qué de­mo­n­ios… ? ¿Qué re­q­ui­si­tos?».

      De alguna manera, por puro mi­la­gro, evitó hacer la pre­gun­ta di­rec­ta­men­te. Sin em­bar­go, aq­ue­lla char­la­ta­na le pro­por­c­io­nó in­for­ma­ción adi­c­io­nal.

      —Pedí es­pe­cí­fi­ca­men­te a al­g­u­ien menos… —Se calló.

      Whit estaba dis­p­ues­to a hacer casi cual­q­u­ier cosa para que ella ter­mi­na­ra esa frase. Cuando agitó una mano en su di­rec­ción, él no pudo de­te­ner­se.

      —¿Menos… ?

      —Pre­ci­sa­men­te. Menos —dijo ella frun­c­ien­do el ceño.

      Algo sos­pe­cho­sa­men­te pa­re­ci­do al or­gu­llo es­ta­lló en el in­te­r­ior del pecho de Whit, pero lo ignoró y guardó si­len­c­io.

      —Y usted no es menos —dijo ella—. Es más. Es mucho. Por eso lo ex­pul­sé del ca­rr­ua­je, me dis­cul­po por ello, por cierto. Espero que no se haya ma­gu­lla­do de­ma­s­ia­do en la caída.

      —¿Mucho qué? —Ignoró las dis­cul­pas.

      —Mucho todo. —Ella movió de nuevo la mano. La metió en la vo­lu­mi­no­sa tela de sus faldas y ex­tra­jo un trozo de papel, con­sul­tán­do­lo—. Altura media. Cons­ti­tu­ción media. —Lo miró de arriba abajo, eva­luán­do­lo—. Usted no es nin­gu­na de esas cosas.

      No tenía que pa­re­cer de­cep­c­io­na­da por ello. ¿Qué más ponía en ese papel?

      —No me di cuenta de lo grande que era cuando nos reu­ni­mos antes.

      —¿Es así como lo llama? ¿Una reu­nión?

      In­cli­nó la cabeza con­si­de­rán­do­lo.

      —¿Tiene un tér­mi­no mejor?

      —Un ataque.

      Ella abrió los ojos de par en par detrás de la más­ca­ra y se puso de pie, des­ve­lan­do una altura que él no había ima­gi­na­do en el ca­rr­ua­je.

      —¡No le he ata­ca­do!

      Se eq­ui­vo­ca­ba, por su­p­ues­to. Ella en sí era un asalto: desde sus exu­be­ran­tes curvas al fulgor de sus ojos, desde el brillo de su ves­ti­do al olor a al­men­dras, como si aca­ba­ra de salir de una cocina llena de pas­te­les.

      Sintió el ataque de esa mujer desde el mo­men­to en que abrió los ojos en el ca­rr­ua­je y la en­con­tró allí, ha­blan­do de cum­ple­a­ños y planes, y del Año de Hattie.

      —Hattie… —No había que­ri­do de­cir­lo. O mejor, no había que­ri­do dis­fru­tar di­cién­do­lo.

      Los ojos de la joven se hi­c­ie­ron to­da­vía más gran­des detrás de la más­ca­ra.

      —¿Cómo sabe mi nombre? —pre­gun­tó ella con una mezcla de pánico e in­dig­na­ción mien­tras se ponía en pie—. Pensé que este lugar era el colmo de la dis­cre­ción.

      —¿Qué es el Año de Hattie?

      La re­a­li­dad la asaltó de golpe, ella misma había re­ve­la­do su nombre.

      —¿Por qué quiere sa­ber­lo? —in­q­ui­rió des­pués de un breve si­len­c­io.

      No estaba seguro de la res­p­ues­ta, así que no le con­tes­tó.

      Ella rompió el si­len­c­io, como él estaba des­cu­br­ien­do que acos­tum­bra­ba a hacer.

      —Su­pon­go que no me dirá su nombre. Sé que no es Nelson.

      —Porque soy de­ma­s­ia­do para ser Nelson.

      —Porque no cumple mi lista de cua­li­da­des. Es de­ma­s­ia­do ancho de hom­bros y sus pier­nas son de­ma­s­ia­do largas y no es en­can­ta­dor. Y, desde luego, no es nada afable.

      —Ha hecho una lista de cua­li­da­des para un sa­b­ue­so, no para un polvo.

      No mordió el an­z­ue­lo.

      —Y si además con­si­de­ra­mos su cara…

      ¿Qué de­mo­n­ios le pasaba a su cara? En tr­ein­ta y un años, nunca había tenido una queja, Y esa mujer sal­va­je no iba a cam­b­iar eso.

      —¿Mi cara?

      —Sí, su cara —res­pon­dió ella atro­pe­lla­da­men­te—. Pedí una cara que no fuera tan…

      Whit se man­tu­vo en si­len­c­io. ¿Así que esa mujer de­ci­día dejar de hablar justo en ese mo­men­to?

      Hattie negó con la cabeza y él re­sis­tió el im­pul­so de mal­de­cir.

      —No im­por­ta. El hecho es que no so­li­ci­té su com­pa­ñía y tam­po­co lo ataqué. No he tenido nada que ver con que apa­re­c­ie­ra in­cons­c­ien­te en mi ca­rr­ua­je. Aunque, para ser sin­ce­ra, em­p­ie­za a pa­re­cer­me la clase de hombre que bien podría me­re­cer un golpe en la cabeza.

      —No creo que haya tomado parte en el asalto.

      —Bien. Porque yo no asalté su ca­rr­ua­je.

      —¿Quién lo hizo?

      —No lo sé.

      «Men­ti­ra».

      Estaba pro­te­g­ien­do a al­g­u­ien. El ca­rr­ua­je per­te­ne­cía a al­g­u­ien en quien con­f­ia­ba o no lo habría usado para ir hasta allí. «¿Su padre?». No, im­po­si­ble. Ni si­q­u­ie­ra aq­ue­lla loca usaría el co­che­ro de su padre para lle­var­la a un burdel en medio de Covent Garden. Los co­che­ros ha­bla­ban.

      «¿Un amante?». Por un mo­men­to con­si­de­ró la po­si­bi­li­dad


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