Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
su deseo. Como si se hubiese convertido en su preferencia.
Se le calentaron de nuevo las mejillas. Se aclaró la garganta y miró a su acompañante, cuyos labios carnosos se curvaban en una sonrisa secreta.
—Soy Zeva, milady. Dahlia no está en la residencia esta noche, pero no se preocupe. Hemos preparado todo para usted a pesar de su ausencia —continuó la belleza—. Creemos que encontrará todo a su gusto.
Zeva abrió una puerta invitándola a entrar.
El corazón empezó a latirle con fuerza mientras miraba la habitación. Se le formó un nudo en la garganta e intentó reprimir que los nervios la dominaran, a pesar de que, lo que una vez fue una idea descabellada, se había convertido en algo concreto.
Aquella no era una habitación cualquiera. Era un dormitorio.
Un dormitorio bellamente decorado, con sedas y satén y un cubrecama de terciopelo de color azul vibrante que brillaba contra los elaborados postes tallados de la pieza central de la habitación: una cama de ébano.
El hecho de que las camas fueran siempre el punto de referencia de los dormitorios parecía, de repente, algo completamente irrelevante, y Hattie estaba segura de que nunca en su vida había visto una cama así. Lo que explicaba por qué no podía dejar de mirarla.
—¿Hay algún problema, milady? —Era imposible ignorar la diversión que transmitía la voz de Zeva cuando le preguntó.
—¡No! —dijo Hattie, sin querer reconocer que aquel tono agudo solo los usaba con sus sabuesos. Se aclaró la garganta, el corpiño de su vestido le pareció de repente demasiado apretado y se palpó—. No. No. Todo es perfecto. Todo es como lo había esperado. Como lo había imaginado. —Se aclaró la garganta de nuevo, todavía fascinada por la cama—. Gracias.
—¿Querría, quizás, un momento de intimidad antes de que Nelson se una a usted? —le preguntó Zeva a su espalda.
«Nelson».
Hattie se giró para mirar a la otra mujer.
—¿Nelson? ¿Como el héroe de guerra?
—Así es. Es uno de los mejores.
—Y por «uno de los mejores» se refiere a…
—Además de las cualidades que pidió, es encantador, experimentado y sumamente minucioso. —Zeva arqueó las cejas.
«Ha querido decir que es sumamente minucioso en la cama», pensó.
Hattie se ahogó con la arena que parecía albergar en su garganta.
—Ya veo. Bueno… ¿Qué más se puede pedir?
—¿Por qué no le dejo unos momentos para familiarizarse con la habitación? —Zeva apretó los labios.
«Ha querido decir con la cama».
—Toque la campana cuando esté dispuesta. —Con un ligero movimiento de la mano señaló un tirador en la pared.
«Ha querido decir para la cama».
—Sí. Eso suena bien —asintió Hattie.
Zeva salió flotando de la habitación, el silencioso chasquido de la puerta fue la única evidencia de que había estado allí.
Hattie respiró hondo y se giró hacia la habitación vacía. Examinó el resto sola: el brillante papel dorado, la chimenea de azulejos y los grandes ventanales que, sin duda, revelaban la red de tejados de Covent Garden durante el día, pero ahora, en la noche, eran espejos en la oscuridad, que reflejaban la luz de las velas de la habitación y a ella en el centro.
Ella, lista para comenzar su vida de nuevo.
Se acercó a una gran ventana tratando de ignorar su reflejo e intentando, en cambio, vislumbrar algo en la oscuridad que la rodeaba, ilimitada, como sus planes. Sus deseos. La decisión de dejar de esperar a que su padre se diera cuenta de su potencial y, en su lugar, tomar lo que ella quería. Probarse a sí misma que era lo suficientemente fuerte, lo suficientemente inteligente, lo suficientemente libre.
Y tal vez un poco imprudente.
Pero ¿qué era el camino al éxito sin un poco de imprudencia?
Esa imprudencia la descartaría de la carrera hacia el matrimonio con cualquier hombre decente y haría imposible que su padre le negara lo que realmente quería.
Un negocio propio. Una vida propia. Un futuro propio.
Respiró hondo y se volvió hacia una mesa cercana, cargada con suficientes manjares como para alimentar a un ejército: sándwiches de té, canapés y petits fours. Una botella de champán y dos copas colocadas junto a la comida. No debería sorprenderse, la encuesta sobre sus preferencias para la noche había sido bastante completa, y había pedido un refrigerio así, porque le gustaba el champán y la comida deliciosa —¿a quién no?— y, además, porque sentía que era el tipo de cosas que una mujer con experiencia haría en una ocasión como esta.
Y por eso, esperaba a su pareja ante una mesa engalanada, como si aquel lugar fuera una posada en el Gran Camino al Norte y la habitación hubiera sido preparada para unos recién casados. Hattie sonrió con aquella tonta y romántica idea. Pero esa era la mercancía que se vendía en el 72 de Shelton Street, ¿no? El romance a la carta, comprado y envasado.
Champán y petis fours y una cama de cuatro postes.
De repente todo parecía muy absurdo.
Rio por lo bajo de manera nerviosa. No había forma de que comiera canapés o petis fours. Su estómago hambriento los vomitaría al instante. Pero el champán… tal vez el champán era justo lo que necesitaba.
Se sirvió una copa y se la bebió como si fuera limonada. El calor la invadió más rápido de lo que esperaba, suministrándole el coraje suficiente para impulsarla a cruzar la habitación y tirar de la campana para invocar a Nelson. Nelson, el héroe de guerra más completo que existía.
Supuso que había peores nombres para el hombre que la libraría de su virginidad.
Hattie tiró de la campana —que no se oyó en la habitación, pero que sonó en algún lugar lejano del misterioso edificio— e imaginó un montón de hombres guapos que esperaban para proporcionar una minuciosidad minuciosa, como los caballos en la salida de una carrera. Sonrió ante aquella imagen salvaje, viendo a un Nelson sin rostro vestido con un uniforme