El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza

El viaje de Tomás y Mateo - Lisandro N. C. Urquiza


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los rasgos de su rostro anguloso y blanco como un copo de nieve. Los pómulos, bien definidos, se fundían con una serie de pecas que descansaban sobre las mejillas y componían, junto a un par de ojos verdigrís, un rostro aniñado que le daba el aspecto de un joven de veintitantos aunque, en secreto, su reloj biológico contaba treinta y dos años. Tenía siempre actitud jovial, amable y simpática; era una de esas personas a las que uno se alegra de ver porque transmiten “buena energía”.

      Su estatura era más bien media: poco más de un metro setenta, acorde con el resto de su cuerpo delgado pero fibroso. Su andar era un tanto gracioso, pues lo hacía como dando pequeños saltos con los que daba la sensación de que se caería para adelante. Era una persona que estaba continuamente en movimiento; solo se lo veía quieto o tranquilo cuando se sentaba un rato con su mate o a escribir notas en su cuaderno.

      Vestía ropa acorde con la primavera boreal: un jean liviano, botitas “converse” blancas, una remera gris que combinaba con un sombrero estilo borsalino que, además de darle un toque de moda, lo protegía del sol y evitaba que su tan lacio cabello le cayera sobre la frente.

      Todas estas características hacían que “Tommy” raramente pasara desapercibido en algún lugar que visitara.

      Antes de ingresar a la Catedral, se dispuso a tomar la foto que seguramente ocuparía el lugar de “perfil” en alguna red social. Recurrió a la vieja y nunca pasada de moda costumbre de pedirle a alguien que lo retratara. Miró a su alrededor para ver si encontraba algún alma caritativa que hablara en español o que entendiera al menos con señas cuál era el servicio que requería. El grupo de jubilados españoles ya había entrado al edificio junto a su guía, así que tenía menos esperanzas de conseguir a alguien que hablara su mismo idioma. Fiel a su estilo, bajó por la escalinata hasta llegar a la vereda y, con el tono de un rematador o de un vendedor de diarios, preguntó:

      —Oiga, usted, el de la gorra blanca, Can you take me a picture?

      Silencio absoluto. La gente pasaba de largo como si nada y era obvio: con semejante mezcla de palabras de distintos idiomas que Tomás metía en cada frase, no se llegaba a entender en qué idioma hablaba (ya que su inglés era bastante básico).

      —Hey, do you understand? Speak Spanish?

      De vuelta el silencio… y la indiferencia. Al parecer, los turistas que allí pasaban no hablaban español o inglés y los que sí lo hacían no tenían intenciones de responderle, lo cual le sorprendió de un modo poco grato.

      —¿Habla español, señora? ¿Przepraszam? —preguntó en polaco a algunas de las personas que caminaban frente a él.

      Nadie le respondía. Turistas y residentes pasaban por su lado y le hacían señas como si no entendieran; así fue preguntándoles a varias personas de todo tipo que le decían cosas en diferentes idiomas.

      —Vous parlez espagnol ? —preguntó a un señor vestido con una remera blanca y una boina negra.

      Nada; el sujeto ni siquiera le respondió.

      «Mierda, tampoco estoy pidiendo nada tan difícil —dijo para sí—, con el gesto que hago con la cámara debería ser más que suficiente para que se den cuenta». Parecía increíble que, siendo este idioma tan universal y encontrándose en un punto al que llegan personas de todas partes del mundo, justo diera con gente que no entendía lo que el muchacho argentino decía. Finalmente, sin poder contenerse e imitando la pose de Miranda Priestly —una de sus villanas de película favoritas—, exclamó:

      —¿Tan difícil es que me quiera sacar una foto? ¿Acaso pido el cielo y las estrellas?

      En voz altísima, la frase se escuchó como si fuera el megáfono de un guía hablándole a sus turistas, con tanta gracia que un muchacho que pasaba por allí se detuvo y, mientras sujetaba la tira azul de una mochila, le gritó:

      —Calmate, flaco, yo te saco la foto.

      Tomás escuchó esas palabras y comenzó a mirar hacia distintas partes para averiguar quién era su “salvador”. Cuando finalmente divisó al muchacho, respondió:

      —¿En serio? ¡Qué copado, muchas gracias!

      El accidental fotógrafo se acercó y, tomando la cámara, le dijo:

      —No hay problema, man. Decime qué querés que salga de fondo.

      Esto fue como un vaso de agua fresca en un día de calor, pues además de sentir alivio por haber encontrado a una persona que hablara su idioma, fue mayor aún por tratarse de un compatriota.

      —Con que se vea al menos parte de la fachada, es más que suficiente. Saqué un montón de fotos del lugar y me doy cuenta ahora de que en casi ninguna aparezco.

      —Sí, a mí me pasó algo parecido. Es lo que nos sucede a los que viajamos solos.

      Mientras hacía poses —algunas originales, otras muy ridículas—, Tomás observaba al fotógrafo buscar el ángulo desde donde saldría mejor la toma. Por momentos se acercaba y por otros se alejaba, daba vuelta la cámara y la volvía a girar, lo que daba a entender que no le gustaba ninguna de las casi diez fotos que había sacado. Por otro lado, su cara le era familiar; le daba la sensación de conocerlo de algún lado, pero se dijo para sí: «Quizás lo crucé en el aeropuerto o me parece conocido porque es argentino».

      La voz del hombre lo sacó de su ensimismamiento:

      —A ver, Principito, fijate si te gustan estas —dijo mientras levantaba la mochila que había dejado en el suelo para tomar las fotografías.

      Tomás agarró la cámara y su expresión era la de un nene que ve por primera vez a su héroe favorito. Mirando la pequeña pantalla de su cámara, exclamó:

      —¡Uh, buenísimas! ¡Qué groso que sos!

      El muchacho de pelo oscuro levantó su hombro derecho y con él le dio envión a su mochila, que se acomodó sobre la espalda. Soltó una risotada que dejó ver una hilera de dientes que iluminaron por un momento ese rincón parisino.

      —¡Qué loco escuchar esa expresión en el centro de París! Me hace sentir nostalgia de Buenos Aires.

      Tomás celebró el comentario y guardó la cámara en su bolsita verde oscuro. Miró al fotógrafo y le dijo:

      —Me causó gracia lo que dijiste.

      —¿Qué te causó gracia?

      —Lo del Principito —aclaró Tomás—. De todos los apodos terribles que me han puesto en la vida, es el más tierno y respetable, por lejos.

      El joven tomó la mochila como si estuviera alzando a un bebé, abrió delicadamente la cremallera superior y sacó un libro de tapas azules. Se lo mostró y con una sonrisa tierna replicó:

      —Decime si no sos igual al del dibujo.

      El rubio tomó el ejemplar, que tenía en la tapa el dibujo de un zorro, una rosa y un muchacho al que se asemejaba bastante. Esbozó una sonrisa y pronunció casi como en una confesión:

      —“Lo esencial es invisible a los ojos…”.

      —Sí, ese fue el regalo del zorro al Principito.

      Tomás no supo nunca qué le pasó cuando esas palabras se colaron en sus oídos. Sin embargo, no pudo evitar responder:

      —Me cae bien una persona que lee. Una vez escuché decir a alguien que si una persona que conociste te invita a su casa y no tiene libros, debías salir corriendo…, pero no sé porqué estoy diciendo eso, así que mejor cierro la boca.

      Su compatriota lo miró frunciendo el entrecejo y ladeando su cara, como tratando de comprender de qué le hablaba Tomás, quien de pronto se sonrojó de su propia estupidez.

      —Sí, eso sonó raro… En fin, este libro me lo prestó mi sobrina para que tenga algo con que entretenerme en el viaje —explicó el fotógrafo—. Y la verdad, cuando venía en el avión lo empecé a leer y me retrotrajo a cuando era chico,


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