El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza
un extraño tono entre festivo y relajado, Tomás le dedicó una mirada de súplica y, como si no hubiera sucedido nada quince minutos antes en la Catedral, Mateo respondió:
—¡Típico de argentino! —reaccionó a la vez que señalaba el menú elegido por su rubio amigo—. ¡Cómo no venden sándwiches, pedís eso!
Tomás sonrió y fue la señal con la que los chicos iniciaron un debate que ya no tenía nada que ver con lo vivido:
—Voy a lo seguro, y en particular con la comida, que es cara y si encima pedís algo que no sabés qué es y no te gusta, perdés doblemente: plata y te quedás con hambre.
—Tenés razón —aceptó Mateo—. Voy a pedir lo mismo, solo que, en lugar de jugo, me voy a pedir una cerveza. ¿Habrá cerveza en este lugar? Lo veo muy “natural”.
—Sí, debe haber —dijo Tomás en tono de broma—. Llamemos al garçon.
Mientras esperaban a que el camarero los atendiera, por las empedradas calles pasaron varios autos de la policía con su particular sonido de sirena que evidentemente se dirigían hacia la zona de guerra donde los chicos habían estado momentos antes.
—Qué locura cómo estamos viviendo —dijo Tomás—. Por lo visto, ya no hay ningún lugar seguro. Hace unos meses, lo que pasó en Manchester; ahora, esto. No se puede creer.
—Es verdad —la expresión de Mateo comenzaba a ensombrecerse.
Se quedaron en silencio un momento, hasta que los interrumpió el camarero que traía lo que habían ordenado: el jugo con el croissant y una crêpe salada, acompañada por una gaseosa de limón, puesto que cerveza no dispensaban, tal como se lo hizo saber de una manera algo desdeñosa, el mozo a Mateo. Esa forma de explicar las cosas, bastante seria y seca, se repetía en algunos lugares de comidas que trabajaban con turistas.
Antes de tomar su jugo, Tomás observó con rareza el vaso en el que le habían servido la bebida y no pudo menos que decir:
—¿Qué es esto?
—Parece un frasco con un asa…
—¿Y qué es esto de ponerle un ramito de menta? ¿Estamos todos crazies? —preguntó Tomás con una risa irónica.
—Pensé que esto solamente se daba en algunos bares de Palermo —expresó indignado Mateo—. ¿Viste que ahora la moda en Buenos Aires es que te sirvan una empanada en un frasco?
—Sí, este mundo se está yendo al carajo… En fin, ¿a ver cómo está esto? —dijo mientras le daba un sorbo a su jugo—. Está muy bueno. No sé qué tiene, pero está buenísimo.
Mateo observaba su bebida, ahora callado y con la sensación de que estaba en otro mundo, pensativo, contemplativo, como cuando alguien se queda tildado mirando un punto fijo. Evidentemente, algo le pasaba y Tomás, con su franqueza provinciana, notó ese silencio y no dudó en preguntarle:
—¿Qué te pasó ahí adentro que te quedaste encerrado?
—Ufff, directo al pecho —soltó Mateo.
—¿Mi pregunta?
—¡No, esta crêpe! Me mandé un bocado de una y es muy empalagoso. Bancame que lo bajo con un trago de gaseosa.
—Qué boludo —se le escuchó decir entre risas al rubio—. ¿Lo dije o lo pensé?
Una vez que Mateo digirió su bocado, empezó a relatar:
—¿Viste que estaba sentado un poco más adelante de vos?
—Sí, claro. De hecho, fuiste el que me dijo lo que estaba pasando.
—Cierto, el hecho es que con la gente que estaba a mi lado escuchamos algo como un estallido en el exterior.
—Yo no escuché nada.
—Es que estabas bastante más atrás —dijo Mateo—. Fue un poco antes de la una de la tarde, así que imaginate: todo ese tiempo que pasamos encerrados lo pasé para el culo. Estaba bastante nervioso y me había puesto mal; sentí que la presión me bajaba y necesitaba mojarme un poco la cara. Así que, no bien dijeron que podíamos salir, me escabullí entre la gente hasta los baños.
—Lo que no entiendo es cómo te quedaste atrapado adentro. Perdoname que te pregunte, pero me sorprende… —dijo Tomás sin darse cuenta de lo equivocado que estaba su juicio.
Mateo se sonrojó y bajó la cabeza; algo lo avergonzaba o eso parecía.
—Me quedé un rato mojándome la cara y las muñecas en un lavabo, y ni siquiera noté que la puerta se había cerrado de lo mal que estaba. Y por otro lado, si alguien avisó o dijo algo, seguramente por mi estado no llegué a escucharlo.
—Lamento no haber advertido la situación para ayudarte —se disculpó Tomás.
El diálogo se silenció. Mateo sintió que sus ojos se humedecían. Al cabo de un momento, solo pudo responder:
—No digas eso, bastante hiciste hoy por mí.
Tomás se sonrojó casi de la misma forma que Mateo momentos antes.
Cuando se percató de ello, sonriendo, retomó el diálogo.
—Bueno, ¿y entonces? Seguí contándome qué pasó.
—Y luego, por lo que me explicó el policía que me encontró, los guardias habían revisado los lugares de servicios y los habían cerrado, dando por sentado que todos estaban en el salón principal de la catedral.
—¿Y no se te dio por gritar o pegarle a la puerta? —gruñó Tomás.
—No, me sentía muy mal…, pero era por otras cosas que no vienen ahora al caso… Espero que sepas entenderme, no es algo de lo que pueda hablar ahora.
Como notaba que el tono de la voz de Mateo no era muy convincente con las respuestas y que comenzaba a entrecortarse, Tomás se disculpó.
—Soy bastante metido por naturaleza y no debí preguntarte de esa forma. Disculpame por ser tan forro.
Mateo soltó una sonrisa que, por primera vez, sonó a libertad.
Se puso de pie y le besó la dorada cabellera; luego volvió a su asiento y lo que salió de sus labios fue una expresión de agradecimiento.
—Todo bien, gracias a tu insistencia estoy ahora acá compartiendo todo.
Tomás notó que las palabras de Mateo sonaban a una disculpa acompañada de vergüenza y desasosiego. No quiso ahondar más en el tema, puesto que… ¿Quién era él para meterse en su vida, después de todo? Optó por levantar su intento de copa y hacer un brindis. Se puso de pie y exclamó:
—¡Por las experiencias de viaje!
—¡Por habernos conocido! —agregó Mateo.
Chocaron las copas y continuaron charlando, mientras caía la tarde; con pájaros que aún cantaban. Una luna creciente y la noche recién preñada empezaba a encender sus primeras luces, cobijándolos con una brisa que los envolvía como el tul de una novia entrando a la iglesia.
Ya se hacía la hora de despedirse y, antes de ello, decidieron pasarse los números de celular y agregarse mutuamente en sus redes sociales para seguir en contacto luego de que cada uno tomara su camino. Se miraron y, casi al unísono, dijeron:
—Bueno… Hora de irse.
—Supongo que sí —se le escuchó decir a Tomás casi como un lamento.
—Quizás nos crucemos en algún otro destino.
—¿Cuándo te vas de acá?
—Pasado mañana salgo para Italia; me voy en avión al mediodía y calculo estar unos días. Voy con pasaje abierto porque todo dependerá de cómo salgan los negocios allá. ¿Y vos?
—Yo voy a estar hasta el viernes en París, luego sigo