El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza
en la cabeza, el mismo que un momento antes lo había ensimismado cuando se quedó en silencio mirando a Tommy: «Me fascina una persona con profundidad intelectual y emocional, que se apasiona con lo que la moviliza y no teme decirlo».
CAPÍTULO 4
DOMESTICANDO A MATEO
TRES CAJAS
OLEGARIO
—¡No te puedo creer lo que me contás! —gritaba la voz de un joven al otro lado del auricular del teléfono.
Tomás había iniciado una llamada de video con uno de sus hermanos, Juan Segundo, quien era el menor de los tres y con quien más afinidad sentía.
—¡Cuando vi las noticias en la televisión ni me imaginé que podías estar ahí!
—Sí, por suerte no nos pasó nada, pero fue un momento de mierda —respondió Tomás.
Juan Segundo hacía muecas con su boca, se agarraba el pelo —que era un poco más rubio que el de su hermano Tomás y algo más largo también—, y hacía una dramatización de todo lo que habían vivido los chicos argentinos durante la visita a Notre Dame. Pero una de las cosas que más sorprendían era la forma en que hablaba con su hermano sin ninguna clase de filtro.
—Me imagino… ¡y qué loco lo del argentino que conociste, man! ¿Qué onda el chabón? —preguntó haciendo un gesto de burla.
Tomás se quedó un momento en silencio y luego miró la pantalla de su teléfono que se empeñaba en mostrarle cómo su hermano menor contenía una risotada.
—¿Cómo qué onda?
—Sí, ¿qué onda el flaco? ¿Es un amigo, un amor de vacaciones o un futuro novio? ¿Te invitó a salir o lo invitaste vos?
—¡Pará, pará un poco, loco! ¿De qué estás hablando, Juanse? Nos conocimos en una circunstancia bastante rara. Vamos a salir a conocer la noche parisina, pero nada que ver con el flaco. Después de todo, ¡que yo sea gay no significa que todo el mundo lo sea!
El menor de los Prado sostenía una risa burlona y desconfiada; con esa expresión continuó interrogando a su hermano.
—¿Y qué tiene que ver? ¿Te dijo si salía con alguien? ¿Le preguntaste si había besado alguna vez a un chico?
Tomás ladeó la cabeza, levantó las cejas y miró hacia arriba, como buscando un punto en el horizonte donde perderse. Con ese gesto solía demostrar incomodidad o que algo lo ponía nervioso. Retomó la charla y, bajando un poco el tono del diálogo, siguió relatando lo sucedido horas antes.
—La verdad es que hablamos poco, después de salir del despelote que se armó en la catedral, nos fuimos a un pequeño restó y allí algunas cosas me contó. —Tomás recordó fácilmente—. Por ejemplo, que se separó de la mujer hace un tiempo y estaba tratando de reencaminar su vida.
—¿Ah, sí?
—Sí…, pero te digo algo: la sensación que me dio cuando lo conocí fue que el flaco estaba un poco deprimido. —Reflexionó dos segundos—. Ahora que estuvimos hablando, me dio la impresión de que estaba equivocado.
—¿En qué sentido estabas equivocado? —Juanse moría de curiosidad.
—En que, cuando estábamos encerrados, me dio la sensación de que estaba esperando a que algo pasara, como si deseara que algo malo le ocurriera…
Juanse dejó de hacer morisquetas con la cara y su expresión se tornó seria.
—¿Hizo algo o viste algo que te hiciera sospechar de la actitud del chabón?
—No, pero mi instinto me decía eso. De todas formas, cuando salimos de ahí y fuimos a tomar algo, ya no tenía la misma impresión —confesó Tomás. Bajó la cabeza, gesto que a su hermano no se le escapó.
Tras una pausa, Juanse volvió a la carga con su indagatoria.
—Eso es porque lo conociste un poco más y no te quedaste solamente con la “cáscara”.
—Puede ser —asintió Tomás—. De todas formas, me quedó una buena impresión de Mateo.
Y ya sin poder aguantar la tentación, Juan Segundo soltó una risotada burlona al grito de:
—¡Ay, Mateíto! ¡Me muero muertooooo!
Tomás se contagió la risa e imitó a su hermano menor por un momento, luego del cual la charla continuó.
—No te burles, che… Además, el flaco tuvo historias con mujeres y, si bien no te voy a negar que es lindo, no creo que tenga otras intenciones más que no estar solo y pasarla bien con algún compatriota. Y la verdad es que yo en este momento no creo estar en condiciones de tener nada con nadie.
—Lástima… —se lamentó Juanse—, te puse en el bolsillo de la valija tres cajas de preservativos por las dudas…
—¿Qué cosa?
—Preservativos, condones, profilácticos, forros, ¡llamalos como quieras!, me aseguré de que estuvieras cubierto por si algo surgía… y es evidente que los vas a usar… —sonrió maléficamente Juanse—. Ah, y en el necesaire también te puse un pomo con lubricante acuoso, por las dudas…
Tomás se había puesto de color bordó. Estaba acostumbrado a estas charlas con su hermano, pero generalmente era él quien lo aconsejaba para cuidarse, y nunca había sido al revés.
—Qué boludo que sos…
—¿Acaso vos no me decís siempre que me cuide? Bueno, ahora te devuelvo el favor.
Tomás puso sus ojos en blanco y sus mejillas volvieron a descomprimirse. Sin embargo, el muchachito desde Argentina seguía divagando:
—Ya me imagino a vos y Mateo de garche… ¿Es muy grandote?
—¡Juanse, cortala!
—Aunque Mateo es bastante alto, no sé cómo vas a hacer para treparte hasta él, bueno, igual dicen que la cama lo nivela todo… y hay otra cosa, si el flaco es tan grande como me lo imagino, si te agarra… ¡no vas a poder caminar por varios días! —El joven explotó en una risotada.
Tomás sintió que la presión sanguínea le aumentaba, nuevamente se sonrojó; pero por otro lado algo de lo que decía su hermano lo tocó, aunque no lo quiso reconocer.
—¡Sos bravo, pendejo! Bueno, dejá de decir tantas pelotudeces juntas… aunque de todas formas, gracias por preocuparte… ¡y tenerme tanta fe como para poner semejante cantidad de forros! ¿Tres cajas? ¿En serio?
—Tres cajas de seis forros cada una, ¡y de los ultra resistentes, eh! —exclamó con orgullo Juanse, haciendo un gesto de triunfo.
—Qué chabón bravo que sos… gracias. —Fueron las palabras de Tomás bajando el tono de la conversación.
Del otro lado de la pantalla del celular, Juan Segundo cambió nuevamente su expresión y ahora su rostro mostraba empatía, ternura y, sobre todo, sinceridad. Con ese sentimiento que lo unía a su hermano del medio en una suerte de cofradía, abrió su corazón y sin dar rodeos declaró:
—Acordate de lo que te dijimos con Ana el día que te despedimos: disfrutá y no te cierres a nada… ¡Quién te dice que terminan juntos ustedes dos!
—¡Callate, loco! —exclamó Tomás.
—¿No me dijiste que el policía pensaba que eran novios? ¿Cómo reaccionó a eso?
—No sé. —Lo pensó por un segundo—. No reaccionó, y creo que ni escuchó lo que dijo el poli.
—Sos muy ingenuo, no parece que fueras mi hermano mayor.
—¡Y vos sos un pendejo peleador! En realidad, soy el hermano del medio y, ya que lo mencionás, ¿qué noticias hay de nuestra hermana mayor?
—¿De