El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza
negra con un dibujo un tanto psicodélico que resaltaba los rasgos de su cara blanca como un mármol. La excepción la daban unas casi imperceptibles manchas de rosácea en los pómulos. En los pies, vestía zapatillas del mismo color de la remera; y atado al cuello llevaba una camperita negra con capucha de algodón. No le gustaba usar reloj pulsera ni era amante de llevar demasiadas cosas, así que su outfit se limitaba a lo descripto más un único accesorio. Se trataba de una pequeña pulserita de tiento con unas cuentas de color negro brillante en su muñeca izquierda.
Sin embargo, Mateo era una versión opuesta. Estaba vestido de forma moderna pero a la vez relajada: llevaba una remera blanca que hacía resaltar unos brazos musculados y bronceados, al igual que lo estaba su rostro. Un pantalón gris de gabardina, a juzgar por la tela fina y de calce achupinado, unas zapatillas bien blancas que parecían pintadas con el mismo blanco de sus dientes y una camperita negra que traía en la mano. Mateo tenía buen gusto para vestirse, era sobrio pero con carácter.
—A propósito, Tommy, ¿adónde estamos yendo?
—Es una sorpresa, solo te diré que es un restaurante que está a unas calles de acá y que tiene la mejor cocina francesa.
Habían caminado un par de cuadras desde que salieron del hotel, hasta que Tomás se detuvo frente a un restaurante, cuya fachada tenía reminiscencias de la Belle Époque; pero que sin embargo evidenciaba haber sido acondicionado con un toque ultramoderno.
Un cartel en color negro mate con letras góticas blancas, iluminado por haces de luz incandescentes anunciaba el nombre del prestigioso restaurante: “La place des modèles”.
—¿El lugar de los modelos? —preguntó con inocencia Mateo.
—Así es… —respondió misteriosamente Tomás.
Los chicos ingresaron a una suerte de vestíbulo donde fueron recibidos cortésmente por una mujer alta como una palmera y portadora de una belleza tan exótica como refinada. Una sonrisa amable que se perdía en un rostro aceitunado, iluminado por dos enormes ojos verdes y coronado por un peinado de negros cabellos recogidos los saludó con un: “Bonsoir, Tommy”.
—Bonsoir, ma chérie —respondió el muchacho dándole un beso a la maître del lugar—. Giselle, él es mi amigo Mateo.
—Enchantée —pronunció la joven hundiendo sus mejillas como si se le hubiera tapado la bombilla del mate.
—Également. —Fue la respuesta de Mateo en un excelente francés.
A continuación, la anfitriona les pidió que la siguieran. Los llevó hasta sus lugares, donde se detuvo frente a una mesa redonda cubierta por un mantel de seda blanca que estaba rodeada por dos sillas estilo Luis XV, tapizadas con un brocato aceitunado. Coronaban la mesa un candelabro de plata, copas de agua y vino; y una serie de accesorios típicos del lugar. Las melodías del piano de Beethoven, llenaban mágicamente el ambiente con “Para Elisa”.
—Guau —dijo Mateo mientras tomaban asiento—, en verdad te has lucido, no me imaginé que terminaría la noche en un lugar así. ¿En qué momento conseguiste la mejor ubicación en el restaurante si está lleno?
—Me los reservó hoy Oleg.
—¿Oleg? ¿Tu Oleg? —dijo en tono burlón.
—Sí, y es mi amigo, ya te dije. Le comenté hoy que te había conocido y quiso agasajarnos en su restó.
—¿Este boliche es de él? —preguntó en tono de broma Mateo.
—¡Sí! Es uno de los restaurantes más importantes de París y es propiedad de Oleg y unos amigos modelos. ¿Por qué te creés que se llama así el lugar?
—Creo que entiendo —Mateo sonrió sorprendido.
—Estimados, por favor, tomen sus lugares —los interrumpió Giselle.
Luego de sentarse, los chicos tomaron unas servilletas de seda blanca y las apoyaron sobre sus regazos mientras recibían las cartas con el menú. La muchacha presentó al mozo que atendería su mesa y regresó a la recepción. Mateo comenzó a hojear unas comidas cuyos nombres eran un tanto difíciles de traducir, y se encargó de explicarle en detalle en qué consistía cada plato, haciendo que por momentos Tomás se quedara observándolo. Estaba sorprendido de cómo Mateo se manejaba en lugares que no eran habituales y la facilidad con que hacía ver hasta las cosas más difíciles, como en su caso, que era saber el significado de las palabras en otro idioma. Sentía que el hombre con el que estaba por compartir una cena no era el mismo joven triste y temeroso que había conocido horas antes; y eso también lo alegraba.
No pudo dejar de recordar la conversación con su hermano y, sin darse cuenta, lo miró de manera diferente. Como si fuera el vigía de un faro lo recorrió con su mirada, deteniéndose por momentos a sonreírle y a festejarle cualquier nombre o cosa que Mateo dijera. De pronto recordó la premonición de Juan Segundo y, como un acto de supervivencia, al instante reprimió el pensamiento que empezaba a alborotarle las hormonas.
—¿Qué te parece este plato? —Mateo señaló en el menú algo que tenía como ingredientes boeuf, pommes de terre et salade des haricots.
Tomás, con su muy básico nivel de francés, no entendió nada, sin embargo, al ver los dibujos del menú entendió que era algún tipo de carne con papas y ensaladas, por lo que asintió y pidió la sugerencia de Mateo. Siguió el pedido de las bebidas, que fue algo más simple y sin tanta vuelta.
—¿Qué vas a tomar, Tommy?
—Un agua sin gas, por favor.
—¡Aburrido! —sentenció Mateo—. Yo voy a tomar una copa de vino de la casa.
Una vez que eligieron su cena, el mozo que los atendía les trajo unas transpiradas copas de champán, hasta tanto llegara la comida. Hicieron un brindis, muy parecido al que habían hecho por la tarde, y comenzaron a soltarse un poco más.
—Bueno, acá estamos…
—Sí, acá estamos —agregó Mateo.
—Che, no seamos tan formales, después de lo que pasamos hoy ya somos como hermanos —dijo Tomás riéndose.
—Tenés razón, y bueno, ya que tocaste el tema, ¿tenés hermanos? ¿Cómo es tu familia?
—Tengo dos hermanos más, una hermana mayor llamada Ana, que es abogada, está casada con Pablo, y tiene dos hijos: Ástrid y Alex. Después, tengo un hermano más chico que se llama Juan Segundo, pero le decimos Juanse. Él es ingeniero, y está de novio hace unos meses con una chica llamada Paula.
—Así que sos el hermano del medio, el conciliador de la familia.
—No creas, no siempre soy conciliador… ¡generalmente soy al que no le dan ni cinco de bola y se termina cagando a golpes con los otros dos!
Mateo soltó una carcajada.
—¿Y qué diferencias de edades tenés con ellos?
—Veamos: Ana tiene 38, yo 33 y Juanse 26.
—Ah, son grandes.
—Sí, ya somos grandecitos todos. ¿Y vos?
—Yo tengo solamente una hermana, melliza —dijo Mateo con una sonrisa que le iluminó el rostro—. Se llama Elisa y tenemos 35… y ¿querés saber algo loco? Cuando nació, el tema que sonaba recién era el favorito de mi viejo, y en honor a él la llamaron así.
Tomás sintió en ese momento que Mateo poco a poco se abría y le mostraba una faceta desconocida hasta entonces. Pudo ver que quería mucho a su hermana y se asombró de la forma que tomó el lenguaje del joven al referirse a ella.
—Es reloco lo que me decís, no imagino lo que debe ser tener una hermana melliza.
—Sí, de chicos era muy loco y nos peleábamos mucho, pero ahora de grandes somos muy compañeros.
—Qué lindo, ¿y tus viejos?