El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza
y, por supuesto, un gran mapa de París que compró en el aeropuerto.
Bajó al lobby del hotel, tomó aire y, mirando hacia una ventana que prometía un día soleadísimo, exclamó: «París, ¡ahí vamos!».
—Se preparó como para recorrer todo el País, mi amigo —dijo una cálida voz, que venía de un señor apostado en la entrada del hotel con uniforme de botones.
—Bonjour, monsieur Eugene! ¿Usted cree?
—Solo bromeaba —le dijo el portero del lugar—. Tenga cuidado con el sol que hoy va a picar un poco más que ayer, esta primavera viene brava, ¡no quiero imaginar lo que va a ser el verano!
Eugene oficiaba de botones y de portero del hotel, se trataba de un franco-español de unos sesenta y algo de años, con cara de abuelo canoso y bonachón que siempre estaba atento a dar recomendaciones a los turistas que llegaban por primera vez a la ciudad.
—¡Tiene mucha razón, hay que cuidarse! Por si no lo veo a mi regreso, que pase una buena jornada —dijo Tomás cortésmente.
—¡Igualmente usted, amigo Messi!
Eugene identificaba así a cada huésped: según su nacionalidad, le asignaba el nombre de un futbolista.
—También podría decirme Diego Armando… —dijo Tomás con una sonrisa pícara.
—Sí, pero Maradona es más italiano que argentino —respondió el botones con la misma sonrisa.
—Quedamos empatados, entonces. El próximo partido lo definimos por penales, ¿le parece?
—Me parece très bien —murmuró Eugene tratando de pronunciar el español que se le mezclaba con su francés natal.
Habiendo dicho esto, le dio la mano al botones futbolero en señal de despedida y tomó envión rumbo a su primer destino. La calle era una sinfonía de gente que pasaba en bicicletas que se mezclaban con autos, calles angostas, gente muy bien vestida que iba a sus actividades, cuando de repente, al llegar a la esquina, se encontró con un Fiat 500L que estaba estacionado con el motor en marcha, y cuyo conductor le era conocido:
—¿Mateo, qué hacés acá?
—¡Tommy!, ¿cómo estás? Te estaba esperando.
—¿A mí?
—¡No, al jorobado de Notre Dame! ¡Por supuesto que a vos, a quién más, hombre!
—¿Hace mucho?
—No, recién llegué.
—Pensé que ibas a hacer un… tour deportivo —dijo con sorpresa Tommy, pero con una sonrisa que delataba que estaba contento de encontrar a Mateo allí.
—Sí, voy a hacer esa caravana, pero a mi manera.
—¿Caravana? —repitió Tomás frunciendo el ceño como buscando entender de qué hablaba.
—Se me ocurrió que, ya que alguno de los lugares a los que iré están cerca de los que vos vas a visitar, pensé que… —dijo casi como con vergüenza Mateo.
—¿Qué?
—Que podríamos recorrer juntos París.
—¿Todavía me querés como compañía?
—Obvio, además… yo mañana me voy de Francia y vos todavía tenés más días en los que podrías recorrer tranquilo la ciudad.
Tomás se cruzó de brazos. Miró a Mateo con un gesto de asombro y a la vez de duda… De alegre duda. De feliz duda.
Sonrió, y fue el gesto de asentimiento que Mateo había estado esperando.
—Me gusta la idea, Mateo, lástima que…
—¿Qué?
—Que de haber sabido que viajábamos en auto, hubiera traído el termo y el mate.
—¿Trajiste un equipo de mate? No te creo.
—Sí, lo tengo en el hotel. Si me aguantás un poco, lo voy a buscar.
—¡Dale, te espero! —exclamó emocionado Mateo.
—A propósito, lindo auto… —se burló Tomás.
—¿Me estás jodiendo? —replicó Mateo apoyando su cabeza en el volante del vehículo.
—No —concedió Tomás, aunque enseguida agregó con una risa—: Pero debo decir que no te imaginé alquilando un auto de color amarillo y techo blanco.
—Es lo que había en la agencia, igual, si no te gusta, dejá que me voy en auto y vos arreglate en el bus de los turistas…
Mateo simuló poner primera y dejar el lugar, haciendo un gesto de indiferencia mientras soltaba una risotada.
—¡Bueno, no te pongas así, che! —Fue la alegre réplica de Tomás.
—Andá, andá a buscar el mate antes de que me arrepienta de la invitación —se quejó Mateo.
Cinco minutos después, Tomás apareció con el famoso equipo —que consistía en una exquisita pieza de cuero de vaca similar a una cesta que contenía el termo, un paquete de yerba, un poco de azúcar y edulcorante y el mate propiamente dicho con una bombilla plateada— y además, una bolsita de papel que traía unos croissants que le había obsequiado la cocinera del hotel, quien le había cargado el termo con agua caliente.
Mientras Mateo ponía en marcha el auto, Tomás cargó el recipiente con yerba mate y le volcó un poco de agua caliente. Esperando que el auto tomara envión, tomó el primero —como es la costumbre argentina— y seguidamente cebó otro y se lo ofreció al conductor del vehículo, no sin antes preguntar:
—¿Está bien el agua?
—Sí, un poco caliente pero bien.
—¿Mateo, cuál es nuestro primer destino?
—Versalles.
—¿Versalles? ¿No es mejor empezar por los estadios que están más cerca?
—En realidad, si no fuera por el tema de horarios, sí sería una buena idea, pero como los museos cierran temprano y los estadios no, lo ideal es arrancar por los lugares más lejanos. Desde donde estamos tenemos unos 43 kilómetros de viaje.
—Bien, vamos a poder matear y conversar bastante, entonces. —De hecho, tenía una pregunta en la punta de la lengua—. ¿Puedo preguntarte algo, Mateo?
—Decime.
—¿Cómo estás? Digo, después de lo que pasaste ayer.
—Bien, gracias por preguntar. La verdad es que a la noche terminé muerto y cuando apoyé la cabeza en la almohada hice un repaso de todo lo que ocurrió y, si bien me angustié, no te lo voy a negar, al recordar lo bien que la habíamos pasado luego… —Se produjo una pausa—. Bueno, eso hizo que olvidara todo lo malo que había pasado en la mañana. Y creo que en parte por eso quise salir de nuevo hoy con vos; me siento a gusto y acompañado con alguien de mi país, y más con un amigo, como en tu caso —agregó sin miedo ni vergüenza.
—Conozco la sensación —dijo Tomás mientras volvía a verter agua caliente del termo en el mate—. Este tipo de viajes sirven para conocer mucha gente copada, y yo también estoy contento de haberte conocido.
Y puesto que cuando se está en buena compañía el viaje se hace más rápido, cuando se quisieron acordar ya habían llegado al primer destino. Habían descendido del vehículo y caminaban hacia la entrada principal del Palacio de Versalles cuando el teléfono de Mateo comenzó a sonar. Se alejó unos metros, advirtió que algo pasaba.
—¿Hola? Sí, mamá… —dijo Mateo casi como en un susurro.
Tomás no pudo evitar escuchar