El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza

El viaje de Tomás y Mateo - Lisandro N. C. Urquiza


Скачать книгу
sin percatarse de que en la vereda se encontraba el sujeto que minutos antes había conocido en la pista.

      —Eh, tío, no terminamos de hablar —le gritó al verlo pasar.

      Sergio sostenía una botella con su mano izquierda mientras que con la derecha arrojaba la colilla de un “pitillo” que terminaba de fumar. Con esa misma mano y con brusquedad sujetó a Tomás, a quien por poco tira al suelo.

      —¡Ah, sí! —exclamó Tomás tratando de zafar del musculoso que lo tenía sujeto.

      El español olía a cigarrillo y alcohol, y poco a poco fue acercando a su víctima hacia él, vaya a saber con qué intenciones. En un tono poco amable se dirigió a Tomás:

      —¿Y dónde dejaste a tu chico?

      —Está esperándome; ahora, si me permitís pasar, tengo que irme.

      —¡Hey! ¿Por qué tan apurado, rubito? Quédate un rato más así nos divertimos —insistió mientras lo miraba de arriba abajo.

      —Todo bien, pero me estoy yendo y me esperan, dejame pasar que tengo que irme —le repitió Tommy ya en un tono serio y decidido a terminar con la charla.

      —¡Ea, ea, no te alteres que la noche recién empieza!

      Frente a esto, el rostro de Tomás comenzó a cambiar de color, pasó del rojo al morado en cuestión de segundos y su expresión era una combinación de bronca e impotencia. Sin embargo, el muchacho no era persona de armas llevar y prefería evitar la confrontación a toda costa, algo que muchas veces no le daba buen resultado.

      —¿Te llamabas Sergio? —le preguntó.

      —Así es, tío.

      —Te voy a decir algo: primero, no me digas tío; segundo: puede que sea algo más menudo que vos, pero eso no significa que no sepa defenderme; así que no me jodas más y soltame de una vez.

      Esto último pareció agitar aún más a su acosador. Soltó la botella que al tocar el suelo explotó en miles de vidrios, todos quedaron regados alrededor de Tomás. Teniendo ahora ambos brazos libres, el gigante sujetó por la cintura al muchacho y comenzó a hurgarle el cuello con su boca, como un lobo que saborea el cordero que va a devorar.

      —¡Soltame, imbécil! ¿Quién te pensás que sos? —gritó Tomás mientras trataba de empujarlo para escaparse, lo cual era como si un pajarito tratara de derribar un muro de piedras con el aleteo de sus alas.

      —¡Dame un beso, no te hagas el difícil! —insistía el matón.

      De pronto, y como una sombra que salió de la nada, un golpe seco dejó al atacante pegado a la pared. Mateo lo había sujetado por el cuello manteniéndolo contra la pared como la abrazadera de un caño. Lo levantó y lo sostuvo prácticamente en el aire, sus pies abandonaron el suelo mientras daba patadas.

      Los ojos del atacante se agrandaron cuando el argentino le gruñó, enseñándole los dientes en la cara.

      —¿No escuchaste que te dijo que lo soltaras? ¿Sos sordo, gallego? No te hagas el pícaro porque te voy a cagar a trompadas, ¿está claro?

      Con el impacto que causó Mateo empujando al mangurrián, Tomás perdió el equilibrio y se cayó, con tanta mala suerte que, al querer amortiguar el golpe en el piso, uno de los pedazos de vidrio le lastimó la palma de una de sus manos. Dado el estrés del momento, no se percató de ello, ya que automáticamente se puso de pie y trató de calmar a Mateo, cuyos ojos inyectados en sangre miraban a su atacante como para matarlo. Sin embargo, el bribón no se daba por vencido y desafió al argentino.

      —Andate a la mierda —gritó.

      Mateo empujó a Tomás detrás de él, quien presionó la cabeza contra su espalda.

      De un puñetazo seco en el estómago, hizo doblar a Sergio sobre su cuerpo, y con la rodilla le dio de lleno en la mandíbula, de la que brotó un destello carmesí.

      —Ya está, vámonos de acá; no le des bola, ya pasó —dijo Tomás al ver la escena.

      —¡No lo dejo un carajo, que se disculpe el boludo este, por lo menos! —insistió Mateo, quien seguía sosteniendo al agresor y lo miraba con una expresión que hizo asustar al mismísimo Tomás.

      —Dejalo, no vale la pena —dijo mientras le sacaba la mano del cuello del acosador, quien gritó cuando cayó al suelo, aterrizando de lado.

      —¡Discúlpame, tío, no fue mi intención! —el sujeto se había encogido del miedo. Salió corriendo, mirándolos con desdén, pero era la actitud típica de un cobarde que vacila y se quiebra.

      —¡Corré, nomás, cagón! ¿Por qué no te metés con alguien de tu tamaño, forro? —continuaba gritando Mateo.

      Tomás se quedó un momento en silencio observándolo. Si bien la situación había sido tensa, Tomás no pudo evitar ver cómo se relajaba una prominente vena azul que momentos antes se había marcado fuertemente en el bíceps de Mateo. Observó sus facciones endurecidas y unas gotas de sudor que salpicaban su frente y aterrizaban sobre el pecho del muchacho. Posó su mano allí y la silueta de unos fuertes pectorales lo sorprendieron. Se quedó así un momento, con la palma sobre el dorso.

      Sintió los latidos acelerados y el ritmo de la respiración que se agitaban como si aún siguiera peleando. Lo observó de arriba abajo y se sintió inmoral por las imágenes que le venían a la mente. Sonrió y se quedó en silencio.

      Se maravilló con lo que vio.

      Se maravilló con lo que olió.

      Se maravilló con lo que sintió.

      De alguna manera, no lo había registrado, no hasta que estuvo frente a él. Los ojos de Mateo permanecían agrandados. Lo miró. Y Tomás sintió que el sol le eclipsaba el cuerpo. El latido de su corazón también era rápido, constante.

      Por un momento pensó en mil cosas y una ráfaga sacudió su cabeza, como si intentara volver a la realidad. Algo en su interior se había despertado con la situación. Logró calmarse e hizo lo propio con Mateo.

      —Está bien, no pasó nada; ahora vámonos. Acá tengo las llaves, dejame que yo conduzco, vos no te sentías bien.

      Mateo tomó la mano de Tomás que aún seguía apoyada en su pecho y, como si se tratara de la patita de un cachorro, le dio un beso tierno. Luego la quitó. Se acomodó un poco el cabello para atrás, ladeó su cabeza para la izquierda y luego hacia la derecha. Trataba de componerse.

      —¿Estás bien? —quiso saber Tomás con su voz algo quebrada.

      —Sí, Tommy, vamos a buscar el auto y vámonos a la mierda de acá.

      Los chicos caminaron en silencio hasta llegar al auto. Tomás se dispuso a subir del lado del conductor, pero Mateo lo detuvo. Le quitó las llaves y dijo:

      —No, dejá que mejor manejo yo, ya me despabilé; el que no está en condiciones ahora sos vos.

      —Lo que vos digas.

      Ya dentro del habitáculo, Mateo observó a Tomás. Estaba en silencio, había empezado a temblar como una hoja y estaba a años luz de allí.

      —Tommy, Tommy, ¿estás bien?

      Silencio.

      —Tommy, por favor, decime que estás bien.

      Las palabras de Mateo sonaron a una súplica.

      —¿Eh?... sí, sí —dijo con la voz rota.

      Se aclaró la garganta como pudo y miró los ansiosos ojos de Mateo. La mirada que le dedicaba lo desarmó. Volvió a maravillarse como minutos antes. Se sonrojó… y sus ojos se llenaron de lágrimas.

      —Nunca me había pasado algo así, es decir, de chico tuve que bancarme algún que otro pelotudo que me dijera cosas o me pegara por ser distinto; pero me había acostumbrado a defenderme y que no me importara lo que me dijeran. Pero esta noche en verdad me asusté…


Скачать книгу