El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza

El viaje de Tomás y Mateo - Lisandro N. C. Urquiza


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de fumar, no vayas a usar un encendedor porque volamos todos por el aire con el pedo que tienen estas dos encima… —dijo por lo bajo.

      —¡Hola! —se presentó Mateo, como si necesitara romper el hielo con las chicas. No terminó de decir eso que cada una dejó su copa en la mesa y tomaron a los argentinos del brazo y los llevaron a la pista de baile que se formaba en el sótano del bar. La morocha sacó a bailar a Tomás, y su amiga de los Países Bajos, al compañero de este.

      La música poco a poco fue subiendo de volumen y al cabo de un rato esa zona se llenó de personas, contagiadas con el ritmo de las parejas que invitaban a seguirles el ritmo. Los argentinos bailaban y se miraban por momentos riéndose de las situaciones que se generaban; las chicas, por su lado, manoteaban cuanta copa veían dando vuelta; lo que al cabo de un rato las llevó a perderse entre la multitud. De esta forma, los chicos quedaron bailando con el resto, sintiendo de a ratos como que estaban en otro planeta; sobre todo, Mateo que, entre el vino caliente y alguna que otra copita de champán que le habían convidado, lo habían convertido en una suerte de pelota que saltaba y rebotaba.

      Hacía calor en el club, todo estaba pegajoso y húmedo.

      Así pasó poco más de una hora que entre baile y copas, Tomás y Mateo disfrutaron de una noche por demás movida. En algún momento en que Mateo se alejó, Tomás se encontró rodeado por dos chicos de un par de años menos que él, quienes se acercaron, apretándose contra él en la pista de baile.

      Uno de ellos fue el primero en hablarle. Un par de ojos negros, piel tostada y una sonrisa algo exagerada. Era un hombre de aproximadamente treinta años, bastante alto —por cierto— que ostentaba un peinado por demás moderno: bien cortito de atrás, con tres rayas transversales a los costados y una cresta ondulada adelante que, más que verse a la moda —a los ojos de Tommy—, lo hacía ver como un loro corrido a escobazos. La vestimenta bien ajustada al cuerpo y una musculatura un tanto exagerada denotaban que era amante del gimnasio.

      —Tío, tío, ¿de dónde eres?

      Tomás apenas le dedicó una mirada, la misma que uno suele darle a una mosca verde que comienza a rondarle los días de verano. Su respuesta fue seca.

      —Soy de Argentina, y vos claramente sos de España.

      —Así es, me llamo Sergio, soy de Barcelona —respondió el joven mientras agitaba el hielo del trago que tenía en su mano y con la otra trataba de tocarle la cintura, o el pecho a Tomás, movimientos que este trataba de evitar sacudiéndose como si tuviera pulgas en el cuerpo.

      La música estaba alta, las luces brillaban, esa zona bajo tierra ya no tenía el mismo ambiente que la del piso superior. Tomás podía oler el alcohol, el sudor y el perfume empalagoso del español que intentaba acoplársele.

      —¡Qué bien! —respondió Tomás sacándole la mano de su cintura.

      —¿Y qué te trae acá, tío?

      —Estoy de viaje de turismo, ¿y vos?

      —Estoy trabajando acá, no en el bar, sino en la ciudad —aclaró el español.

      —Lo supuse —respondió Tomás con la intención de cortar la charla, ya que “el tío” en cuestión era bastante pesado y manolarga.

      —¿Y de qué la vas tú, tío? —Sergio se presionó contra Tomás, una larga línea caliente de sudor y carne. Hizo un giro de sus caderas contra las de él.

      Tomás ya mostraba cara de pocos amigos y, quitó una vez más la mano que le había apoyado en la cintura.

      —No te entendí, ¿qué?

      —Sí, de qué la vas, ¿te molan los tíos a ti?

      —Supongo que sí —respondió Tomás, porque no estaba muy seguro de lo que le había preguntado su denso admirador quien, con una audacia algo insolente, continuó presentando batalla por el rubio. La canción que sonaba cambió y sintió labios sobre su cuello, el roce de una lengua. Tomás se sentía molesto y eso terminó de ofuscarlo. Intentó darle un empujón para separarlo, más lo único que logró fue que su pretendiente le dedicara una sonrisa maliciosa que se curvó como la del gato de Cheshire.

      —¿Quieres ir a un lugar más cómodo para charlar?

      —Te lo agradezco; estoy bien así y en un rato me estoy yendo.

      En medio del diálogo y cual caballero al rescate apareció Mateo en escena, quien había observado todo desde lejos y se aproximaba con una sonrisa un tanto socarrona. Al llegar abrazó a Tomás por la cintura y le dijo:

      —¿Todo bien por acá, corazón?

      —¡Sí, te extrañaba! —exclamó abrazando a Mateo casi sin poder contener la risa.

      Viendo la escena —que le supo a vinagre—, el español lanzó un bufido y como un soldado derrotado, dio media vuelta y se perdió entre la multitud, mientras los chicos se quedaban en medio de un mar de risas comentando lo bizarro del momento.

      —Me salvaste, no sabía cómo sacármelo de encima.

      Mateo sonrió a la vez que se soltaba de Tomás.

      —La verdad es que me divertí viendo cómo te encaraba el grandote, aunque debo decir que me sorprendió que no te gustara; tenía facha el chabón.

      —Sí, por fuera muy linda la cáscara, pero muy poco el contenido.

      —Epa, ¿eso lo determinaste en los cinco minutos o menos que duró tu charla con el chabón?

      —No, ya me di cuenta en el primer momento en que empezó a hablar —replicó Tomás, mientras tomaba su mochila del vestidor—. Debo decirte que era muy lindo, pero cuando abrió la boca se terminó la magia; de todas formas, no vine de levante…

      Esta última frase Tomás la dijo con cierto tono de tristeza, algo que a Mateo lo sorprendió. Sin embargo, no podía ocultar la curiosidad por lo que le estaba pasando.

      —Pero las dos veces que te dejé solo, se te arrimaron mujeres y hombres como abejas a la miel.

      Tomás sujetó fuertemente las correas de su mochila, luego se acomodó su lacio flequillo y se calzó el sombrero. Miró a Mateo seriamente y sonrió.

      —Demasiadas emociones por hoy, vámonos de acá que todavía nos falta el viaje por el Sena y, si tenemos suerte de encontrar algo abierto, podemos cenar algo.

      Los chicos salieron del bar y caminaron hacia donde estaba estacionado el auto, a unos pocos metros de allí. Mateo caminaba arrastrando los pies, en parte por los efectos etílicos de todo lo que había ingerido. Esto, sumado al contacto con el aire fresco, lo hizo caer lentamente en un estado de somnolencia, lo cual quedó de manifiesto al llegar al vehículo y querer abrir las puertas.

      —No encuentro las llaves del auto —se quejó mientras revisaba los bolsillos de su pantalón una y otra vez.

      —¿No las tendrás en la mochila? —preguntó Tomás.

      —A ver, ayudame que no puedo abrir el cierre, creo que no debí tomar tanto —se lamentó Mateo de nuevo, quien, si bien no estaba alcoholizado, se sentía un poco mal.

      —Acá no están, ¿no las tendrás en los bolsillos de la campera?

      —¿Qué campera? ¿El buzo? Ah, las debo haber dejado en la silla en la que estaba sentado, soy un boludo a cuerda.

      —Hagamos una cosa: vos quedate acá apoyado en el auto y tomando un poco de aire mientras yo vuelvo al bar y busco tu buzo. ¿Era de color azul?

      —Sí, azul con un escudo de color blanco con una letra “M”.

      —Sí, ya me acuerdo. Esperame que ahora vengo.

      Tomás entró nuevamente al hervidero de gente en el que se había convertido al caer la noche ese lugar. Un rato antes había estado sereno y tranquilo como un templo, pero ahora albergaba a un sinfín de visitantes de diverso rango etario y cultural.

      Como


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