El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza
le restó importancia.
Se sintió cansado.
Y se sintió a salvo.
—Gracias por defenderme… Nunca antes alguien había hecho algo así por mí.
La confesión, que brotaba desde lo más profundo del alma de Tomás, sorprendió a Mateo. En ese momento se quebró y se puso a llorar a pesar de los esfuerzos que hacía por contenerse. No quería que lo viera así y giró su rostro hacia la ventanilla del vehículo, tratando de ocultar lo que le pasaba, aunque era demasiado tarde.
Mateo se quedó en silencio, no se animaba a decir nada, estaba afectado más de lo que él hubiera querido.
Se sintió raro.
Se sintió querido.
Se sintió valorado.
Al cabo de un instante, Tomás, volviendo en sí, dijo con un hilo de voz:
—Muchas gracias.
—Es lo menos que puedo hacer por vos.
—Perdón por esta escena —dijo Tomás, que luchaba contra un sollozo al tiempo que su cuerpo continuaba temblando como una hoja. Buscando reponerse, se secó la cara con la remera que traía puesta.
Mateo le dio arranque al vehículo y encendió el navegador. Dejó un rato el auto en marcha y esperó.
—¿Estás mejor?¿Estás como para irnos?
—Sí, Mateo, ya estoy mejor. Vámonos, nomás.
El vehículo comenzó a marchar y a los pocos minutos ya estaban en la autovía. Los chicos permanecían en silencio. Tomás notó que Mateo se secaba de vez en cuando las gotas de sudor que seguían brotando de su frente.
—Mateo, ¿te sentís bien? Estás transpirando mal y te noto cansado.
—Quedate tranquilo que estoy bien. Creo que la mezcla de vino y tragos me cayó mal; la cabeza me da vueltas, pero ya estoy repuesto.
Mateo sonrió, puso quinta marcha y volvió su mirada al rubio copiloto. Algo le llamó la atención.
—¿Qué es esa mancha que tenés en la mano?
Al mirarse la palma, Tomás advirtió que tenía un corte, quizás ocasionado por la esquirla de algún vidrio cuando se cayó al piso y, si bien el corte no era muy profundo, era suficiente para que sangrara profusamente.
—No te hagas problema, yo lo arreglo —murmuró.
Sacó un paquete de pañuelos de papel de su mochila, luego tomó la botella de agua mineral que llevaba en el portavasos del auto y se volcó un poco de líquido en la herida. Se secó con los pañuelos y dejó uno puesto como si fuera un vendaje.
—Eso no es suficiente, busquemos una farmacia o algún centro médico —se preocupó Mateo.
—En eso estoy de acuerdo con vos, de todas formas, por lo que veo es solo un corte superficial así que con ir a una farmacia será suficiente —atinó a responder Tomás, que se mantenía luchando para no mancharse con la sangre que continuaba saliendo, ya en menor cantidad.
A los pocos minutos se encontraban en otra autopista poco transitada. El clima de la ciudad se notaba un poco pesado y, mientras Mateo conducía, observaba de vez en cuando a su copiloto, que investigaba las radios del tablero en busca de un poco de música. Tomás tenía una expresión pensativa que de repente derivó en una sonrisa que no pasó desapercibida…
—¿Qué fue esa risa?
Tomás se sonrió, mientras continuaba buscando algo en la radio.
—De la cara que puso el gallego cuando lo agarraste del cogote.
—Grandote al pedo —dijo Mateo mirando por la ventanilla hacia algún punto en el paisaje.
—¡Sleeping in a car…! —tarareó Tomás cuando escuchó la canción que provenía de la radio.
Mateo lo observó un momento y siguió conduciendo muy plácidamente como si toda la vida hubiera vivido en París, tarareando también la melodía que era interrumpida de vez en cuando por la locutora del navegador que le indicaba el camino para llegar a su destino.
Hicieron una parada en una pharmacie situada en la galería Des Champs Elysées, donde como pudo se dio a entender que necesitaba comprar algo para vendarse la herida. Un hombre canoso entrado en años y vestido con un guardapolvo blanco atendió muy cortésmente a los chicos y le sugirió a Tomás comprar un paquete de gasas hidrófilas, cinta y un desinfectante; previo paso por un gabinete donde le lavaron la herida y se la curaron. Volvieron al auto y al cabo de unos quince minutos llegaron al edificio donde Mateo se hospedaba. La lluvia ya había empezado a caer, lo que le dificultaba un poco la visión al conductor, que luchaba por estacionar el auto en el espacio milimétrico que quedaba entre otros dos vehículos estacionados en la acera del lugar. Como si jugara un Tetris, maniobró varias veces hasta que por fin logró estacionar el Fiat como si hubiera terminado de encajar la última pieza de un rompecabezas, sacó la llave del auto y comenzó a hablarle a su copiloto, que había caído rendido a los brazos de Morfeo.
—Tommy, Tommy, despertate que ya llegamos —susurró Mateo mientras lo sacudía cuidadosamente.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —se sobresaltó—. Ah, sí, ya llegamos; ¿vamos al paseo por el Sena?
—No. ¿Qué paseo? Vos, en tu estado, lo único que podés hacer es dormir unas horas. Vení, vamos a mi departamento así descansás un poco.
Mateo sacó de su mochila un llavero con una miniatura de la Torre Eiffel que contenía un manojo de llaves y bajó del vehículo, en tanto Tomás trataba de salir de su estado soporífero. Bajó muy despacio, tratando de no apoyar la mano lastimada, que poco a poco comenzaba a dolerle. Mateo lo asistió llevándole su mochila y ambos se pusieron en camino hacia el ingreso de un edificio. El mismo era de estilo “art decó” y se veía bastante antaño. Sin embargo, se notaba que había sido remodelado recientemente, conservando el estilo y con un aire un poco más moderno. Se podían apreciar detalles de esa época, como las líneas rectas, los cubos y esferas predominantes del estilo; además de los “zigzag” que caracterizaron el diseño de los años 30.
Vía un ascensor que parecía una jaula de alambre tramado negro, los chicos llegaron al tercer piso. Salieron del elevador, que los dejó en un pasillo iluminado por unas lámparas de pie que se elevaban sobre el piso alfombrado con unas guardas de color gris y unos arabescos en tonos negros y blancos que le daban un aspecto moderno y pulcro.
Llegaron a la puerta del 3 B y, tras un “adelante” declamado por Mateo, él y Tomás entraron al apartamento que se veía iluminado por halos de luz que provenían de la calle, atravesando unos enormes ventanales que tenían aún sus cortinas levantadas. Tommy se sentó en un sofá que se encontraba en el centro del living y se revisó la mano vendada, mientras que su compañero pulsaba las teclas de los interruptores de luz que al instante mostraron, como si fuera un espectáculo, un lugar exquisitamente decorado, también al estilo art decó, pero con un aire moderno. Se podían apreciar exquisitos muebles que combinaban materiales característicos del estilo como la baquelita, el carey, el cromo y maderas nobles como el palisandro y el ébano.
Mateo se dirigió al dormitorio, donde se cambió la ropa por algo más cómodo; y dejó sus ropas sobre una silla tipo otomana. Corrió las cortinas para oscurecer el lugar y volvió por Tomás, quien seguía observando su mano que le empezaba a doler.
—¿Cómo está eso? —preguntó señalándole la herida.
—Me duele un poco, pero ya se pasará. Bueno, debería irme —dijo poniéndose de pie y tomando sus cosas.
—¿Adónde? ¿Estás crazy? Ni loco te dejo ir. Quedate acá esta noche, al menos, hasta que mañana amanezcas y te puedas asegurar de que la mano está bien.
—Te lo agradezco, pero no quiero molestar.
—Para nada, te preparé