El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza
Estaba un poco engripada por la época del año acá en Buenos Aires, pero nada grave, se tomó unos días en el estudio hasta que se cure la gripe.
—¿Y los sobris, cómo están?
—Los gemelos están muy bien, siguen recuperándose lo más bien de la operación y, por suerte, no se contagiaron la gripe.
—Mejor así —se alegró Tommy—. Mandales un beso a todos los enfermos de parte mía.
—Perfectirijillo —bromeó Juanse.
Los hermanos se quedaron un momento en silencio, ambos sonreían a cada lado de sus pantallas, tal como solían hacerlo cuando sentían que todo estaba bien.
—Bueno, nene, te voy a dejar que me tengo que bañar antes de salir…
—¡Con tu novio! —completó Juanse en plena risotada.
—¡Callate! —bufó Tomás como si fuera un toro.
—¡No te calentés que te estoy jodiendo! Bueno, te mando un abrazo y teneme al tanto de las novedades —se despidió el hermano menor de Tommy haciendo el gesto de la paz con sus dedos.
—Está bien, te mantengo al tanto…
—¡Ah! ¡Esperá, no me cortes!
—¿Qué pasa?
—Cuando puedas, escribile o llamalo a Oleg, que estaba preguntando a ver cómo estabas.
—¿Estuviste con él?
—Sí, hoy cuando volvía de regar las plantas de “tu casa”. —Juanse hizo hincapié en esta frase dado que era una tarea que mucho no le gustaba hacer—. Pasé a la vuelta por su restaurante y me quedé un rato conversando con él, ya que pocas veces está en Argentina. Me dijo que se habían estado escribiendo por celu…
—Sí, nos estuvimos whatsappeando y le fui contando un poco cómo iba el viaje, en especial porque él acá siempre juega de local cuando viene.
—¡Sí, Oleg es un capo! Si no fueran tan buenos amigos, sería el novio ideal para vos, Tommy.
—¡Otro más con ese tema…! —exclamó Tomás al borde del hartazgo.
—¡Bueno, che, yo decía! Qué carácter del orto que tenés. —Juan Segundo lanzó una carcajada, en tanto su hermano simulaba colgarse de una soga invisible y ahorcarse.
Los hermanos bromearon y conversaron unos minutos más.
—Bueno, péndex, ahora te dejo, y portate bien. Mandale un beso a tu novia de mi parte… ¡y vos también cuídate!
— ¡Sí, papá! —graznó Juan Segundo.
No bien terminó de hablar con su hermano, Tomás buscó en la agenda de su celular y marcó el número que decía: “Oleg, mejor amigo”. A los pocos segundos, del otro lado de la pantalla se hizo visible la estampa de un elegante hombre que tendría la edad de Tomás y que, con un raro acento francés en la voz, respondió la videollamada:
—¡Tommy! ¿Cómo andás, amiguito? ¡Me tenés abandonado y sin noticias de tu viaje!
—¡Que hacés, Oleg querido! Nada que ver, recién volví de la calle y tengo un poco de tiempo para hablar con la familia y los amigos, aunque vos sos ambas cosas.
Olegario de pronto hizo una mueca de sarcasmo.
—¿Qué pasa que estás tan comunicativo y a la vez tan risueño, vos?
—¿Qué decís, Oleg? —Tomás se sonrojó como un tomate bien maduro.
—Que no estabas con demasiado ánimo la última vez que hablamos, evidentemente, el viaje te está sentando bien… ¿O acaso hay algo más que no me estás contando?
—Nada que ver, ando como siempre.
—Está bien, ponele que te creo —dijo Olegario con un cambio de expresión—. ¿Estás bien? Cuando escuché lo sucedido en la Notre no lo podía creer…
—Sí y, en realidad, si estoy como estoy ahora, es por algo que pasó ahí…
—¿Qué pasó? —La portentosa voz con acento francés daba la impresión de que Oleg estaba en el mismísimo París y no en Aldea del Norte.
Y así, con un oído que amigablemente lo escuchó desde un pequeño poblado de Buenos Aires, Tomás le contó todo lo sucedido a Olegario, quien solo con escuchar el relato de su querido amigo, dedujo al instante lo que estaba empezando a pasar por el corazón de Tomás, algo que él todavía no había descubierto.
El teléfono de la habitación de Tomás sonó un par de veces. El muchacho peleaba con su pelo lacio frente al espejo del baño, y era claro que estaba perdiendo la batalla. A la segunda vez que comenzó a sonar lanzó un bufido y, blandiendo un cepillo de cerdas negras en actitud amenazante, acudió a atender la llamada.
—Allô? —dijo en un francés muy malo.
—Bonjour, monsieur Prado. —Se escuchó la voz de una mujer del otro lado que hablaba español con un marcadísimo acento francés.
—Bonjour, mademoiselle.
—Monsieur, lo llamo de la recepción, hay un señor llamado Mateo que lo busca.
—Muchas gracias por el aviso, ya bajo.
Al cabo de unos cinco minutos y, luego de pelear cuerpo a cuerpo con el cepillo y un peine, Tomás bajó presto para disfrutar la noche parisina.
En el lobby del hotel lo esperaba su nuevo amigo.
—¿Listo para cenar en París? —preguntó solemnemente.
Tomás miró de arriba abajo a su amigo y creyó estar en presencia de algún súpermodelo de fama internacional.
—Sí, Mateo, más que listo. Aunque creo que me vestí demasiado informal para la ocasión, en comparación con vos que parecés salido de una revista de modas… Ni Oleg te llegaría a los talones…
—¿Oleg? ¿Quién es Oleg? —preguntó Mateo con una sonrisa que dejó ver un rostro que ahora tenía vida, a diferencia de unas horas antes.
—Olegario De Almeida.
—¿El modelo?
—Ese mismo…
—¿Lo conocés?
—Sí, claro…
Mateo se cruzó de brazos por un momento. Ladeó levemente su rostro y miró con aire de pensador. Luego de una breve meditación dijo:
—¡Ya sé, fue tu novio!
—Nada que ver, es mi amigo… —respondió Tomás con una sonrisa.
—¿Sí?
—Sí. De hecho, trabajó y vivió muchos años en esta ciudad, y ahora se instaló definitivamente en Aldea del Norte.
—Qué casualidad… —Mateo sonrió con ironía.
—Así es, su papá es nativo de aquella zona, y Oleg quiso volver a las raíces. Por lo que se mudó hace unos pocos años al pueblo donde vivo y allí instaló un restaurante…
Mateo continuaba de brazos cruzados observando y escuchando.
—¿Un modelo que tiene un restaurante? Eso suena muy raro…
—Si conocieras a Oleg, verías que no es así…, él es muy emprendedor y está cumpliendo ahora su sueño de…
Mateo no lo dejó terminar. Sin ser irrespetuoso le dijo:
—Bueno,