El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza
estilo imaginativo, su cabeza comenzó a procesar y manejar distintas hipótesis: pensaba en un atentado con una bomba, o que alguien sacaría en cualquier momento un arma, y así una sucesión de hechos de todo tipo que se apoderaron de su mente. Sus pensamientos se detuvieron en el momento en que entró un prefecto de la policía de París a explicar lo sucedido —que coincidía con el relato del muchacho argentino—. Luego de pedir paciencia y colaboración, avisó que lentamente desalojarían del lugar a los aproximadamente novecientos turistas que se encontraban allí, lo que significaba que estarían bastante tiempo dentro del templo.
Tomás entendió que su destino era incierto y optó por hacer algo que lo distrajera, por lo que sacó su pequeño cuaderno de anotaciones que llevaba a todos lados. Mientras buscaba su lapicera en la mochila, se distrajo un momento. Del teléfono de algunos de sus “compañeros de banco”, comenzó a escuchar música.
Sí, música.
El refrán suele decir que calma a las fieras, y algo de cierto debió ser, puesto que muchos de quienes se veían alterados comenzaron a quedarse quietos en sus lugares, olvidándose por un momento de todo y disfrutando del sonido en jazz y blues de “Dream A Little Dream Of Me”, al que siguió “This Can’t Be Love” y “La Vie En Rose”, explotando en el sonido de la trompeta de Louis Armstrong.
Al cabo de poco más de una hora, cuando empezaron a salir en filas según estaban sentados, notó que su compatriota de pelo negro ya no estaba, lo que le pareció raro puesto que esa fila aún no había sido evacuada. En la medida que los rehenes iban dejando el lugar, Tomás seguía buscando a su compatriota con la mirada, como si algo lo empujara a hacerlo. Ya en la puerta y a punto de salir miró nuevamente a su alrededor, y no pudo localizarlo, por lo que se acercó a un guardia de seguridad que se encontraba apostado en la entrada y le preguntó si no lo había visto pasar:
—Por acá no lo he visto —le respondió cortésmente el agente—. Ha salido mucha gente, pero nadie con esa descripción —agregó en un español correctísimo, a pesar de que la tonada denotaba que era nativo del lugar.
—Me llama la atención que no esté por acá, él estaba solo y tengo miedo de que le haya sucedido algo —dijo Tomás.
—Acompáñeme, vamos a preguntarle al prefecto que está a cargo del operativo.
Caminaron unos metros hasta llegar adonde se encontraba el jefe del operativo de seguridad, a quien le decían monsieur le préfet, un agente que parecía un personaje salido de los cuentos de Edgar Allan Poe.
—¿Cómo es la persona? —preguntó en francés mezclado con mal español.
—Es alto, un metro ochenta, más o menos, morocho, algo ancho de espaldas y un poco delgado, con jeans, remera blanca y creo que también tenía zapatillas de ese color.
—¿Alguna seña en particular para identificarlo?
—Pardon me? —preguntó Tomás.
—Alguna señal particular, digo, si tiene una cicatriz, una marca, una pata de palo —dijo en tono sarcástico el agente.
—Qué gracioso, debería ser payaso en un circo o mimo en la plaza que está a la vuelta —respondió Tomás con el mismo sarcasmo.
—¿Cómo dijo?
Tomás miró hacia otro lado como desentendiéndose y solamente respondió:
—Nada, era solo una reflexión.
Hasta ese momento, la policía parisiense, a la que todos alababan por su forma de moverse y actuar, le hizo plantearse a Tomás si en realidad no era solamente astuta y nada más.
—Bueno, ¿me va a decir si su amigo tiene alguna seña particular o no?
—No lo sé. —Era cierto, no sabía—. Ya le dije antes que no lo conozco, en realidad solo hablé con él unas palabras. Me tomó unas fotografías y nada más.
—¿Entonces para qué se preocupa? —se le escuchó decir al inspector.
—No sé por qué, pero mi intuición me dice que algo pudo haberle pasado, no me malentienda, pero es un compatriota y me sentiría muy mal si algo le pasara y yo tuve oportunidad de ayudarlo y no lo hice.
—Mmm, entiendo. —No parecía entender—. Y, volviendo a la pregunta, ¿algo más para identificarlo?
—Sí, ahora que lo menciona, lleva una mochila de tela azul con una bandera argentina en el bolsillo del frente.
El prefecto tomó una pequeña radio inalámbrica que calzaba en el cinturón y comenzó a dar directivas en términos —y obviamente, en un idioma— que Tomás no llegó a entender. Mientras tanto, la gente continuaba saliendo y, conforme la Catedral fue quedando vacía, una sensación de frío comenzó a correrle por la espalda al viajero. En ese momento, se preocupó de que quizás hubieran tomado de rehén a su nuevo amigo, o de que este se hubiera descompuesto, o lo que fuera, y que él no pudiera hacer algo para ayudar a quien se había portado tan diligentemente unas horas antes.
Al final, la policía clausuró el lugar cerrando todos los accesos a las dependencias, y un oficial que estaba junto al prefecto le indicó que debía salir no sin antes ser llamado por el inspector, quien le pidió que le indicara en qué parte del salón había estado sentado el muchacho argentino perdido. Tomás miró hacia la fila central de bancos y notó, casi sin querer, que la mochila del joven aún permanecía allí, debajo del macizo asiento de roble que oficiaba, en situaciones normales, como elemento para arrodillarse y rezar.
El oficial, al ver la expresión de Tomás, posó sus ojos en el bolso abandonado y comenzó a gritar algo en francés al inspector, quien hizo que todo el mundo empezara a correr como si una plaga de langostas estuviera asolando la iglesia. «¡Evacúen el lugar, posible bomba!», fue lo que pudo entender Tomás. Sin embargo, algo le decía que eso no era correcto puesto que no asociaba el perfil del joven argentino con un terrorista.
Haciendo como si no entendiera lo que estaba ocurriendo, se soltó del brazo del oficial para volver sobre sus pasos y, en una actitud por demás vehemente, tomó la mochila. La abrió como buscando algo, mientras los policías se estorbaban tratando de evitar la audaz y por demás estúpida maniobra, pero era tarde: en una fracción de segundo, Tommy había extraído un libro de tapas azules, un buzo, un cuaderno de viaje, una botella de agua mineral, una remera con el escudo de la Champions, un pasaporte y una lapicera. Eso era todo lo que contenía el bolso. Los tres policías que habían saltado sobre él para detenerlo se quedaron atónitos, mirándose entre ellos y, seguramente, con ganas de pegarle por la irresponsabilidad del acto que acababa de cometer el rubio. Tomás volvió a guardar todo en su lugar, junto a un pedazo de papel garabateado que traía con él, y dejó a mano el pasaporte para saber al menos cómo se llamaba el joven a quien buscaban, con la certeza ahora de que algo le había pasado.
Luego de una serie de epítetos pronunciados por el prefecto inspector, entregó la mochila al oficial y se quedó mirando el pasaporte: “Santiago Mateo De la Cruz”, rezaba el documento. Argentino, cuarenta años, su información de ingreso al país coincidía con lo que le había contado cuando estaban en plena faena fotográfica. Luego de esto, le entregó también el documento al prefecto.
—¡Ea, ea, usted, venga pa’ca! —gritó uno de los tres policías, quien era español y trabajaba hacía unos años en la ciudad—. ¿Cómo dice que se llama?
—Tomás, Tomás Prado, soy un turista argentino.
—¿Está loco? ¿Cómo se le ocurre hacer semejante estupidez? —soltó el policía con expresión de furia—. ¿Mire si tenía una bomba ese bolso?
—¿En serio me dice eso? —Fue la expresión de Tomás—. ¿Cree que un terrorista va a llevar un ejemplar de El Principito en el bolso? ¡Hágame el favor, oficial, no sea ridículo!
El agente de la ley, sin saber cómo reaccionar, reflexionó un momento y se dio cuenta de que lo que Tomás decía era bastante coherente.
—¿Y