Café Pergamino. Félix Romero Cañizares

Café Pergamino - Félix Romero Cañizares


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simple pensamiento le produjo un escalofrío. Revisó por última vez que no se dejaban nada en el interior del vehículo y entonces arrancó nuevamente el ronco motor del Jeep. Según se ponía en marcha, se despidió de ellos con el dedo pulgar hacia arriba, en un saludo que parecía querer emular el de los aviadores y demostrarles que él también lo era. Ahí le vino la sensación de haberles estado ocultando algo importante. Puso entonces su vista en el retrovisor y los miró con la incertidumbre de si volvería a verlos. Eso le generó un cierto malestar por sentirse cómplice de lo que les pudiera suceder.

      En Arellano hacía meses que nadie se atrevía a adentrarse en la sierra. Meses en que ya no se encontraban jornaleros para recolectar todo el café que allí se daba, y menos aún para hacerlo en aquella escondida y lejana finca de los Espinosa, en el límite del resguardo indígena. Allí se acababa un mundo lleno de cafetos y empezaba otro más auténtico abrigado con un manto de bosques, un territorio aún más quebrado e inaccesible para los civilizados donde solo se podía avanzar a pie o a caballo, y donde ya demasiadas cosas eran impredecibles para todos.

      Sin demasiado esfuerzo, Fabián se autoconvenció de su inocencia. Como si no tuviera nada que ver, reflexionó que en el fondo a él le habían encomendado aquel transporte: no tenía por qué dar ni pedir explicaciones, y con ello se justificó pensando que él realmente estaba ayudando a aquellos turistas a cumplir su sueño: adentrarse en el corazón del mundo y conocer a los pocos descendientes que quedaban de los niuwishasa. Habían cruzado medio mundo para perderse en mitad de esas montañas. «Allá ellos con sus planes y la locura que tengan en su jodida cabeza», pensó.

      Según avanzaba la cuesta abajo, se percató de que conducía incluso más despacio que de subida; aquellos endiablados caminos, tan empinados y repletos de baches y barro, eran muchísimo más difíciles y peligrosos en el descenso que en el ascenso y, abandonados por Dios y por el Gobierno, no había máquina que los remendara desde hacía años y las dos últimas tormentas había convertido algunos tramos en lodazales. No es que Fabián no estuviera acostumbrado a manejar en aquellas circunstancias, pero aun así el trayecto era terrible hasta el alucine, y así se le ocurrió pensar que, con tantos cerros y con unos caminos tan malos, en la práctica el país era más grande porque, siendo así de abrupto, se tardaba mucho más en recorrerlo, y por tanto su patria era entonces mucho mayor de lo que la gente pensaba. Se sintió estúpidamente orgulloso por su razonamiento, convencido de haber descubierto un dato importante para su nación.

      Concentrado en la conducción, también pensó en Paola. Contó con los dedos que ya hacía siete semanas que se había ido de Arellano y que recién se había sabido de ella por las dos escuetas cartas que había recibido don Basilio. En resumen decía que estaba bien y que no la buscasen.

      1 Jeep Willys adaptado para el transporte de café y otros productos agrícolas.

      2

      Llegando al pueblo ya había oscurecido. Fabián se detuvo en la plaza, frente a la refresquería de doña Dilia, para permitir que don Basilio cruzase la calle por delante de él. El cura salía de la iglesia camino del mismo establecimiento. Se fijó en el barro que traía el Jeep y también en que una vez más bajaba vacío, sin café. De reojo alcanzó a ver las dos cajas de cartón que Fabián había colocado en el asiento trasero.

      –¿Ya acabaste tu paseo?

      –Un viaje a unos clientes del hospedaje –respondió Fabián.

      –¿A la sierra? –preguntó extrañado don Basilio.

      –Quieren visitar a los jaguaríes.

      –¿A los jaguaríes? ¿Tal y como están las cosas? ¿Cómo no les quitaste la idea?

      –Mi papá arregló con ellos, padre. Yo cumplo órdenes. ¿De verdad es tan peligroso?

      El tono de la pregunta no era inocente. Don Basilio se retuvo la boca para no hablar más de la cuenta. Pensó por un instante que debía conversar de unas con Julio Espinosa, el padre de Fabián, para que le aclarase el porqué de adentrar a aquellos turistas inconscientes en la sierra. Por unos instantes se quedó clavado con la mano puesta en la gastada cortina que doña Dilia usaba contra las moscas. Reflexivo, buscó en su bolsillo la cadenita de su reloj, tiró de ella y entonces se percató de la importancia de la hora. «Las seis casi», dijo para sí.

      –A decir verdad –retomó el cura–, desde que tu mamá murió no he parado de verle hacer cosas raras, y parece que te arrastra a ti también.

      –Yo soy libre de hacer, padre. Nadie me obliga.

      –¿Seguro? Acabas de decir que cumples órdenes.

      –Por ganarme una plata, padre.

      –Por plata… ¿Y estás ya pilotando para don Evaristo?

      –Sí, señor. Ya hace semanas que vuelo yo solo.

      –Muchacho, no te creas que vuelas solo. Sin saberlo te llevan, Fabián Espinosa.

      –Ya le digo que vuelo solo. Mire.

      Fabián metió las manos en la guantera del Jeep y sacó unas llaves pequeñas que debían de ser de la avioneta del coronel.

      –No me entiendes, ¿verdad? Tienes que ubicarte, Fabián. ¿Desde cuándo no te confiesas? No te veo por la iglesia desde que falleció tu mamá.

      Fabián se quedó pensativo, pero no alcanzó a dar respuesta.

      –Y de Paola, ¿nada que decirme? –continuó don Basilio.

      –¿Qué le voy a decir yo, padre? Yo sé lo que usted nos cuenta de sus cartas.

      –Veo que tampoco quieres entenderme.

      Fabián se sonrió de forma altanera.

      –Lo que usted diga.

      Según se disponía a continuar la marcha, Fabián recordó el interés de los turistas por el café.

      –Por cierto, padre, ¿qué café es mejor, el de la sierra o el de las montañas de Jamaica?

      –Estas montañas son las más elevadas de todo el Caribe; aquí tenemos humedad, drenaje y temperatura. Nuestro arábica no tiene nada que envidiar al Blue Mountain.

      –Si usted lo dice será cierto. Lo digo porque los turistas quieren conocerlo. Dicen que les interesa el café.

      –¿De dónde son?

      –Holandeses.

      –Tráemelos de vuelta. –No era una invitación; más bien descargaba en Fabián la responsabilidad de traerlos enteros.

      –¿Volverán, padre? –volvió a preguntar el muchacho intencionadamente.

      Con la mente nublada por lo que había detrás de aquella conversación, el cura dejó que Fabián desapareciera tras la humareda negra que soltaba el Jeep al acelerar. De camino a la sacristía tosió secamente varias veces y también concluyó que ya no haría ninguna diferencia hablar del destino de aquellos turistas con Julio Espinosa. Al llegar encontró la puerta abierta, tal y como él la había dejado al salir. Entró y la cerró con llave, como si ahora fuera más peligroso estar dentro que fuera. Abrió el guardarropa y sacó de su interior una caja de madera de detrás de las pocas camisas que colgaban de un puñado de perchas viejas de alambre. La liberó de su candado utilizando para ello una pequeña llave maestra que él mismo había escondido en lo alto de aquel mueble y que atinó a encontrar en un solo tanteo. En aquella caja el cura guardaba


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