Café Pergamino. Félix Romero Cañizares

Café Pergamino - Félix Romero Cañizares


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por la puerta.

      Emilio Vélez agarró su sombrero, se puso una cinta negra en el brazo izquierdo enseñando respeto por aquella familia y bajó a informar, primero al alcalde, porque le venía al paso, y luego a don Basilio, para pedirle que tocara a difunto por el alma de Violeta Mejías.

      De camino, pensando en la yegua, se repitió la misma frase dos veces: «Las desgracias nunca vienen solas».

      En la sala de estar quedaron Julio Espinosa y su hijo Fabián, mientras Elvira Vélez preparaba café de filtro. El aroma de la infusión recién hecha atrajo a Julio Espinosa hasta la cocina. Allí encontró una atmósfera íntima en la que le resultó más fácil soltar los sentimientos que tenía agarrados a la boca del estómago. Se quedó de pie.

      –¿Fabián tomará café? –preguntó ella, alargándole una taza.

      –Mejor que no –respondió él.

      En aquella cocina, Julio Espinosa tomó el café tinto, negro con azúcar. Elvira Vélez, también dulce pero blanqueado con un poco de leche. Fabián se quedó sentado en la cocina sin decir ni hacer nada, tan solo mirando de reojo a Paola que, apostada como una lechuza en el corredor, contemplaba la escena atentamente abrazada a su peluche mientras mordisqueaba una arepa de queso.

      –Gracias por quedarte anoche con ella.

      –Por ti hago cualquier cosa, Julio. Ya lo sabes. Los malos tragos son mejores si pasan pronto y acompañados.

      –Gracias de corazón.

      Se miraron unos segundos, como entendiéndose mentalmente. Elvira se lanzó a abrazarlo y él la correspondió con un beso contenido en la frente y otro abrazo.

      –A veces alargamos las cosas más de lo necesario, ¿no crees? –reflexionó Julio Espinosa, que se encontraba en ese estado de duermevela que queda del poco descanso y los golpes inesperados de la vida.

      –Y mientras se nos va la felicidad… –respondió ella emocionada y agradecida por la reflexión.

      Enseguida se oyó sonar con desánimo el pequeño campanario de la iglesia. El repique de las campanas interrumpió definitivamente aquel momento íntimo, invitando a Julio Espinosa a volver a su casa para cuidar del cuerpo de su mujer hasta que llegasen más vecinos a ayudar con el velatorio. También le dio un beso en la frente a Fabián dejándolo allí a cargo de sus padrinos y se marchó con el cuerpo de Violeta.

      Paola se acercó inquieta a aquella extraña mujer que ya no se parecía tanto a la que era su mamá. La contempló como si fuera otra persona. La percibió en trance, extasiada por aquella dosis anormal de adrenalina que dominaba su cuerpo. La miró y lo que vio en ella fue una madre amputada de ternura.

      –¿Por qué lo hiciste, Elvira? –dijo temerosa desde lo más profundo de su enorme alma de cinco años.

      Sorprendida por la frialdad de la pregunta de su criatura, Elvira se le acercó desconsolada con la cara desencajada y el propósito de poder agarrarla en brazos, pero le resultó imposible. El ánimo de Paola estaba dominado por esa humillación innata que surge de los corazones puros cuando sufren su primera decepción. De allí se había esfumado definitivamente la admiración por su madre.

      –¿Qué dice la niña? –preguntó Emilio Vélez según entraba de regreso por la puerta.

      –Debe de pensar que yo maté a la yegua… porque avisé a Chanchito… Ya ves… –respondió Elvira con los ojos en lágrimas.

      –Qué tontería es esa –preguntó aquel marido despistado sin precisar a qué se refería exactamente–. ¡Ven acá, mi amor!

      Paola fue el único de sus dos amores que salió corriendo hacia él. Tal vez imitando a la Libertadora de carne y hueso, lo hizo al trote, con su peluche en brazos. Al final de su cabalgada miró hacia atrás y entonces vio cómo su mamá, pálida y temblorosa, buscaba a tientas la pared mientras Fabián se dirigía hacia ella asustado para evitar su caída. A punto de desvanecerse, el muchacho consiguió sujetarla y acompañarla hasta hacerle tomar asiento en una silla de la cocina.

      –Gracias, mi hijo –alcanzó a decir Elvira.

      Con Paola en los brazos, Emilio la miró con susto.

      –¿Estas bien, Elvira?

      –Sí, es solo este calor y las malas noticias.

      En el desconcierto, Fabián preguntó entonces algo que no obtuvo respuesta:

      –¿Qué hicieron con la yegua? ¿La enterraron también?

      La pregunta de su ahijado sonó incoherente y espantosa en la mente de Elvira.

      Pasaron meses hasta que Paola volvió a llamarla mamá, pero Elvira Vélez nunca habló de ello con la pequeña; simplemente dejó pasar el tiempo pensando que lo que su hija hubiera tenido en la cabeza igual que le había venido se le iría.

      5

      El coronel Evaristo Arias no faltó al acompañamiento público por la muerte de Violeta. Llegó a la par que el cura y el alcalde para más contraste, pues en medio de aquel luto que traían las autoridades él iba vestido con un traje de algodón del color de la nieve, como si fuera un hermano mayor jaguarí. Del mismo tono que su conjunto, sus zapatos, su sombrero vueltiao de hilo de fibra de caña y un bastón de madera de macana con puño tallado y contera plateada. Eso sí, llevaba un brazalete negro en su brazo izquierdo.

      Al coronel lo acompañaba su conductor, un tipo fuerte que conservaba de su época activa de militar pero que ahora pagaba de su bolsillo, y aparentemente mejor, por el aspecto renovado que también traía; y también venía con él una mujer más joven, bastante atractiva y poco vista en Arellano, que parecía su asistente o una suerte de sobrina, aunque aquella tenía todas las luces de estar más veces recompensada por el conductor que por el mismo coronel, quien al fin y al cabo ya tenía sus años. En cualquier caso, su sola presencia, como de costumbre, le hizo protagonista en el velatorio, tanto o más que la propia difunta.

      El coronel era querido y odiado en Arellano. La gente le seguía la corriente porque con su dinero medio pueblo había sacado adelante algún negocio, como doña Dilia, que acabó haciendo los jugos de coco más ricos de todo el departamento –lástima para ella que no lo hubiera abierto en la capital; se hubiera hecho rica–, o algún cafetal. Así, eran pocos los que ponían en duda sus palabras; excepto los afectados de las fumigaciones, que aún le recordaban jactándose por haber dirigido los planes que los gringos subvencionaron en la sierra con la idea de erradicar miles de hectáreas de cultivos ilícitos. Los dueños de esos terrenos se quejaban de haber perdido sus ingresos y de que nunca cobraron compensación por ello. Nunca se lo perdonaron porque decían que «la marimba y la amapola daban por entonces trabajo en la sierra». De ahí vino cuando el coronel Evaristo Arias, por reconciliarse y quitarse la mala prensa, decidió ayudar a los colonos afectados y, para compensar sus pérdidas, se convirtió en prestamista de muchos de ellos con la condición de que plantasen café. En general aceptaron, aunque también hubo a quien el coronel le negó la ayuda «por temor a que se la gastaran en otros vicios, y por comunistas», decía. Pero la mayoría le tenía respeto, porque en Arellano muchos habían llegado huyendo de la revolución y el coronel era considerado como el mejor contacto que el pueblo tenía con el Ejército. Aunque ya estaba jubilado, si algún día llegase la guerrilla y se produjeran enfrentamientos con narcotraficantes y paramilitares, allí tendrían a don Evaristo a mano para traer al Ejército con un levantar de cejas.

      Amigo del pueblo y de las autoridades, de Evaristo Arias hay que decir que en verdad era un embaucador. Tenía la virtud de arrollar con sus peroratas, aprovechando con naturalidad la autoridad militar que le concedían los galones y la paciencia de los vecinos. Te traía a un escenario en el que parecía estar sucediendo una cosa, ciertamente la que el escuchante quería oír, sin saber que en verdad jugaba con él, como un maestro del ajedrez, calculador en el tablero y en la vida; un tipo que nunca delataba su estrategia,


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