Café Pergamino. Félix Romero Cañizares
se golpeó con la puerta y olvidó por completo que tenía a su cargo a la pequeña Paola.
En mitad de aquella conversación, Chanchito, extrañado, volvió a concentrarse en su tarea.
–Juraría que agarré dos dosis.
–Tú también estás mayor, Chanchito.
–Yo soy viejo, Emilio. Cualquier día me toca retirarme. Pero es que tú te sientes viejo, y aún te queda media vida por delante.
–¿Qué vas a ponerle pues? –preguntó Emilio en referencia a la inyección.
–Primero un relajante muscular y luego la eutanasia.
Aquel veterinario despistado concluyó que de todas maneras con una dosis sería suficiente y le advirtió que en unos minutos el animal moriría quedando con los ojos abiertos, un efecto secundario del barbitúrico.
–Te lo digo porque te veo sensible; no me vengas luego con poemas: que si te quería tanto que se quedó con los ojos abiertos para ver a su amo…
Emilio Rincón no se inmutó con el comentario de Chanchito que, a su manera, pretendía ser afable y quitarle hierro al asunto.
Paola contempló la escena y, a pesar de que era una culicagada que no comprendía lo que ocurría, todo aquello se le quedó grabado en la memoria para siempre: los ojos abiertos de Libertadora, la tristeza de su padre y también su madre hurgando en el maletín de Chanchito, lo cual la desconcertó enormemente, pues su mamá le tenía prohibidísimo hacer eso a ella con las cosas de los demás.
Por entonces Paola no sabía que lo que su madre sisaba del maletín del veterinario era la otra dosis de pentobarbital que don Fausto traía para la yegua. Solo se fijó en que, lo que fuera que cogiera, se lo guardó en el bolsillo del pantalón y con ello salió a cumplir el recado de don Fausto.
Con el tiempo Paola aprendió que el desconcierto conduce al abandono y que las normas incondicionales impuestas por las personas también acaban cambiando con las circunstancias, transformando lo que parecía absoluto, inamovible y eterno en relativo, cambiante y caduco.
La casa de Julio Espinosa y Violeta Mejías estaba a media cuadra. Por eso Paola, siguiendo los pasos de su mamá, alcanzó a entrar fácilmente en la casa de los vecinos mientras Elvira, frenética por lograr su cometido, seguía sin recaer en la pequeña. Atravesó la puerta, y desde ese momento también recordaría para siempre a Julio Espinosa plantándole un cariñoso beso en la mejilla de su mamá haciendo con ello que ella se abrazase a él. Luego descubrió que eso era lo que hacían los amantes en las películas: su mano en el cuello y sus dedos peinando su pelo; él agarrándola por los hombros como en un intento racional por contener su ímpetu. Para entonces Elvira ya le había explicado a aquel hombre lo que pasaba: Chanchito y su marido lo necesitaban para acarrear a la yegua sacrificada; a cambio ella se haría cargo de Violeta, enferma y postrada en la cama desde hacía casi tres años por algo degenerativo en el sistema nervioso que los médicos no sabían especificar. En su enfermedad, Violeta tenía días en los que estaba más activa, y entonces en aquella casa se vivía con esperanza mientras juntaban plata para llevarla a un especialista a Estados Unidos. Otros días apenas podía moverse, y entonces se apagaba y quedaba inmersa en una especie de sopor, latente, hermética.
Julio Espinosa no dudó en prestar ayudar.
Al salir de su propia casa se vio sorprendido por la mirada de Paola, indefensa y confusa en el umbral de la puerta.
–Pasa ahí dentro con tu mamá –le dijo, acompañándola con un pequeño empujoncito hasta mostrarle la puerta de la habitación donde Violeta Mejías descansaba su enfermedad.
La pequeña Paola, reubicada, le obedeció.
Avanzó en busca de su madre, primera habitación a mano derecha. Allí estaba el dormitorio del matrimonio, la puerta entreabierta. Paola se asomó al umbral y vio a su mamá de pie, observando a Violeta Mejías dormir de manera desahogada. Sin saber lo que era, vio que su mamá tenía aquella pócima en la mano. La vio también rebuscar en el cajón de la mesilla hasta que encontró unas tijeras con las que hizo un agujero en el tapón de la botellita para vaciar su contenido en el frasco de donde Violeta Mejías bebía el agua.
Cuando Elvira se volvió hacia la puerta descubrió a la pequeña Paola parada en el umbral agarrada con una manita al cerco, la otra ocupada en un medio abrazo a su yegua de peluche que había sido bautizada por ella misma también con el nombre de Libertadora.
Elvira se estremeció al descubrir allí a la niña e instintivamente se lanzó a por ella. La cogió en brazos, la apretó y se puso a llorar sin saber exactamente por qué.
–La pobre Violeta está malita, mi hija –alcanzó a decir.
La pequeña Paola en cambio no lloró. Ni ella ni nadie comprendía todo lo que estaba ocurriendo entre aquellas dos casas.
–¿Irá al cielo con los abuelos?
–Claro, mi amor.
–¿Y Libertadora?
–También, mi vida –contestó Elvira con la voz quebrada.
–¿Y tú?
–¿Yo? –se sorprendió Elvira–. Yo no, mi amor. ¿Por qué?
–Cuando se hacen cosas malas ya no se va al cielo, ¿verdad?
En un principio, Elvira no supo qué contestar.
–Yo voy a estar siempre contigo, mi hija –reaccionó apretándola en su regazo por unos segundos, hasta que Paola pataleó y consiguió zafarse y salir corriendo. La madre la dejó escapar.
De vuelta a casa, Paola se metió directamente en su habitación y abrió el cajón donde guardaba las velas de su último cumpleaños. Tenía cinco. Cogió dos y con ellas regresó a la casa de los Espinosa. Allí, Elvira contenía el llanto sentada en una silla al pie de la cama de Violeta Mejías. Paola simplemente extendió su brazo y le entregó las velas indicándole que las encendiera:
–Para que Libertadora y Violeta vean hasta que lleguen al cielo –dijo.
Petrificada por el gesto de la niña, dando enteramente por cierta la conclusión de su pequeña, luchó por mantener mínimamente la compostura. Cogió las dos velas, las puso junto a la imagen de santa Marta de Betania que había en el recibidor de aquella casa y las encendió. Aun así, aquella noche ya nunca dejó de ser oscura en los recuerdos de Paola.
4
A las nueve de la mañana del mismo día de santa Marta, Julio Espinosa, nervioso y descompuesto, fue de nuevo a casa de sus vecinos. Emilio Rincón abrió la puerta; con ellos estaba Chanchito, que había ido a cobrar la minuta de la noche anterior y de paso a desayunar. Julio Espinosa los miró casi sin decir y con los ojos húmedos alcanzó a pedir que se quedaran con Fabián mientras se componía el velatorio; el médico estaba en casa y acababa de certificar la muerte de Violeta.
–No ha aguantado más su enfermedad –razonó, confirmando su viudez.
Desde el umbral, Emilio le extendió la mano y, mirándolos a los dos, padre e hijo, acongojado, comprendiendo la pena que debía suponer la pérdida de una esposa y una madre tan joven y bella, los invitó a pasar, ofreciéndose él mismo a ir a dar aviso al cura y al alcalde.
–Ha sido en un momento. Se tomó la medicina y luego desayunó como siempre, y cuando he vuelto a la habitación la he encontrado con los ojos clavados en el techo, como si quisiera seguir aferrándose a este mundo.
Chanchito se quedó pensativo; le recordó a él mismo explicándole a Emilio Rincón cómo sería la muerte de Libertadora tras aplicarle la inyección letal.
–¿Habrá autopsia? –preguntó.
–El médico dice que en su estado podemos dar gracias de que haya sido rápido, que ha tenido