La madre secreta. Lee Wilkinson
así, es demasiado trabajo así que, si todo va bien y acepta mi oferta, quiero que empiece mañana.
–¿Con uniforme? –preguntó Caroline, sin poder evitar cierta aspereza en su tono.
–No será necesario –respondió Matthew tras unos momentos de deliberación. La miró a los ojos–. Antes de seguir adelante, ¿tiene alguna pregunta que hacerme?
Ella, con la cabeza hecha un torbellino, no respondió.
–¿Ya está al tanto de todo? –insistió él.
–Sólo sé lo que me contó la señora Amesbury –consiguió balbucir.
–¿Y qué le contó la señora Amesbury? –inquirió él. Sonaba molesto, como si sospechara que habían estado cotilleando sobre su vida.
–Sólo que es viudo o divorciado y que su hija tiene unos tres años.
–Me temo que eso no es muy exacto. No soy viudo ni divorciado…
Así que debía de seguir casado… Casado con Sarah…
–Y Caitlin no es mi hija. Mi madre murió poco después de nacer yo; mi padre volvió a casarse cuando yo tenía nueve años. Su segunda mujer tenía un hijo de tres. Caitlin es hija de mi hermanastro –hizo una pausa–. De hecho, nunca he estado casado.
–Oh, pero yo creía que… –Caroline calló abruptamente, mordiéndose la lengua.
–¿Qué creía usted, señorita Smith?
–Nada… de veras –negó ella con la cabeza. Los ojos de Matthew brillaron tras sus espesas pestañas y creyó que iba a insistir, pero él cambió de tema.
–Bueno, si no tiene ninguna pregunta quizás le gustaría echar una ojeada a su habitación y conocer a Caitlin.
Caroline se levantó, agitada, e intentó controlar su febril excitación, mientras Matthew avanzaba hacia ella. Era alta para ser mujer, medía un metro setenta, pero él, que superaba el metro ochenta, parecía dominarla como una torre.
De pronto, ella empezó a temblar; al levantar la mirada hacia el moreno rostro, la fuerza de sus sentimientos por él la desestabilizó del todo.
Después de tanto tiempo, había tenido la esperanza de no ver más que un hombre que había conocido y amado en el pasado, alguien sin importancia; había rezado por que fuera así. Pero no, su instinto seguía clamando que aquel hombre era la otra mitad de su ser, quien la completaba y convertía en un todo.
–Ahora que ha quedado claro que no necesita las gafas, ¿podría quitárselas? –sugirió él–. Es una pena esconder unos ojos tan bellos –añadió secamente, como si sus palabras fueran cualquier cosa menos un cumplido. Incapaz de pensar en una razón para negarse, Caroline se las quitó y las guardó en el bolso sin mirarlo, intentando ocultar sus sentimientos.
Él abrió la puerta, le puso una mano en la cintura y la guió suavemente hacia la sala de estar.
Verlo la había impresionado profundamente y el contacto de su mano, aunque ligero e impersonal, resultó devastador; se quedó sin respiración y se le aceleró el pulso.
El piso de Matthew, a pesar de su amplitud y elegancia, tenía una aire hogareño y acogedor. Había varios juguetes tirados sobre la alfombra y delante del ventanal se veía un caballito de madera, montado por una muñeca de trapo con trenzas amarillas.
–El cuarto de juegos y el dormitorio de la niña están por aquí –dijo, conduciéndola a través de un arco a otro vestíbulo–. Y, si acepta el trabajo, estás serán sus habitaciones –añadió, empujando una puerta.
La lujosa suite, compuesta de salita, dormitorio, baño y una mini cocina, estaba amueblada con un gusto exquisito y contaba con todos los adelantos modernos. Ella habría aceptado el trabajo aunque le hubieran ofrecido un sótano infestado de ratas. Ahora todo dependía de Caitlin y Caroline se sintió desesperanzada. ¿Cómo podía esperarse que una niña tan pequeña, que ya había pasado por una niñera que no le gustaba, aceptara a una desconocida?
–Ahora, si quiere conocer a Caitlin…
Matthew se dirigió hacia la cocina, grande y aireada, donde la señora Monaghan vigilaba a la niña mientras preparaba café.
La pequeña, vestida con una camiseta de algodón de manga larga y un peto de vivos colores, estaba acostando a una muñeca en un cochecito. Cuando entraron, levantó la cabeza y corrió a abrazarse a las piernas de Matthew.
–Dile hola a la señorita Smith –pidió él, revolviéndole el pelo oscuro–. Si somos agradables con ella, a lo mejor se queda a vivir aquí, para cuidarte –explicó, con voz de conspiración.
Caitlin le soltó y se volvió para mirar con solemnidad a la recién llegada. Caroline se puso en cuclillas y sonrió temblorosa a la niña, con el corazón a punto de estallar. Era una criatura preciosa, con la piel sonrosada como un melocotón, hoyuelos en las mejillas y bonitos ojos azul verdoso, enmarcados por largas pestañas. Durante unos segundos, se miraron sin hablar.
–¿Tú quieres venir a cuidarme? –preguntó Caitlin con su aguda vocecita infantil.
–Desde luego que sí. Verás, he estado cuidando a dos niñas que han tenido que irse a vivir a otro sitio y me encantaría tener otra niña a quien cuidar –consiguió responder Caroline, con voz ronca.
Caitlin consideró la respuesta un par de segundos, se marchó corriendo y volvió enseguida con un oso de peluche marrón de expresión agresiva, que llevaba una bufanda a rayas, rojas y verdes.
–Éste es Barnaby –dijo, poniendo al oso en brazos de Caroline.
–Hola, Barnaby.
–Es un chico.
–Un oso con mucho carácter, ya lo veo. ¿Lo molestará que le dé un abrazo?
–Le gusta que lo abracen –confió Caitlin, apoyándose en la rodilla de Caroline.
–También le gusta echarse la siesta a media mañana –sugirió Matthew, mirando al ama de llaves.
–Vamos, bonitos –dijo la señora Monaghan levantando a la niña y al oso en brazos–. Es hora de echar un sueñecito.
Cuando el trío se marchó, Matthew puso una mano bajo el codo de Caroline y la ayudó a levantarse.
–Gracias –dijo ella–. Me hubiera gustado estar con Caitlin un rato más –añadió, intentando ocultar su decepción.
–Tendrá tiempo de sobra en el futuro.
–¿Quiere decir que…? –preguntó ella, sin dar crédito a sus oídos.
–Quiero decir que le ha gustado a Caitlin.
–¿Cómo lo sabe?
Durante un instante, los ojos verde dorado se suavizaron con una mirada risueña.
–Sólo la gente que le gusta de verdad llega a conocer a Barnaby. ¿Acepta el trabajo?
–Sí… Claro que sí –exclamó ella con alegría.
–Entonces, tomaremos un café y la llevaré a casa de los Amesbury para que recoja sus cosas. Así podrá instalarse esta tarde y empezar a trabajar mañana.
Caroline apenas podía creer en su buena fortuna; pero, incluso mientras se congratulaba, una voz de precaución le recordaba insistentemente que no podía dejarse cegar por la alegría. Estar allí era peligroso. Cada minuto que pasara en compañía de Matthew aumentaba el riesgo de delatarse; debía evitarlo en lo posible y rezar para que nunca sospechara su verdadera identidad.
Capítulo 2
BUENAS noches y que Dios te bendiga –dijo Caroline, arropando a Caitlin y a Barnaby.
–¿Ha llegado ya papá?
Matthew