La madre secreta. Lee Wilkinson
La puerta se abrió y Matthew entró cargado de maletas, con copos de nieve derritiéndose en su pelo oscuro. Dejó la maleta de ella en el dormitorio más cercano al de la niña y luego fue a guardar sus cosas y las de Caitlin.
El viaje había sido largo y Caroline, suponiendo que le apetecería beber algo, puso agua a hervir. Estaba llenando la cafetera cuando oyó sus pasos. Levantó la vista y se miraron a los ojos en silencio.
–¿Te preparo algo de cena? –preguntó nerviosa.
–No espero que cuides de mí, además de cuidar a Caitlin –repuso él con brusquedad.
–No es ninguna molestia –se sonrojó ella.
–En ese caso, gracias.
Ella preparó unos sandwiches de jamón y queso; él se sentó en el sofá con los codos apoyados en las rodillas, contemplando las llamas. Tenía una mirada sombría y reconcentrada que no auguraba nada bueno. Caroline colocó la cafetera y los sandwiches en una bandeja y los llevó a la mesita, luego se dio la vuelta, batiéndose en retirada.
–¿Dónde vas? –exigió él.
–Estoy algo cansada –repuso tímidamente–. Pensaba irme a la cama.
–Siéntate y toma un café y un sandwich.
–No tengo hambre, y el café me quitará el sueño
–Entonces quédate y charla conmigo –ordenó él. Caroline se mordió el labio y se sentó en la otra punta del sofá.
–¿De qué quieres hablar?
–De ti. Me gustaría saber por qué vas por ahí diciendo que eres la señorita Smith.
–Porque es mi nombre –acertó a responder Caroline, casi sin aliento.
–Señorita… ¿por qué, si has estado casada?
–¿Qué te hace pensar que he estado casada? –preguntó ella con voz chillona, pálida como una sábana.
–¿Recuerdas el día que te llevé a por tu equipaje? Mientras hacías la maleta, la señora Amesbury me enseñó una foto tuya con las gemelas, de cuando empezaste a trabajar para ellos. Estás sentada con una niña en cada rodilla… –explicó. Ella lo miró fijamente, tenía los ojos oscuros de miedo–. No se te ve mucho la cara, llevas gafas y tienes la cabeza gacha, pero las manos están bien enfocadas y se ve claramente una alianza.
Ella se la había quitado para siempre poco tiempo después.
–Cuéntame algo de tu matrimonio –insistió él.
–No hay mucho que contar –empezó ella, con voz quebradiza como el hielo–. Los dos éramos jóvenes y no duró mucho.
–¿Dónde está tu esposo ahora?
Caroline, a punto de mentir y decir que la había abandonado, titubeó. ¿Y si Lois Amesbury le había contado lo poco que sabía de ella?
–Mi marido murió –admitió con esfuerzo.
–¿Qué necesidad tiene una respetable viuda de presentarse como señorita Smith?
–Decidí olvidar el pasado y recuperar mi nombre de soltera. Ahora, si me perdonas, estoy muy cansada –antes de que pudiera detenerla, se puso en pie y se marchó presurosa.
Aunque escapar así no fuera lo más adecuado, no pudo evitarlo. Estaba emocionalmente exhausta, no aguantaba más.
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