La madre secreta. Lee Wilkinson

La madre secreta - Lee Wilkinson


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cuentas el cuento del sapo? –suplicó Caitlin. Estaba cansada y se le cerraban los ojos.

      –Bueno, pero sólo si lo escuchas con los ojos cerrados –accedió Caroline, derritiéndose de amor.

      Obediente, la niña cerró los ojos y se metió el dedo pulgar en la boca.

      Caroline, sentada al borde de la cama y débilmente iluminada por una lámpara con forma de conejito, comenzó el cuento que, después de un mes, se había convertido en el favorito de Caitlin.

      –Había una vez un príncipe muy guapo…

      –¿Cómo se llamaba?

      –Se llamaba Matthew…

      Esa parte se había convertido en una rutina; siempre la misma pregunta, la misma respuesta y las mismas risitas porque, la primera vez, cuando Caroline preguntó «¿Cómo crees tú que se llamaba?» Caitlin había elegido el nombre de Matthew sin dudarlo.

      –Bueno, una bruja mala había convertido al pobre Matthew en sapo y la única forma de romper el hechizo era que lo besara una bella princesa. Una mañana, cuando saltaba por el bosque…

      Era un cuento de su infancia y Caroline se lo sabía de memoria. Las palabras le sonaban relajantes, familiares, permitían que su mente echara a volar… Parecía increíble que sólo hubiera transcurrido un mes desde que Matthew insistió en llevarla a Morningside Heights a por sus cosas.

      Mientras él hablaba con Lois Amesbury ella hizo el equipaje, todas sus posesiones cabían en una maleta, y se despidió de las gemelas. Con la perspectiva de cuidar a Caitlin, despedirse de la familia no fue tan terrible como temía.

      La señora Monaghan había sido la amabilidad en persona y Caroline se integró perfectamente en la vida del ático. Para su alivio, no oyó ningún comentario sobre la prometida de Matthew y cada día había estado lleno de una felicidad que no había esperado volver a encontrar. Aunque le daba a Caitlin todo el amor y atención que necesitaba, intentaba evitar que la niña pasara a depender de ella por completo; sabía que el futuro era incierto.

      Fue una bendición, al menos eso se decía, no ver mucho a Matthew después de los primeros días. Al principio él la vigilaba atentamente, como un gato a su presa, pero cuando comprobó que se había ganado el afecto y confianza de la niña, se dedicó a poner al día montañas de trabajo atrasado, antes de emprender su viaje a Hong Kong.

      Sin su dinámica presencia el piso parecía vacío, falto de vida, calidez e intensidad. Aunque Caroline se sentía más segura cuando él estaba lejos, también ansiaba verlo, oír su voz y saber que estaba al alcance de la mano…

      –Y la bella princesa dijo «Sapo de piernas torcidas, sapito, abre la puerta, te lo suplico».

      Caitlin se había dormido, así que Caroline calló, le quitó la mano de la boca suavemente y, tras arroparla, le dio un beso en la mejilla. Encendió el intercomunicador, para oír a la niña si se despertaba, y con una tierna sonrisa en los labios se volvió hacia la puerta; asustada, dio un respingo.

      La alta figura que se apoyaba en el umbral se estiró.

      –Lo siento –se excusó Matthew, burlón–. ¿Te he asustado?

      –Yo… Nosotras, no esperábamos que llegaras a casa tan temprano –tartamudeó ella, preguntándose cuánto tiempo llevaba escuchando.

      Todavía llevaba puesto un traje oscuro, de trabajo, y su fino rostro parecía tenso, como si el viaje hubiera sido demasiado intenso incluso para su energía inagotable. Caroline deseó darle un cálido abrazo de bienvenida pero, según lo pensaba, notó un destello peligroso en sus ojos, que la alarmó. Entró en la habitación y ella intentó escurrirse hacia fuera, pero él la agarró de la muñeca.

      –No te vayas…–dijo. Se agachó para darle un beso en la frente a Caitlin y condujo a Caroline hacia el cuarto de juegos, donde brillaba una lamparilla–. Tenemos un asunto pendiente.

      –¿Un asunto pendiente? –ella, alarmada por su expresión y por la creciente tensión, intentó soltarse. Sólo consiguió que la presión se acentuara, tanto que creyó que iba a romperle los huesos. Él se acercó.

      –Supongo que la bella princesa tiene que besar al pobre sapo, ¿no? –sugirió con voz sedosa, acercándose a ella.

      –No es más que un cuento que le gusta a Caitlin –dijo ella con ligereza, intentando dominar el pánico que le produjo sentirse arrinconada.

      –Ah, pero los cuentos tienen que tener un final feliz, y si tenemos en cuenta que soy el protagonista…

      Su rostro estaba a sólo unos centímetros de distancia. Ella miró su boca, austera pero sensual, y recordó con abrumadora claridad la sensación que podía provocar sobre la suya. Una traicionera oleada de calor recorrió su cuerpo.

      –No creo que se me pueda considerar una bella princesa –respondió a duras penas.

      –Puede que no seas una princesa, pero sin duda eres lo suficientemente bella –dijo él, con tono de enfado.

      –Oh, por favor, Matthew… –gimió ella, aterrorizada de lo que podría ocurrir si la tocaba. Él ignoró su súplica, tomó su rostro entre las manos y aplastó la boca contra sus labios.

      Su mente quedó en blanco y sintió que se derretía; si no hubiera estado apoyada contra la pared, habría caído al suelo. El roce de su piel, sus besos, eso era lo ansiaba desesperadamente.

      Cuando él levantó por fin la cabeza, ella tardó unos segundos en recuperar la estabilidad y en darse cuenta de que él respiraba con agitación, como si acabara de echar una carrera. Sabía que sólo la había besado dejándose llevar por un inexplicable ataque de ira, y sintió gran satisfacción al comprobar que el beso no lo había dejado totalmente frío.

      –Vaya, vaya, vaya… –farfulló él, con cierta dureza en la voz–. ¿Quién hubiera supuesto que una niñera de pinta tan estirada fuera capaz de tanta pasión?

      –Por favor, déjame marcharme –suplicó ella, aterrorizada de que su reacción le hubiera traído recuerdos que era mejor olvidar–. No tienes ningún derecho a tratarme así.

      –¿Puedo alegar que me has provocado? –se echó a reír, burlándose de ella–. ¿Quieres que te prometa no volver a tocarte?

      –Preferiría que lo hiciera, señor Carran.

      –¿Por qué tan formal? Hace un momento me llamaste Matthew.

      –Lo siento… no era mi intención… estaba nerviosa –dijo, con una punzada de miedo.

      Él todavía le sostenía el rostro entre las palmas de las manos, y deslizaba los pulgares de un lado a otro de sus mejillas en un gesto que, más que una caricia, era expresión de su ira.

      –Dime, señorita Smith, si me resulta imposible no ponerte las manos encima, ¿qué harás?

      Ella deseaba responder que se marcharía, pero la idea de estar lejos de allí hizo que se le encogiera el corazón.

      –¿Te irías?

      De alguna manera debía haber adivinado que nunca se iría voluntariamente, pensó ella agitada, y estaba pinchándola a propósito.

      –No creo que eso fuera bueno para Caitlin. Acaba de acostumbrarse a mí, y una niña de su edad necesita una cierta estabilidad –apuntó.

      Como si la mención de Caitlin le hubiera devuelto la cordura, Matthew dejó caer las manos y dio un paso hacia atrás, con la expresión controlada y fría. Caroline se disponía a correr hacia su habitación cuando volvió a detenerla.

      –No desaparezcas –ordenó–. Quiero hablar contigo. ¿Has cenado ya?

      –No.

      –Entonces podemos cenar juntos y hablar mientras comemos.

      –Normalmente ceno en la cocina, con la señora Monaghan. Le parecería extraño


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