Octógono de Hallistar. Omar Casas
casi hasta trotar. ¡Y mis rodillas no se quejaron por el esfuerzo! Supuse que al otro día no podría ni levantar un dedo. Pero... ¿Acaso iba a existir otro día? ¿Acaso podía aspirar a sobrevivir a semejante medianoche? No lo creí probable. Sólo pensé en disfrutar las últimas gotas de vida que quedaban en mi envase de carne. Con alegría, alcance el inicio de la suave pendiente. Bajo mis pies, lentamente se alejaba el contorno de la costa, mientras las aguas verdosas destellaban y ganaban terreno. Y continué trotando sobre el desolado puente, mientras ya el río Verde se extendía a los costados, a cincuenta metros de altura. Entonces... alcancé a divisar un punto que comenzó a crecer. Se trataba de una figura humana. Agitado, decidí caminar; la sombra hizo lo mismo. A medida que me acercaba, el baño lunar esculpía los rasgos de su cuerpo y rostro. Era delgada, caminaba erguida, a paso lento. Sus blancos cabellos y la apergaminada piel denotaban mi edad. Cuando quedamos a un metro de distancia, me sonrió y de sus verdes ojos refulgió un poderoso destello. Quedé petrificado, y lo que en un comienzo fue miedo e incomprensión, se convirtió en dicha y revelación. Entonces comprendí el susto de los delincuentes, yo también llevaba esa marca, la marca de una luna cómplice, que por algún motivo nos brindaba poder.
Nos acercamos silenciosos, como temiendo que alguna palabra, que algún sonido rompiera el magnífico hechizo que nos abrazaba. El fino mentón, se elevaba en una quijada de trapecio donde los pómulos redondos apenas sobresalían. Su delgada nariz recta, pequeña y casi respingada nacía de un entrecejo que evidenciaba severidad pero al mismo tiempo, calma. En su boca mediana se recortaban las suaves curvas de sus labios. En sus grandes ojos florecían los bosques de sus retinas. ¡Si a su edad impactaba... lo que habría sido en su juventud era imposible de imaginar! Ella sonrió y se aguantó de soltar una risa. Me sentí un idiota porque inexplicablemente, supe que leyó mi pensamiento. En ese momento, el baño de luz aumentó su intensidad, como llamándonos. Y giramos para enfrentarlo. El círculo de plata emergía y abría la profunda oscuridad azul. Y creció a una velocidad pasmosa como si se abalanzara para devorarnos. Ella apretó mi mano con fuerza. Y mientras la esfera crecía, alcanzamos a ver ocho puntos rojos igualmente espaciados sobre su contorno, formando un octógono inscripto en la circunferencia. Ambos aumentaban su tamaño al punto de devorar a los edificios (que no los derribaron) y al río (que no lo desbordaron). Y cuando la luna besó las vigas donde descansaba el pavimento y a los gruesos cables de acero, se detuvo en grave trueno. El brillo nos cegó y un ronroneo brotó de sus entrañas, pero si en un comienzo tuvimos miedo, creímos que la titánica diosa era amigable. De pronto, escuchamos un zumbido, que barrió desde una tonalidad alta hacia la baja. Y tras él experimentamos la succión. Al abrir los ojos, contemplé que la luna regresaba presurosa a su lugar pero nos arrastraba con ella. El jalón gravitatorio era muy superior al de una caída libre. No pude gritar, porque mi estómago quería escapar por mi garganta. En ese momento solté la mano de mi compañera de forma involuntaria, debido a que mi cuerpo se arqueaba, y los brazos y piernas se abrían en “V”. ¡Caíamos hacia las estrellas! La ciudad y sus luminarias se convirtieron en un punto, y el planeta en una esfera azul abrazada por penachos blancos.
Luego un hormigueo me invadió, y tras él, primero las extremidades y después el resto de mi cuerpo se desintegraba en polvo. Transmuté en una y cada una de las millones de partículas que se arremolinaban y aceleraban en una oscuridad silente.
2- TRANSFORMACIÓN
Tras la nada atemporal, sufrí otra vez el empuje. Miles de partículas en remolino se agruparon para reconstruirme. A pesar de mis sentidos todavía dormidos, de forma instintiva extendí mis brazos y abrí las palmas de las manos para esperar el golpe. No tardó en llegar, luego hice un ovillo de mi cuerpo y rodé sobre el suelo irregular. Mientras me frenaba vuelta tras vuelta, escuché murmullos y el aire olía a quemado. Al detenerme, extendí mis piernas y me las palpé para encontrar alguna lesión. Me alegré por despertar entero. Cuando levanté mis párpados, sólo un borrón gris manchaba la visión. Los murmullos aumentaban su volumen y ya parecían gritos en la lejanía. Traté de incorporarme y un dolor en la cabeza me noqueó. El suelo me recibió otra vez. El olor del azufre y las bocanadas del humo caliente comenzaron a asfixiarme. Un espasmo sacudió mi cuerpo. Me esforcé en avanzar, y solo conseguí gatear sin dirección en un intento de encontrar el preciado aire puro. Cuando mi mano alcanzó una superficie convexa y rugosa que se elevaba por delante, la utilicé para pararme. Luego giré y apoyé la espalda contra lo que supuse el tronco de un árbol. Los choques del metal resonaron, los gritos de furia y terror brotaban por doquier, el polvo se arremolinaba en espesas y grises nubes. El cielo parecía un amasijo de tripas negras. Y luego vino la pregunta que nos hacemos al despertar de una profunda pesadilla que parece real, aquella que nos hace perder la noción de espacio, tiempo y hasta de memoria. ¿Dónde estoy?
Restregué mis ojos y sólo conseguí un ardor insoportable. Apreté la espalda contra la convexa pared, tanto... que buscaba hundirme en la madera.
Lentamente, cuando mis sentidos comenzaron a agudizarse y mis fosas nasales lograban atrapar los vestigios de aire respirable, logré dominar el temor y arranqué mi cuerpo del abrazo arbóreo.
Me encontré entre sombras que se movían con rapidez, luchaban, caían, corrían, y blandían espadas. A medida que me acercaba, las sombras comenzaron a aclararse... La mayoría de las viviendas eran mordidas por anaranjadas y amarillentas fauces fantasmales. Una mujer con un chico en cada brazo escapaba de un hombre. Tropezó y cayó con tanta habilidad que lo hizo de espaldas para abrazar a sus hijos. El perseguidor se acercó y elevó la espada con ambos brazos.
No lo pensé, sólo corrí hacia él y me sorprendió mi velocidad. Salté con el impulso de la carrera y estirado como un felino lo derribé. Caímos, giramos y quedé encima de él. Apoyé mis rodillas en su abdomen y cuando quise golpear su mandíbula quedé petrificado... ¡Su abominable aspecto era una mezcla de perro y humano! Sus fauces cubrían toda la parte inferior de su rostro. A media altura latía un hocico ancho y prominente. Su frente estrecha se confundía con los pelos de la cabeza. La bestia quiso tomar ventaja de mi sorpresa, aferró su espada y trazó un arco hacia mi cintura. Le di un fuerte golpe en medio del hocico con la derecha y con la izquierda detuve su antebrazo. Una vez que soltara la espada, seguí golpeándolo hasta que los puños me dolieron. Alguien tocó mi espalda. Era la mujer que me indicaba por donde escapar. Miré alrededor. Eran demasiados para hacerles frente y teníamos la suerte de que los otros no nos prestaban atención. Tomé la espada del herido y luego alcé a uno de los niños. Después eché a correr bajo su guía. Cuando nos alejamos lo suficiente, la carrera se convirtió en trote y luego en caminata.
Las nubes de humo comenzaron a desgajarse con la distancia, dejando retazos de un celeste claro. No podía creerlo, era de día. Mientras ascendíamos por una ladera, observé el globo negro de la aldea, cuyo centro se encendía en rubí. Al menos, ninguna de las bestias nos seguía.
— ¿Du astag javen?- preguntó la mujer.
— Lo lamento, no te entiendo- le respondí negando con la cabeza.
— Drasgas- expresó ella tras una sonrisa y una triste mirada que revelaba alguna pérdida, seguramente, la de su pareja.
— De nada- le contesté bajo un supuesto.
Seguimos la caminata con los chicos y nos encontramos con un puñado de sobrevivientes. ¡Y entre ellos... apareció ella! Pero no era la “ella” octogenaria, sino la que me había imaginado en un cercano pasado. Y la realidad superó a mi imaginación, pues era más atractiva. Entonces me pregunté, si rejuveneció unos veinte años, entonces... Miré mis manos menos arrugadas, sin manchas hepáticas, luego me toqué la cara. ¡Cerca de veinte años más joven! Entonces comprendí mi velocidad y fuerza.
— Dime que hablas castellano, por favor- pedí con apremio.
Ella soltó una risa y se aproximó en silencio.
— Te agrada hacer sufrir a la gente. Pero tu reacción lo confirma.- Aseguré a un paso de ella.
— ¿Si soy tu torturadora, qué queda para la Luna que nos trajo a este mundo?- preguntó ella con cierta preocupación.
— ¿Mundo?- respondí sin todavía tener en claro a qué se refería, mientras la gente