Octógono de Hallistar. Omar Casas
Vamos directo al templo de los antiguos- afirmó Ana con alegría.
— Exacto, y como no tienen entradas externas a simple vista...
— Los repugnantes lobunos no nos atraparán- completó mi compañera de viaje y nos dimos el gusto de soltar una risotada.
Más adelante, nos topamos con una compuerta con el aspecto de una escotilla de submarino. Giramos el aro superior y cedió. Nos bañó la luz naranja del primer templo. El túnel se convirtió en un ancho pasillo con escaleras de baja alzada. La compuerta podía trabarse desde el interior, lo hicimos. Ascendimos por la escalera traslúcida construida con un material desconocido, el mismo que cubría las paredes y el techo. Divisamos un hueco circular en el cielorraso donde la escalera ascendía. Y al terminar su recorrido, emergimos en el centro del templo octogonal. Era mucho más amplio que el anterior, lo doblaba en altura y tenía las mismas esculturas en las esquinas. Además, su techo no era plano, sino que terminaba en la punta de una pirámide octogonal, cuya parte superior era de cristal.
— Es magnífico... ¿No lo crees?- preguntó Ana boquiabierta.
— Pero está prácticamente vacío- comenté contemplando las pocas sillas y las rugosas paredes. Me dirigí a la segunda arista sin perder más tiempo. Era un duplicado exacto de la pareja empujando el vástago giratorio.
— Supongo que este mecanismo estará en alguna parte- murmuré pensativo. Y posé las manos en la escultura, ésta cedió y se hundió levemente en la pared. Sentimos la vibración desde los cimientos y se propagó en toda la estructura. Todo el edificio comenzó a sufrir una mutación, sus paredes retrocedieron y la sala se amplió. Tras remolinos de polvo, desde las caras triangulares del techo se descolgaron aparejos; y del suelo, cerca de la boca de acceso, emergió la rueda giratoria con los cuatro vástagos perpendiculares entre sí. Sin pensarlo, enfilamos hacia aquella y empujamos a uno de ellos. Tuvimos que inclinar los cuerpos y afirmarnos a cada paso para moverlo. Tras una escupida de polvo desde todas las paredes, brotaron bordes que crecían a medida que desplazábamos el pesado mecanismo. Estanterías plagadas de libros, emergieron tras una vuelta completa de la rueda. La soltamos exhaustos y al recuperar el aliento, me dirigí a una de las estanterías y extraje un libro. Explicaba diferentes métodos para la pesca. El idioma era indescifrable, hasta muchas de las letras eran desconocidas, pero las fascinantes ilustraciones generaban un idioma universal. Era una transmisión de conocimiento a través de imágenes.
— Esto... esto es maravilloso Ana...- afirmé y ella se acercó a ver.
— Tenemos solucionado el aprendizaje de nuestra supervivencia y también podremos mejorar nuestro estado físico.- dijo ella señalando la rueda y los aparejos. Después comprobamos que algunos servían para cubrir los vidrios de la punta de la pirámide. Al moverlos, unas planchas triangulares de metal emergían de las paredes para posarse sobre ellos. Otros se encargaban de desplegar escaleras que llegaban a altos niveles del techo piramidal.
Nos abocamos a construir una red de pesca. Aprendimos a realizar nudos de forma práctica y rápida. Nos llevó varias horas de trabajo y una vez terminada, descansamos hasta el otro día. Al amanecer, Ana me despertó y nos dirigimos al túnel para probar la red afuera. Nuestro principal problema era abrirnos paso entre la espesa maleza que rodeaba la entrada, pero la vegetación cedió sus paredes ante nuestro avance. Ese bosque tenía vida propia y nos cobijaba. Comenzamos a sentirnos seguros bajo su protección. Cuando recorrimos unos doscientos metros, las verdes paredes se abrieron. Una cortina de agua de diez metros de alto por cinco de ancho caía sobre el borde de una laguna de miles de metros cuadrados de superficie. Al avanzar unos pasos, ya pisábamos la arena blanca de una curva playa, bañada por los anaranjados rayos de los soles. Los rocosos paredones, cubiertos de enredaderas y musgos, rodeaban el inmenso hueco. Como niños, nos despojamos de las ropas, nos olvidamos de la red y nos lanzamos al agua. Y después de nadar y de salpicarnos, nos invadió el fuego de una lejana adolescencia, aquella que despierta deseos y enciende pasiones insospechadas. Nos encontramos abrazados y besándonos...
Supongo que los gruñidos nos despertaron, todavía desnudos y tendidos los cuerpos laxos sobre la arena.
Sólo tenía fuerza para incorporarme y esperar el ataque, Ana apoyó su espalda contra la mía. De la espesura emergió un par, luego tres, otro par más y así se fueron sumando hasta rodearnos una docena de bestias. Me maldije por olvidarme la espada. Pero... Si ni sabía cómo usarla... Las bestias llevaban las suyas y con seguridad sabían usarlas. No podía creer que todo se terminaba... Al menos había disfrutado cada momento increíble que habíamos pasado. Doce guerreros armados se aproximaban contra dos idiotas desarmados, dos inexpertos de una época donde las espadas sólo se veían en películas o figuraban en libros de epopeyas.
Y cuando se acercaron lo suficiente como para oler el intenso sudor de su pelaje, de la espesura brotaron látigos verdes que enredaron a las bestias. Las apretaron con tal fuerza que soltaron sus armas y comenzaron a escupir sangre de sus fauces. Después fueron engullidos por el bosque y escuchamos los alaridos del dolor.
— Mierda...- mascullé parado
— Sí... seguro... ¿Te parece si pescamos algo?- sugirió ella ya repuesta de lo sucedido y muy confiada en el loco bosque.
La red funcionó de maravilla. Pescamos muchas piezas que en el templo limpiamos y salamos tras las indicaciones de los libros. A partir del terrible suceso, nos dedicamos a entrenar todos los días con la rueda giratoria y los aparejos. Y tratamos de aprender más de supervivencia. En un libro observé el mapa del lugar. El túnel comunicaba al templo con una isla en medio del ancho río, era la isla del bosque viviente donde muy pocas bestias se animaban a pisar. Aprendimos a producir flechas y arcos. Después de muchas horas de probar los arcos y mejorar sus defectos, nos decidimos salir a cazar. Los primeros días fueron frustrantes, pero Ana logró matar un jabalí. Esa noche hicimos una gran fogata y mientras mordíamos la jugosa carne, escuchamos los lejanos aullidos y tambores de las bestias. Nos reímos y los insultamos, sólo faltaba el alcohol para coronar la fiesta.
Creo que fueron veinte días, veinte días donde fortalecimos el cuerpo de tal manera que los progresos se notaban. Los dos desarrollamos masa muscular en poco tiempo, como si el alimento de la isla produjera una intensa proteína.
Un fuerte ruido nos despertó en la madrugada, luego le siguió otro y otro en ritmo lento. Nos incorporamos de inmediato y usamos los aparejos para desplegar las escaleras. Luego ascendimos y nos asomamos a las amplias ventanas. Divisamos al ejército de bestias. Usaban un inmenso ariete con punta de hierro para romper una de las gruesas paredes.
— Les costará trabajo horadarla- afirmé para calmar a Ana.
— Pero tarde o temprano entrarán y no quiero estar aquí cuando suceda- comentó ella angustiada.
— Es el momento de descubrir cómo llegar al tercer vértice- avisé mientras descendíamos por las escaleras. Nos preocupamos por fortalecernos y alimentarnos pero jamás sospechamos que se prepararían para destruir el templo. Pero todavía contábamos con mudarnos al bosque. Allí no podían acercarse. Casi como contestación a mi reflexión, observamos nubes de humo cruzar la punta de la pirámide. Subimos de nuevo, y esta vez fue como recibir una daga al corazón. Los lobunos se animaron a generar un gigantesco incendio en toda la isla.
— ¡Hijos de mil puta!- gritó Ana y luego lloró de forma silenciosa. Estábamos realmente jodidos. Otra vez regresé a mi reflexión. Tan cómodos nos sentíamos que no previmos un tiempo para estudiar en cómo continuar con el viaje. ¡Quién podía abandonar semejante hogar!
Por horas revisamos y buscamos un libro que nos indicara cómo llegar al tercer vértice. Abatidos, descansamos y comimos un poco de carne salada. No podíamos escondernos en el bosque, ni escapar por canoa. Todos los caminos estaban bloqueados. Ana sorbió un poco de agua del precario odre que había creado con el estómago cosido del jabalí y enfiló a la tercera escultura. No sé por cuánto tiempo quedó contemplándola. Los ruidos del exterior ya se volvían insoportables.
— ¡Ayúdame con la rueda!- exclamó apremiante y salté de mi lugar.
—