Octógono de Hallistar. Omar Casas
No le prestamos atención a la tercera escultura. La pareja con los torsos encorvados por el cansancio pero siempre mirando hacia arriba, hacia la luna donde se inscribe el octógono. ¿Y qué hay dibujado casi imperceptible en él?- preguntó Ana y me dirigí a la tercera arista. Podía notarse la rueda giratoria encastrada en el octógono y el número 2 apenas perceptible.
— ¡Excelente deducción! Y ahora...
— Subamos al piso flotante con todo lo que podamos llevar. Roguemos que la luna aparezca y se abra el portal antes de que las bestias ingresen- explicó ella mientras los golpes continuaban con más fuerza y las nubes del incendio cubrían en espeso manto al cielo.
Así lo hicimos, llenamos nuestras alforjas con comida para una semana, algunos libros, los odres llenos de agua, un atado de flechas, más el mejor arco que construimos. Colgamos las espadas de los cintos que se cernían a nuestra cintura. Sólo restaba esperar el momento, mientras los incansables “cabeza de perro” continuaban el trabajo con el ariete y ya caía polvo de la pared horadada.
La espera se volvió tediosa. Era seguro que los lobunos ingresarían esa noche. Algunos trataron de hacerlo desde el techo, pero ya lo teníamos cubierto con las mamparas de metal. Sólo dejamos la punta liberada, para que entrase el rayo de la luna. Ya habían roto el vidrio, pero su superficie era demasiado pequeña para entrar. Después de varias horas, por fin llegó la noche, pero las espesas nubes imposibilitaban que nuestra amiga de plata se asomara. La debilitada pared escupía nubes de polvo y piedras. Luego saltó un pedazo de roca y la punta de acero del ariete emergió en el salón. Vibramos tras el grave sonido y también por el miedo. Por suerte, les quedó la punta trabada y no podían retrocederla. Me animé a bajar.
— ¿Qué haces?- preguntó desesperada Ana.
— Se la trabaré- contesté carrera abajo. Tomé una cuña de madera y la apreté contra la pared. ¡Funcionó!
— ¡Sube de una vez!- gritó Ana, pero antes de obedecerla, usé el aparejo para dejar más abertura en la cúspide del templo. Ya era muy difícil que intentaran un ataque desde arriba cuando ya cedía la parte inferior.
La cuña no resistió mucho tiempo, pero ganamos varios minutos de vida. El segundo golpe arrancó una roca, y el tercero produjo el boquete. Como un grueso chorro de pelos se desparramaron en la sala, y comenzaron a subir por las escaleras. Fue cuando un agónico rayo de plata iluminó el octógono y los vértices se encendieron. Cuando ya olíamos su sudor, el suelo nos arrastró a pasmosa velocidad. El entorno se transformó en un borrón...
Luego... el hormigueo otra vez, y tras él, primero las extremidades y después el resto de mi cuerpo se desintegraba en polvo. Transmuté en una y cada una de las millones de partículas que se arremolinaban y aceleraban en una oscuridad silente.
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