Zeitgeist tropical. Federico Vite

Zeitgeist tropical - Federico Vite


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      Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola

      Índice

       Presentación

       Temperatura local

       Variaciones musicales sobre la justicia

       Últimos atardeceres en el mundo

       Zeitgeist tropical

       Casablanca: pensamientos repentinos, naturalezas muertas, Acapulco

       El artista

       Costa Azul affair

       Archivo de restricción

       E tu, come ti chiami?

      Presentación

      El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura UdeG y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento.

      La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país.

      La obra ganadora de esta XVI edición es Zeitgeist tropical de Federico Vite (Acapulco, 1975). El jurado estuvo integrado por Luis Felipe Gómez Lomelí, Héctor Alvarado Díaz y Ana Elena Gómez Clavel.

      Temperatura local

      Marlin observa su reflejo avejentado en las gafas de El Morro, quien escupe las yemas de los dedos pulgar e índice, los frota rápidamente, y cuenta un par de veces los billetes de mayor denominación. Ajusta con ligas los fajos de papel moneda y deposita en una petaca negra el capital.

      —Sé que si te pones las pilas vas a crecer. Ten —sube el zíper de la petaca y la golpea con la mano abierta—. A la verga, mi ñiño. Hay mucho trabajo que hacer hoy. Este país no es para huevones ni para pendejos. Órale —aplaude.

      —Gracias por el paro, man. Voy apagar mi adeudo bien pronto.

      Chocan los puños. Marlin sale de la habitación resguardada por dos hombres que presumen los Cuernos de Chivo sobre sus abdómenes atléticos. Aborda su Volkswagen polarizado. Baja los cristales de las ventanillas. Enciende el auto y toma el volante con la franela para no sentir lo caliente del cuero. Trata de no pensar que ya tiene dinero para liquidar el cámper donde venderán los tacos; a él lo excita el olor del papel moneda. Necesita tramitar los permisos, acabar los arreglos del negocio y surtirse de comida. Los réditos, aunque excesivos, van a cubrirse con las ventas. Confía en ello. Baja el cierre de la petaca para percibir la fragancia que él asocia con el sexo de las mujeres. Sabrosea con la mirada a las chicas que caminan bajo el sol del mediodía, a treinta y cinco grados de temperatura. Recuerda a su exesposa; en especial, las nalgas portentosas de aquella mujer. Tiene una erección. Consulta el reloj de pulsera y pisa con desgano el acelerador. Estaciona el auto a unas cuadras de la zona roja. Ahí trabaja Pikochas, en una vulcanizadora. Toca el claxon. Un chico sin camisa, con el pelo afro, chanclea hasta la ventanilla del Volkswagen. Recarga medio cuerpo en la portezuela. Tiene los ojos rojos; la boca seca y la lengua pastosa.

      —Mira, rey. Necesito que le lleves varo a Chalán. Dile que acabe bien lo del cámper. Caigo al rayo —comenta exprimiéndose una espinilla de la nariz frente al espejo retrovisor—. ¿Andas bravo, primito? —toma de la petaca un fajo de billetes y lo entrega a su socio—. ¿Qué tienes?

      Pikochas cacha el dinero. Observa el bulto en la bermuda de Marlin. Tose.

      —Andas bien jarioso, pinche puerco —dice sonriendo; da media vuelta y se retira. Ya que está a una distancia considerable del carro, flexiona el brazo izquierdo e intercalando el derecho entre brazo y antebrazo, como símbolo de costeñísima amistad, le desea buena tarde—: Chinga tu madre, pinche caliente.

      Marlin acelera, contento. Se divorció hace unos meses; la exesposa reinició su vida con un elegante contador de sesenta años. En cuanto se consumó la ruptura, Marlin pensó en el suicidio. Al darse algunas vueltas por la zona roja supo que matarse sería una decisión equivocada. Lejos de fomentar la tristeza, practicó algunos rituales olvidados desde hace años: invitarle una copa a las teiboleras y reactivar la pasión por las prostitutas. Se dio cuenta de una máxima evidente, aprendida por muchos hombres desde los veinte años: sin dinero, ni amor ni sexo al caballero. Su pensión de retiro es generosa, después de trabajar treinta y cinco años para una empresa radiofónica, puede vivir con cierta austeridad, pero no le gusta pasar las tardes solo, enclaustrado en casa. Busca la vida, pero antes de eso, el dinero. Padece problemas de eyaculación precoz, pero, como la mayoría de los hombres, los minimiza argumentando que la chica en cuestión estaba lo suficientemente sabrosa. Desciende por la calle Malpaso. El olor a caño, la basura amontonada en una esquina y los chemos dormitando sobre un colchón en la banqueta dan colorido al lugar. Pasa cerca de El Tamikos. Ese bar está vacío. Llega hasta la glorieta de La Fábrica y da el volantazo para regresar por una callejuela escondida al corazón de la zona roja. Baja la velocidad. Abundan los travestis, recargados en la pared del hotel Bohío. Nota que en las sillas, dispuestas en la acera, sólo hay señoras entradas en años y en carnes; algunas de ellas, al ver que el Volkswagen avanza despacio, fingen que duermen. Frente al Zarape, una jovencita de grandes tetas le sonríe. Marlin pregunta el costo del servicio. Toma un billete de la petaca, medita la situación frotándose la barbilla, pero el olor del dinero manda: antes de abrir la portezuela del copiloto esconde el dinero bajo el asiento del chofer.

      Estaciona el auto en el mirador del Infonavit. En las calles poco transitadas de la colonia Mozimba. Se baja la bermuda y ella comienza a trabajar. Acordaron que no habría besos ni que él eyacularía dentro, pero la segunda cláusula verbal no se respetó. Tardaron más tiempo en encontrar el lugar adecuado para la intimidad que la felación misma. Se encarga de llevar a la jovencita hasta la esquina donde labora y le da una propina extra. Ella intenta despedirse con un beso en la mejilla, pero Marlin aleja el rostro.

      —No es necesario —dice viendo al frente: los yonquis fuman piedra en un colchón viejo, bajo el rayo del sol—. Ten cuidado, guapa.

      De noche, relajado y con la certeza vital que otorga un orgasmo, se dirige al negocio. Chalán y Pikochas, bastante mariguanos, pintan los bancos que colocarán en la barra del cámper. Escogieron un tono fucsia. No es irritante al ojo, pero definitivamente no propicia ninguna expresión de masculinidad. El resto de local, estacionado en la esquina de la Costera y la calle José María Iglesias, luce una modesta capa de pintura blanca; al frente, paralelas a la barra de madera, colocarán dos lonas para que se refresquen los comensales. Marlin no tiene queja alguna del trabajo.


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