Zeitgeist tropical. Federico Vite

Zeitgeist tropical - Federico Vite


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sobre la barra, ante una pareja de clientes que come sin hablar y baja la mirada—. Te voy a llamar cada dos horas. Si haces esto por nosotros, no tienes por qué pagar.

      La sonrisa de un empresario es muy expresiva. Toma el celular y deja, justo en medio de la pareja, una orden más de tacos.

      —Cortesía de la casa.

      Esa noche no hay novedad alguna, ni la siguiente ni la siguiente. Pero se mantiene al tanto, ahora trabaja para La Maña como halcón. Pikochas y Chalán no creen que haya más gente peleando la plaza. Trabajan con la lentitud habitual de un costeño, despreocupados. Eventualmente escuchan ráfagas de armas largas, pero las detonaciones no se oyen cerca. Las sirenas de las patrullas van de un lado a otro de la Costera. Pasan cerca del cámper, casi siempre rumbo a Caleta, Caletilla y el barrio La Bodega. Ese sonido esquizoide se vuelve parte normal del paisaje. Marlin empieza los reportes desde las cinco de la tarde. No sólo informa lo que cuentan los clientes en el negocio; también los chismes más notables del zócalo. La gente habla de balaceras, de descabezados que cuelgan de los puentes, de secuestros y de hombres que han hecho pactos con el diablo. El miedo contagia al puerto de una paranoia brutal. Las calles se quedan vacías después de las diez de la noche. Marlin, Pikochas y Chalán deben dinero. No hay otra manera de ganarse los billetes más que muriendo al pie del cañón. Desean que la clientela sea mayor, que se llene el negocio por las noches.

      El Chavo anda un poco borracho. Habla con Marlin y le dice que por la noche van a caerle unos amigos. Quieren pedirle un favor. Pikochas más o menos sabe de qué va la cosa.

      —¿Nos vamos a volver tiendita, man? —pregunta Chalán, entusiasmado—. No lo veo mal. Hay que sacar lo de la inversión como se pueda.

      —No. Nada más es un favor —dice Marlin viendo cómo trastabilla El Chavo y aborda el mismo taxi que lo trajo al cámper.

      Ya entrada la noche regresa con dos escoltas. Se sientan frente a la barra e incluso ordenan un par de caldos. Marlin los atiende. Pikochas empieza a calentar tortillas. Chalán está en el baño, en la parte trasera del cámper. Se oye un grito.

      —¡Ya se los llevó la verga!

      Marlin se guarece en la cocina. Escucha balazos, rechinido de llantas, el motor de una camioneta que se aleja. Minutos después sólo percibe la respiración acelerada de alguien en agonía. Marlin se asoma; Pikochas y Chalán abandonan el cámper. Corren por la Costera, rumbo a la Aduana. Van directo a sus casas. El Chavo, desde el piso, ve que sus escoltas están muertos; tras él, un hombre que no conoce también yace con la pistola en la mano.

      —Pues los vas a tener que guardar un rato —dice—. Antes de que amanezca vengo por ellos, camarada —sube al jeep del que descendió acompañado. Se pierde en la tranquilidad de la noche.

      Marlin cierra el negocio. Acarrea los cadáveres, los apila en la segunda cabina. Imagina que regresan de nuevo los sicarios y lo balean e incendian el local. Camina de un lado a otro. Patea por accidente una de las botellas con sosa cáustica; el líquido cae sobre la pierna de uno de los escoltas de El Chavo. Nota que la piel del cadáver se quema. Busca uno de los tambos metálicos que utiliza para almacenar basura; lo coloca en la tercera habitación del cámper, la más pequeña: deposita la ropa, los tenis del muerto y la gorra. Comprueba que la sosa deshace la evidencia. Ve los rastros de sangre en el piso. Limpia con cuidado, incluso afuera del cámper. Le parece pertinente hablarle a El Chavo, pero nunca lo ha hecho. Prefiere esperar. Cuando el sueño empieza a ganarle, escucha el motor de una camioneta. Confía que no sean los otros, para bien o para mal, él está con La Maña. Golpean la puerta del cámper. Hace pasar a El Chavo a la tercera habitación; explica el proceso, la necesidad de comprar más ácido y sosa; sobre todo, la urgencia de tener más tambos de metal, porque el plástico empieza a deshacerse. El Chavo, por primera vez, le da un abrazo.

      —¡Puta! No sabes de la que me acabas de salvar, parna. Te lo juro que te van ascender, cabrón. Vas a forrarte de dinero, camarada.

      Ni Pikochas ni Chalán forman parte del nuevo negocio. Marlin es un maestro en el arte de la desaparición; mete a los cadáveres, con todo y ropa, a los tinacos industriales de hierro. Usa palos de escoba gruesos para darle un empujón a los cuerpos, para que se zambullan en el caldo de químicos, un jugo mucho más potente que la sosa cáustica. El Chavo paga rigurosamente en efectivo los servicios de cocina, como suelen llamar al trabajo de Marlin, quien ha cambiado de apodo. Escala rápidamente los peldaños de la posición económica; también se ha hecho de reconocimiento laboral. Trabaja sin presiones, con billetes en la mano, sin deudas. Sus chicas suelen llamarlo El Pozolero en la cama, eso también le excita. Piensa comprarse unas gafas como las de El Morro, pero teme verse ridículo. Piensa mucho en ello.

4

      Variaciones musicales sobre la justicia

      El único recuerdo de Puerto Rico que posee El Comanche es un disco de boleros escrito en Acapulco; más que una docena de canciones —creadas especialmente para ese long play—, También las cachorras sufren por amor simboliza la humillación que sufrió El Truco, un cretino reggaetonero pusilánime, a manos de un judicial costeño con puños de hierro y corazón de poeta.

      Ese puto, desde que los municipales lo agarraron meando en la calle, se puso muy recio. Que si no sabían quién era él, les gritó agarrándose la verga, hasta salpicó de orín las botas de los policías. Lo subieron a la camioneta por faltoso. Llegó a barandilla y empezó, con tantas líneas de coca encima era normal, a maldecir a los uniformados. Pasó media noche en los separos; su agente pagó la multa y al día siguiente dio una conferencia de prensa. Aseguró que era un perseguido político y minimizó su delito argumentando una necesidad biológica incontenible. Fue detenido con el resorte de la bermuda en las rodillas, frente al Hard Rock, mientras los turistas tomaban fotos a la guitarra eléctrica que decora la entrada del restaurante de comida rápida. Pero lo asombroso de la conferencia fue que el músico retó a golpes a El Comanche. Si es hombre que me ponga en mi lugar en un ring, dijo. Se puso gallito, pues. Su agente de prensa también se apendejó. ¿A poco no sabía que con los policías nadie se mete? Hizo una propuesta: Si me madrea El Comanche, yo le hago un disco de boleros; sé de su pasión secreta por la música para señoritas quedadas, pero si lo chingo renuncia porque no sabe hacer su trabajo. El reto estaba hecho; el tiro cantado. Se ajustó su gorra de los Lakers y comenzó a tirar golpes de karate frente a las cámaras de mis colegas. Una mamada. El Truco quería publicidad gratis y la tuvo.

      Yo cubrí la nota. Al salir de la conferencia fui corriendo a la oficina de El Comanche. Gordo él, siempre con una bolsa de Sabritones en la mano, sonrío. A ver, Morales, ¿cómo que me cantó el tirito un artista? ¿Quién es el baboso que dijo eso? A su espalda estaba Mónica —tomaba notas ajustándose sus anteojos de imitación Prada. Los rasgos de su rostro son europeos, pero su piel no— y soltó una carcajada cuando me oyó contar todo el borlote. Entonces, Comanche, ¿qué dice usted al respecto? Vayamos por partes. No puedo tomar en serio esas bravuconadas, dijo. Dejó los Sabritones en el escritorio. Reservo mi opinión, Morales. Mónica asintió convencida. Comanche, con todo respeto, ¿está seguro de que no va a afectarle en nada fingir demencia? No va quedar mal parado. Dígame algo, lo voy a tratar bien. Aquí entre nos, confesé frotando mis manos, ese loco no me cae nada bien. Usted escriba lo que quiera, Morales. Se levantó del sillón. Caminó hasta el librero oxidado. Puso las manos en su amplia cintura. Contemplaba la bahía desde la ventana sin cristal, en las oficinas de la Policía, cerca de la embotelladora Yoli. Voy a pensar bien cómo resolver este argüende, afirmó, porque no es más que un argüende y eso es todo, Morales. Caminó hacia su altar, empotró una mesa de plástico en la esquina de la habitación, sobre ella un mantel rojo aterciopelado, finalmente una alfombra para rendirle tributo a esa deidad que corporiza un ideal irresoluto del amor: Agustín Lara. Extrajo el zippo del bolsillo de su casaca e hizo girar el engrane para que la flama del encendedor diera fuego a la mecha del pabilo; inclinó respetuosamente la cabeza hacia el busto de Lara y acercó el vaso de la veladora al hombro del poeta. Dijo a manera de rezo: Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, Flaco. Se persignó y


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