Zeitgeist tropical. Federico Vite

Zeitgeist tropical - Federico Vite


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de todos los invitados brindando en inglés. De verdad que se veía contento. Cuando fui al baño descubrí que la pipa de agua no fue suficiente para cubrir las necesidades de más de cien invitados que bebían, bebían y bebían. ¿A quién le importaba el olor de los baños sucios? Entraban y salían tapándose las fosas nasales con el pulgar e índice a manera de pinza. Parecía que formaban parte de una coreografía cómica en la que poco a poco se hundían los participantes en un mar obsceno, chochino y tristón.

      Estuve espiando a Lindemulder, pero es difícil mantener el interés por una chica que se siente sensual incluso cuando hace girar los hielos con un popote barato y aspira su bebida presionando los labios abultados. ¿Succiona penes imaginarios todo el tiempo? No pude entrevistar a los famosos, pero oí de lejos las charlas que mantenían los invitados de lujo y con algunas de esas frases podía armar una de las notas que tanto gustan a los lectores de la sección de espectáculos. De memoria sé el inicio de esos textos que se rellenan con decenas de fotos y nadie reprocha el exceso de imágenes en dos planas. Basta con hablar de lo felices que se veían conviviendo en uno de los lugares más bellos del mundo. Patrañas, de eso se trata mi trabajo, de puras patrañas. Di el último rodeo por la alberca antes de acabar uno de los tragos que logré obtener con empeño y algo de fortuna. Levanté la mirada hacia Las Brisas, el rencor social empezó a invadirme al oler los perfumes delicados de las señoras, al oír el tintineo de las alhajas y al escuchar los sitios que han conocido en sus interminables vacaciones terapéuticas. Yo he vivido en La Colosio muchos años, veo el mar cuando voy a mi trabajo y cuando regreso a mi casa, un sitio pequeño, departamento que sólo me sirve para pasar la noche; estar ahí en la mañana, con el calor a todo lo que da, es básicamente un martirio. Así que me hinqué junto a la alberca. Metí el dedo medio en mi garganta hasta sentir las arcadas. Vomité. Algo que aumentó mi odio fue que los invitados aplaudieron mi capricho. Apreté el vaso hasta romperlo. Las esquirlas se fueron incrustando en mi puño. Observé cómo mi sangre manchaba la poca agua clorificada que había en la alberca y deseé con todo mi orgullo que El Comanche tuviera la suerte de putear ejemplarmente a ese pendejo. Alcé la mano en señal de agradecimiento al público. Apuré el paso antes de que los guaruras de El Truco me dieran un correctivo.

      Llegado el momento, enfilé a la contienda. Supuse que El Truco no se presentaría, pero ahí estaba: recostado en el cofre de su camioneta. Nunca lo había visto fumar, así que no tenía dudas, estaba nervioso. El Comanche apareció trotando, vestía los mismos pants y la playera, ese atuendo con el que asistió a la fiesta. Llevaba al buen Agustín Lara en el pecho, incluso el compositor se veía cachetón en esa imagen. De la nada aparecieron camionetas Suburban; de ellas descendieron camarógrafos y El Truco, frente a El Comanche, dijo a cuadro que no se haría público el video de la pelea, a menos que hubiera abuso de autoridad. El director de la Policía aceptó sin chistar los términos de la contienda: mano limpia hasta caer. Los contrincantes chocaron sus puños y con eso se dio por iniciada la batalla.

      Un callejón de la Gran Vía Tropical era el ring. Los primeros movimientos de los peleadores fueron de estudio al oponente. El Truco procuraba lanzar golpes con el puño cerrado; usaba una guardia derecha. El Comanche parecía más dispuesto a propinarle una patada dura y certera en el estómago, aunque al verlo bien —regordete y lento— su flexibilidad dejaba muchas dudas acerca de la fuerza con la que podría golpear al rival usando las piernas. Avanzaba y retrocedía brincoteando, estuvo a la espera de que su contrincante bajara la guardia o se distrajera por unos segundos para golpearlo con un jab en pleno rostro. Ninguno de los dos facilitaba el ataque del otro. Los camarógrafos, al parecer estaban acostumbrados a este tipo de actividades, se colocaron estratégicamente en el toldo de las camionetas para grabar sin problemas la pelea. El Comanche enfatizó el tono agresivo del combate escupiendo los tenis de El Truco, quien reaccionó con lentitud. Un gargajo florido reposaba en la lengüeta de los Nike azules. Chocó sus puños, como anunciando el verdadero inicio del combate. Fintó con un gancho de izquierda y acertó con la derecha el upper cut en la mandíbula de El Comanche, quien ladeó la cabeza, parpadeó varias veces y se desplomó a media calle. Pedí a Dios que la bronca volviera a comenzar. El Truco pateó el costillar izquierdo del rival, quien se revolcaba en el piso apretando la guardia. Se levantó con dificultad e inició desplazamientos laterales cada vez que se le acercaba el reggaetonero. Jalaba aire por la boca. Se oía un zumbido al final de cada bocanada. El Comanche inició una serie de fintas subiendo y bajando el torso, cambiaba la guardia para descontrolar al adversario. Tiraba jabs. Se defendía a tontas y locas, como Dios le dio a entender.

      Nadie previó un combate largo, tedioso, pero sí vaticinaron un sabroso intercambio de golpes, aunque la mayoría tuvo la perspicacia de imaginar al reggaetonero como el vencedor. La verdad, no tuve ningún motivo para pensar en la derrota de El Comanche, pues estamos hablando de un cabrón domesticado por políticos de medio pelo y abogadetes con tendencias criminales de cuello blanco; y de un cabrón, todos lo sabemos, siempre debe tenerse cuidado. Era obvia la diferencia de edades. Hablábamos de quince años; 25 primaveras para El Truco, 40 para El Comanche. Ambos tenían la misma estatura, 1.85; en cuanto al tonelaje, el municipal llevaba ventaja. Ahí estaban las cartas echadas. El Truco no podía ganar por KO. Comanche, dije al ver a los maricones esos que movían las cámaras, cógetelo. Ni siquiera le des chance de que te toque la cara, grité. Ese puto ricachón no tenía potencia, era hueso y bluff. Aunque débil, El Truco preparó en su mente un combate rápido. Estaba dispuesto a liquidar al contrincante, tiraba insistentemente jabs, patadas al estilo del muay thai, pero no acertaba ninguno de los golpes. Desesperado, intentó fintar de nueva cuenta a El Comanche con un gancho, pero la sorpresa fue para el artista, porque recibió un volado en la manzana de Adán. El impacto sacudió al músico, hizo que retrocediera un par de metros jalando aire por la boca, pero El Comanche se puso loco y empezó a tirar una ráfaga de ganchos que aturdieron al rival. El Truco cayó abriendo la boca. Gemía el pobre. El Comanche golpeó en repetidas ocasiones las mejillas y la nariz de su contrincante; agarró de los cabellos al artista, lo azotaba contra el piso. Una y otra vez. Ese pedante portorriqueño se ahogaba. Hubo uno golpe definitivo, movimiento que considero magistral, pues cualquier enrabiado se hubiera vuelto loco y hubiera desfigurado el rostro del bravucón. El Comanche hizo magia: se puso en guardia y de nueva cuenta empezó con los jabs, los upper cuts, ganchos y al final de cada combinación que golpeaba el aire escupía la cara de El Truco. El Comanche se puso en pie, grande se veía el cabrón, sobre todo cuando se sacó la verga y empezó a orinar al artista. Aplaudí el momento. Noté que uno de los camarógrafos usó un silbato y los guaruras de El Truco, esas bestias de casi dos metros de estatura, se acercaron a su jefe, lo vieron toser, mojado y sucio. Poco a poco recuperó la respiración; estaba en posición fetal, podría jurar que lloraba. El Comanche se agarró los testículos y afirmó: Acuérdate de Acapulco, pendejete. Jaló la tela de su playera para besar la imagen de Lara. Dio media vuelta para unirse a los policías que en ese momento iban llegando y descendían de las patrullas. Adoptaron la posición de firmes. El Comanche caminó arropado por sus seguidores, en medio de la formación de dos aguas; incluso los guaruras de El Truco tuvieron que cuadrarse. Silbé María Bonita, pero mi propuesta musical no tuvo eco en los asistentes. Caminé tras el héroe, me sentí orgulloso de ese tipo. Es más, lo vi rejuvenecer mientras abordaba una de las patrullas. Iba empapado de sudor, pero sonriente. En su mano derecha quedó la insignia roja del coraje, una mancha que coronaba su puño con la victoria.

      También las cachorras sufren por amor se grabó en Puerto Rico, en el estudio de El Truco, productor absoluto del long play que incluyó doce composiciones escritas por El Comanche, quien salió del clóset como oficiante del bolero tradicional. No es un compositor genial, claro, muy apenas consigue el estándar de calidad, pero el disco ha tenido muy buena recepción en el sur de México.

      Ana Isabelle Acevedo, afamada artista portorriqueña, fue la intérprete de diez de los doce boleros; El Truco la convenció con una buena suma de dinero para que cantara el ochenta por ciento del disco. Esa fue su red de protección, pues temía que el capital invertido se perdiera por completo. La verdad, ha sido una grata sorpresa el éxito de También las cachorras sufren por amor. La inversión de tiempo, dinero y talento es invaluable, eso he dicho del disco a mis lectores del diario. Al volver de Manhattan, comencé la escritura de la biografía de El Comanche, El justiciero


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