El dragón. De lo imaginado a lo real. Nadia Mariana Consiglieri

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como premisa el ideal modélico visigótico y la renovación de su tradición de poder en su propia figura, ancestros y descendientes, Alfonso VI logró efectuar así un proyecto imperial contundente.

      Esta situación no había sido alcanzada al momento por Navarra ni por la zona catalana: territorios emplazados en las áreas pirenaicas ibéricas. El escenario político navarro –sector denominado durante los siglos altomedievales como reino de Pamplona– se caracterizó por su permanente inestabilidad, no sólo a causa de las ofensivas francas (entre las más destacadas y tempranas, la Batalla de Roncesvalles de 778), y por sus continuas luchas contra los musulmanes53, sino también por sus enfrentamientos con el resto de los reinos cristianos ibéricos54. Entre la segunda mitad del siglo XI y la primera del XII, su destino estuvo intrínsecamente relacionado con Castilla y con Aragón. Con este último permaneció unido entre 1073 y 1134, produciéndose un momento de gran impulso económico, cultural y social55. Asimismo, en 1134 logró restaurar su reino, en gran parte gracias al peso sustancial que tuvieron los mismos territorios navarros que habían sido agregados a Aragón56.

      La situación político-territorial fue igualmente vacilante en lo que refiere a los condados catalanes. Éstos gradualmente comenzaron a establecer sus dinámicas patrimoniales propias respecto de sus lazos con el Imperio Carolingio, en particular a través de las acciones llevadas a cabo hacia finales del siglo IX por Wilfredo el Velloso X, quien promovió un sistema hereditario local de los feudos, reuniendo este régimen sucesorio en la casa condal de Barcelona. Al margen de la considerable cantidad de territorios de la Marca Hispánica que estaban bajo su potestad, incluyendo Girona, Cerdaña y Besalú entre sus principales puntos de control, también recuperó del dominio musulmán las zonas de Ripoll, Vich y Monserrat57. Así, este periodo de reasentamiento y consolidación territorial continuó fortaleciéndose poco a poco. Entre fines del siglo XI y la primera mitad del siglo XII, fueron recobradas Lleida, Tarragona y Tortosa, y a partir de 1137, Cataluña pasó a formar parte de Aragón como consecuencia del matrimonio entre Ramón Berenguer IV (conde de Barcelona) y Petronila de Aragón (heredera al trono aragonés)58. En este sentido, durante los siglos XII y XIII, la zona catalana continuó perteneciendo al reino de Aragón.

      En cuanto a Castilla y León, como asevera Bernard F. Reilly, Alfonso VI había hecho propicio que su “(…) deseo de restauración se convirtiese en un plan de acción conducente a su plena realización”59. Dicho monarca estrechó aun más los vínculos con Cluny, posicionando al territorio hispánico en una mayor integración política, económica y religiosa con el mundo transpirenaico. De esta manera, la orden cluniacense logró instalarse progresivamente en los reinos hispanocristianos, no sólo a través de una mayor movilidad de eclesiásticos procedentes de Borgoña, sino en particular gracias a la contundente política de donaciones implementadas por el monarca, las cuales impulsaron la conformación de una importante red de prioratos en el área ibérica60.

      También tuvieron mucha influencia los itinerarios cada vez más concurridos del camino a Santiago provenientes del sur francés, que hicieron que a fines del siglo XI, Astorga, León y Burgos se transformaran en concurridas ciudades en pleno crecimiento61. De hecho, entre 1070 y 1080, la monarquía hispánica realizó un activo fomento del peregrinaje proveniente de más allá de los Pirineos, con el objetivo de sostener su poder político interno, además de atraer nuevos asentamientos poblacionales y fomentar ganancias comerciales en sus dominios62. Lo cierto es que a partir del supuesto “descubrimiento” de la tumba del apóstol Santiago en 813, las rutas de peregrinaje a Compostela destinadas a la veneración de sus reliquias se desarrollaron en un continuo in crescendo hasta consolidarse con fuerza hacia el siglo XII63.

      Durante la monarquía alfonsina también se intentaron establecer renovadas relaciones con la Santa Sede, especialmente en lo que refiere a la concreción final del cambio de rito a través del Concilio de Burgos celebrado en 1080; iniciativa que ya se había comenzado a tratar durante el reinado de su padre, Fernando I, en el Concilio de Coyanza de 105564. Es necesario subrayar la importancia que tuvo esta decisión político-religiosa, pues estableció nuevos lazos entre los reinos hispánicos y el papado. Como ha explicado Carlos de Ayala Martínez, ya la Crónica del obispo don Pelayo establece que Alfonso VI había enviado legados a Roma dirigidos al papa Gregorio VII y, como respuesta, éste había consignado a España al cardenal Ricardo, abad de Marsella, quien se hizo presente en el Concilio de Burgos. Allí se promulgó el cambio del rito litúrgico mozárabe al gálico-romano, esto es, la sustitución de la liturgia hispana por la gregoriana: una transacción que beneficiaba tanto al rey como al mismo papa65. Este proceso implicó, por ende, una amplia renovación en las conexiones entre los reinos hispanocristianos con el exterior. Las repercusiones en el norte peninsular fueron de lo más variadas, pues mientras que este cambio tuvo una aceptación bastante extensa en León y Castilla, obtuvo ciertas resistencias iniciales en Navarra y Aragón66.

      Al mismo tiempo, Alfonso VI efectuó una enérgica ofensiva contra los almorávides y, en el marco de sus campañas militares, logró ocupar la ciudad de Toledo en 1085. Con el apoyo pontificio directo, esta “guerra santa” conjugó dos aspectos sustanciales. Por un lado, permitió demostrar y afianzar su contribución con el proyecto papal en su plan de consolidar una cristiandad universal e íntegra67 y, por el otro, significó una rotunda señal de legitimación cristiana del poder de la monarquía castellano-leonesa basada en la recuperación de los territorios ocupados por el enemigo musulmán. Sin embargo, el último periodo de su reinado implicó una grave crisis tanto política como sucesoria. Al margen de las disputas territoriales, la derrota en la Batalla de Uclés en 1108 y una serie de alianzas matrimoniales controvertidas que procuraron asegurar su poder, el monarca tuvo que enfrentar inconvenientes sucesorios causados por la defunción de su hijo Sancho68. En 1109, a causa de su fallecimiento repentino, ascendió a la corona su hija Urraca I, fruto de su unión en segundas nupcias con Constanza de Borgoña, quien reinó hasta 112669.

      En consecuencia, los inicios del siglo XII prolongaron en Castilla y León un periodo de contiendas y disputas políticas entre los mismos integrantes de su monarquía, provocando un marcado ambiente de inestabilidad interna. Ante la crisis dinástica, Urraca contrajo matrimonio por segunda vez el mismo año de su coronación, con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Navarra. Contrariamente a conducir a la unión entre los reinos de León y Castilla con los de Aragón y Navarra, este enlace trajo aparejados nuevos enfrentamientos. Sumada a la posición adusta impartida por los condes de Portugal, principalmente la Iglesia manifestó poco a poco su oposición ya que este vínculo hacía peligrar la sucesión de Alfonso Raimúndez y, en consecuencia, el poder borgoñón en los círculos de la corte; sector aristocrático apoyado por los influyentes Diego Gelmírez y Bernardo de Toledo70. Este último mostró su entero desacuerdo y rechazo al matrimonio, al poner en tela de juicio problemas de consanguineidad, pues la pareja tenía en común como bisabuelo a Sancho el Grande de Navarra (ca. 992/996-1035) e, igualmente, Urraca había compartido también como bisabuelo con su primer esposo Raimundo, a Roberto el Piadoso de Francia (972-1031)71.

      Las pugnas internas comenzaron a hacerse cada vez más evidentes. Con posterioridad a la Batalla de Candespina del año 1111, en la cual se enfrentaron las huestes de ambos esposos, en 1114 Alfonso I repudió a Urraca y bajo el aval de Pascual II se procedió a la anulación del matrimonio. A partir de esa instancia y con el acompañamiento de bulas papales que pretendían coaccionar la invalidación del enlace, la posición de los prelados castellano-leoneses pasó a ser claramente contraria a Aragón72. También, durante su disputado gobierno, Urraca tuvo que confrontar difíciles enfrentamientos con su hijo Alfonso, quien reinaba en esos momentos sobre el territorio de Galicia. En el marco del gradual debilitamiento de su poder y un año antes de su muerte se celebró el Concilio compostelano de 1125, en el cual adquirió un notable protagonismo el arzobispo Diego Gelmírez. Además de tratarse allí la proclamación de paz entre ellos, fue promovido una invocación a las armas contra el enemigo musulmán andalusí73, también como un claro acto propagandístico de la figura del mismo Gelmírez74, quien pugnaba por transformarse en el nuevo líder ideológico que desde la Iglesia alentara la cruzada contra el islam, prácticamente abandonada durante el reinado de Urraca75.

      Todas estas acciones estuvieron destinadas a crear un potente aparato de promoción y legitimización de la figura de Alfonso VII, quien reinaría


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