El dragón. De lo imaginado a lo real. Nadia Mariana Consiglieri

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sectores aristocráticos más poderosos –como los condes de Lara–, e incluso tuvo que contener una rebelión contra la corona que irrumpió en 113076. Dado este complejo panorama interno, el monarca se vio obligado a generar constantemente dispositivos diplomáticos y de negociación progresivos para obtener (y tratar de mantener) la sin embargo vacilante fidelidad de la aristocracia, incluso llegando a contiendas militares77. Otras amenazas a su gobierno fueron las milicias leales a Alfonso I de Aragón, las cuales aún se mantenían posicionadas en cuantiosas ciudades castellanas, y recién luego de la muerte de este rey acontecida en 1134 pudieron ser aplacadas al recobrar Alfonso VII territorios como La Rioja, temporalmente Zaragoza, y otros puntos de Castilla78. Por otra parte, la sucesión al trono de Pamplona por parte del rey García Ramírez era bastante inestable debido a que, aunque contaba con el apoyo de los navarros, también tenía otros frentes enemigos importantes: Aragón y Castilla. Como ha sostenido José María Lacarra:

      García Ramírez tenía que jugar hábilmente con los intereses muchas veces encontrados de Aragón y de Castilla, pero sin indisponerse seriamente con Alfonso VII (…) toda la historia de Navarra en el siglo XII será un prodigio de habilidad diplomática y de energía guerrera para asegurar su independencia frente a los dos reinos vecinos79.

      Esto condujo a la necesidad de asegurar las buenas relaciones con Alfonso VII. Tal como indicó Lacarra, en 1135, en Nájera, ambos monarcas establecieron un acuerdo de paz, aunque Pamplona quedó bajo la dependencia de Alfonso VII persistiendo las antiguas relaciones de vasallaje que Sancho Ramírez y Pedro I habían proporcionado con anterioridad a Alfonso VI80.

      Asimismo, Alfonso VII retomó los ataques contra los musulmanes en el contexto de un perdurable impulso de cruzada que estaba surgiendo en Francia a partir de las negociaciones concebidas entre Eugenio III en Roma y Bernardo de Clairvaux hacia fines de la década de 1140. Con esos objetivos bélicos, se instalaron huestes en Tierra Santa en torno a 1147, así como también se brindaron apoyos armados a la Península Ibérica, ya que el Conde Alfonso Jordan de Toulouse era primo del monarca81. De hecho, por esa misma época, había incursionado en la fortaleza de Oreja y Coria, de la misma manera que en Jaén y Córdoba entre 1139 y 1144. Estas áreas fueron recuperadas bajo su dominio a excepción del área cordobesa. A fines del siglo XII, la situación en el sur peninsular era compleja ya que acusaba la pronta desintegración de la política andalusí con el creciente avance del poder almohade sobre el almorávide. Ante el fallecimiento de este rey en 1157, el dominio cristiano adoptó una nueva división de sus reinos (Castilla, León, Navarra, Aragón con los condados catalanes y Portugal), los cuales continuaron teniendo contiendas por el poder entre sí82. Bajo este panorama complejo, el reino leonés fue gobernado por Fernando II entre los años 1157 y 1188, mientras que el reino castellano pasó a estar en manos de Sancho III desde 1157 hasta su temprana muerte ocurrida un año después.

      Este hecho demarcó un nuevo episodio de enfrentamientos dentro de la monarquía castellana, no sólo a causa de la puja de intereses navarros y leoneses, sino también por disputas entre la misma corona de Castilla y los sectores aristocráticos locales más influyentes83. El sucesor al trono, Alfonso VIII84, tenía en 1158 tan sólo tres años, lo cual generó arduas contiendas, en particular entre diversas facciones de la nobleza castellana, por asegurarse la custodia del joven rey. Tal es así que hacia 1161, la familia de los Lara triunfó y los Castro fueron obligados a exiliarse85. Ante esta perspectiva, el resto de los monarcas ibéricos buscaron asirse de más dominios, aprovechando la debilidad del gobierno castellano. Fernando II y Sancho VI de Navarra se apoderaron de un gran número de ciudades lindantes, mientras que, en 1162, Toledo fue tomada por tropas leonesas, aunque recuperada por Castilla cuatro años más tarde86. Por otra parte, aunque en Fitero hacia 1167 se habían acordado treguas entre Castilla y Navarra por un lapso de diez años, éstas no llegaron a cumplirse en tan extenso periodo temporal, a causa del nuevo contexto castellano en torno a la política exterior hacia 117087.

      En lo que respecta a estos rotundos cambios, Alfonso VIII se hizo cargo del trono castellano y fue proclamado rey en ese año al obtener la mayoría de edad. Ya en 1169, tras la celebración de una importante asamblea en Burgos, se había instaurado la necesidad de establecer alianzas internacionales más sólidas para así vigorizar la corona castellana. Esto se logró a través de un enlace matrimonial cuya consolidación fue posible gracias a una significativa actividad diplomática y de negociaciones traspirenaicas88. Alfonso VIII se casó en 1170 con Leonor de Plantagenet, hija de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania. Según las palabras de José Manuel Cerda, además de que la dote consistió en el otorgamiento del condado de Gascuña, esta unión fue un vehículo trascendental que sirvió a los intereses y proyectos castellanos, tendientes a consolidar su hegemonía89. Ante esta nueva trama política, la situación de Navarra se complicó en mayor grado, puesto que sus dominios quedaron rodeados por una alianza cada vez más fuerte conformada por Castilla y Aragón, sumando a ello, las acciones castellanas emprendidas hacia 1173 con el objeto de recuperar La Rioja90.

      Por otra parte, entre 1170 y 1214, Burgos logró consolidarse como capital regia castellana (civitas regia vocata) y desplegarse como escenario sustancial del poder político ejercido por esta alianza anglo-ibérica, bajo el fiel y fuerte patrocinio de Leonor91. En efecto, la reina fue mentora tanto del Hospital del Rey como del Real Monasterio de Santa María de las Huelgas de Burgos, este último, cenobio femenino cisterciense solventado en gran medida por privilegios y donaciones procedentes de la corona92.

      Debemos considerar que el patrocinio regio a este tipo de instituciones respondió también a los cambios religiosos que se sucedieron en el transcurso del siglo XII. La orden cisterciense, la cual había sido impulsada en gran medida por Bernardo de Claraval, estaba experimentando en esos momentos un creciente proceso de expansión hacia el área castellano-leonesa, instaurando nuevos centros monásticos y dependencias en la Península Ibérica (ver Figura 2, en pág. 65)93. La fundación de la orden cisterciense se remonta a 1098, aunque fue especialmente durante el siglo XII, el periodo de su definitivo afianzamiento y de su mayor difusión por diferentes focos europeos, partiendo desde Pontigny, La Ferté, Morimond y primordialmente Clairvaux, y llegando a la España medieval, así como a las tierras de Portugal, Inglaterra, Alemania e Italia de esa época94. Bajo el lema de retorno a los genuinos principios de sencillez y humildad en rechazo a la ostentosidad, y de práctica estricta de los fundamentos benedictinos, el Cister alcanzo gran éxito, difusión y poder, por lo que la protección económica de los sectores aristocráticos, nobles y regios hacia los monasterios que la ejercían resultó ineludible. De hecho, ya hacia finales del siglo XII, los monasterios cluniacenses habían cedido su preponderancia a favor de los del Císter, estableciéndose entre los siglos XII y XIII diecisiete monasterios de esta última orden monástica95, siendo favorecidos por el poder regio.

      Posteriormente, unos años antes de la muerte de Alfonso VIII sucedida en 1214, su gobierno logró consolidar un notable triunfo militar que terminaría por reforzar aun más el dominio cristiano sobre los territorios ibéricos. Se trató del ataque conjunto y la victoria obtenida por parte de las milicias castellanas, navarras y aragoneses sobre las tropas musulmanas lideradas por Muhammad an-Nasir en la batalla de las Navas de Tolosa de 121296.

      A continuación del breve reinado castellano de Enrique I entre 1214 y 1217, resultaron sustanciales las acciones políticas efectuadas por Fernando III, quien durante su gobierno se encargó de fusionar de manera definitiva la corona castellana con la leonesa en 1230, además de quedar bajo su poder también Galicia97. Por su parte, en el noreste peninsular se produjeron diversos conflictos al interior de la corona aragonesa bajo el reinado de Jaime I el Conquistador. Como ha apuntado Luis González Antón, la recuperación de Mallorca y Valencia entre 1229 y 1238 posibilitó la intervención de marinos y comerciantes burgueses catalanes, originándose una efectiva “catalanización” en estas áreas. Amén de Aragón y Cataluña, Jaime I resolvió que estos sectores recuperados quedaran separados y autónomos, decisión que generó altercados en los principales núcleos de la misma aristocracia de Aragón. Esto conllevó la tentativa de fundar una territorialización jurídica aragonesa mediante determinados fueros y el surgimiento de un complejo proceso de definición fronteriza entre los reinos98. Asimismo, especialmente bajo el reinado de Sancho VII el Fuerte (1194-1234), aunque con una reducida cantidad de dominios territoriales, Navarra había


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