Cuando las luces aparezcan. Roberto Abad

Cuando las luces aparezcan - Roberto Abad


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a casa, nos acostamos junto al teléfono del cuarto.

      LA LLAMADA

      Eran las diez de la mañana cuando sonó. Madre dormía aún; no sé a qué hora dejó de llorar. Contesté: Bueno, hola, y se oyó una respiración. Alguien, quizá la misma persona que habló para decir que Padre estaba en el hospital, dijo: En el terreno de La Herradura. No entendí qué quería decir y pregunté qué quería decir. Pero colgó.

      Madre despertó en ese momento, puso la cara que pone si hago cosas malas. Me arrebató el teléfono, se lo arrimó a la oreja.

      Ya colgaron, le dije.

      Quién era.

      No sé.

      Qué dijeron.

      En el terreno de La Herradura.

      Madre se quedó mirando la pared con la boca abierta. Se vistió, tomó las llaves del coche y salimos; me subió en el asiento de adelante. El señor Maussan iba atrás. Al principio me asusté porque ella manejaba como si escapáramos del mundo; esquivaba autos, perros, personas.

      ¿A dónde vamos?

      ¿A dónde crees?

      Aceleró. Entramos en la carretera. Luego nos desviamos por un camino de polvo. Siete minutos después, vi una casa gris a la que le faltaban techo, puertas y ventanas; parecía abandonada. Al lado se alzaba una colina llena de pasto. Madre se frenó. Nos quedamos viendo hacia allá. Había alguien en la parte más alta.

      Al salir del coche, ella me tomó de la mano y yo tomé al señor Maussan. Empezamos a correr los tres por encima de la hierba, atravesando un campo de plantas que habían perdido su color y vivían en la tierra sin moverse. Tronaban, a cada paso, como rezongando.

      Padre estaba de rodillas, con la cara hacia el cielo, desnudo. Conforme me acercaba más pensaba en la familia del campesino. Madre tropezó con una piedra de pronto y se lastimó el tobillo. Me pidió que no me detuviera, que fuera a rescatar a Padre. El señor Maussan dijo que nos apresuráramos. En ese instante corrí con todas mis fuerzas. Ella empezó a gritar.

      Al llegar adonde estaba Padre, le pregunté por qué se había ido sin avisarnos. Lo agarré de los hombros; tenía la piel helada como un tenedor. Le supliqué, responde, por favor, dime algo, por qué, por qué. Entonces juntó los labios, parecía que iba a hablar al fin. Lo sacudí otra vez y lo único que hizo fue mirarme y por primera vez nos quedamos viendo de cerca. Descubrí que tenía manchitas rojas en los ojos. Madre dejó de gritar.

      Cuando regresé por ella, solo encontré su ropa.

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