Los chicos siguen bailando. Jake Shears
fueran juguetes, libros o atención. Quizá mi madre tenía miedo de que me desbaratara, así que me seguía de puntillas, intentando averiguar cómo criar, exactamente, a un niño “talentoso”.
Ella solo intentaba protegerme, utilizando sus instintos para amortiguar mi sufrimiento potencial. Haciendo cola en la tienda de alimentación, recuerdo ver a Rock Hudson muriéndose en la portada de National Enquirer, y una fotografía barroca de Liberace al lado con la palabra “Sida” en el titular, en letras rojas. Le pregunté a mi madre qué era el sida, pero ella no pareció poder darme una respuesta contundente. Tengo el recuerdo de Jane Pauley en el Today show presentando un reportaje sobre cómo algunos científicos pensaban que era posible contraer el sida del asiento de un retrete. El miedo de esta amenaza desconocida era evidente, incluso para un niño. Podía leerlo entre líneas en una mirada rápida de los adultos o en la pausa nerviosa cuando era mencionada.
Un día le pregunté a mi madre qué significaba “gay”. Ella me miró a través del espejo retrovisor y, por suerte, simplemente respondió: «Son gente muy agradable».
[1] Cabbage Patch Kids, traducido como “muñecas repollo”, fueron unas muñecas muy populares en la década de los ochenta. (N. del T.)
[2] Marca de cerveza. (N. del T.)
[3] Diclorodifeniltricloroetano, principal componente de pesticidas. (N. del T.)
[4] Liga de béisbol y softball para niños. (N. del T.)
[5] Tipo de faldas muy comunes en Estados Unidos. (N. del T.)
2
La nuestra no era exactamente una casa musical. Al menos, no del tipo de casa con discos o grabaciones. La radio no se escuchaba a menos que fuera en el coche o saliendo de la habitación de mis hermanas. Yo tenía mi propio tocadiscos, pero la mayoría de discos eran cosas de críos. La mayor parte de la música en mi casa provenía de instrumentos musicales. Mis hermanas tocaban el violonchelo y el harpa, y los tres tocábamos el piano. Nuestro profesor, Mr. Heck, se pasaba por nuestra casa los martes, vistiendo de rancio poliéster y oliendo a bolas de alcanfor y gomina. Golpeaba la partitura con su puntero retráctil, manteniendo el tempo mientras nos preparábamos para nuestros recitales bianuales. Windi y Sheryl practicaban constantemente, llenaban la casa de música. Yo encontraba la práctica musical aburrida, y me costaba contar los compases y recordar dónde se suponía que debían ir los sostenidos y los bemoles, y tenía que contar a mano las líneas en el pentagrama. Un acorde simplemente me parecía una maraña de notas, y descifrarlo se me antojaba una tarea tediosa. No quería interpretar un refrito de algo que alguien ya había puesto sobre papel. Quería crear mi propio material.
Era mejor cantante que pianista. Tomé clases elementales de coro de Mrs. Bell, quien lucía un feroz corte de pelo a lo Toni Tennille. Era agradable y amable, pero me horrorizaba cuando aplaudía en nuestras caras de forma rítmica y nos hacía decir: «Tah, tah, tee-tee, tah». Íbamos a cantar al sanatorio para animar a los ancianos y, para entretenerme a mí mismo, maullaba como si estuviera completamente sordo o intentaba llevar a cabo mi imitación en tercer grado de Aaron Neville, de la cual pensaba que era hilarante.
No fue hasta que descubrí a un cantante en particular cuando empecé a fantasear con la posibilidad de actuar. Había visto repetidamente un VHS de contrabando de la película Laberynth y me habían cautivado sus canciones. Rebobinaba y adelantaba escenas con el único propósito de aprenderme las letras de las canciones que cantaba ese hombre en medias y con una peluca escarchada a lo Tina Turner. No tenía ni idea de quién era, pero estaba realmente intrigado. Mis hermanas me informaron de que su nombre era David Bowie, y parecía ser que era una estrella del rock.
En otro de nuestros viajes fuera de la isla, mi madre dejó que me comprara el casete de Let’s dance. Lo escogí de entre una selección aleatoria de sus álbumes. Desde entonces, los auriculares de mi walkman no abandonaban nunca mis orejas. La primera mitad de la grabación, llena de sencillos, era inmediata, pero era la segunda parte, mucho más oscura, la que reproducía incluso con mayor frecuencia. Dejaba el casete en mi pupitre en la escuela, nunca perdía de vista la carátula artística y contaba las horas hasta poder volverlo a escuchar.
Me recostaba en mi habitación a oscuras a la hora de irme a la cama; las canciones sonaban suavemente en el radiocasete. Me imaginaba estar enfrente de una multitud embelesada de compañeros de clase; visualizaba un escenario en el gimnasio escolar, de alguna manera un cielo infinito y lleno de estrellas por encima de mi cabeza. Vestía un esmoquin y cantaba suavemente delante de una elegante banda musical, con una sección completa de trompas. Fue la primera vez que pensé con auténtica convicción: «Quiero estar encima del escenario. Cantando».
A Let’s dance le siguieron el Scary monster’s y el Lodger, de Bowie. La mayoría de las letras eran opacas, incluso algunas de ellas aterradoras. Pero memoricé cada segundo de esos álbumes, escuchándolos siempre que podía; a veces incluso elegía escucharlos antes que salir con mis amigos. Sabía muy bien que nunca les podría poner esas canciones. No tenía ningún interés en intentar convencer a nadie de lo que yo ya sabía que era brillante.
* * *
Cuando finalmente logré subir al escenario en mi cuarto año escolar, de ningún modo aquello se podía comparar con las fantasías que tenía en mi habitación. Mi madre tuvo la sabia idea de que fuéramos los dos a clases de claqué. Nos apuntamos con Bill Ament, un profesor local que tenía un estudio de una sola sala al otro lado del juzgado, en el pueblo. Bill era un alegre y moderno bailarín de claqué con una mujer muy grande llamada Rita, que vestía muumuus[6] coloridos, tenía el pelo encrespado, llevaba los labios pintados de violeta y siempre estaba sudando profusamente. Ella se sentaba en un lado, en una silla plegable, y ponía la música, además de interrumpir a Bill cada diez minutos para decirle que estaba haciendo algo mal. Hacían un equipo curioso.
Yo no era ningún prodigio del claqué, pero podía ciertamente recordar una secuencia, y por suerte este no era un deporte de exterior. Tom era el único chico en mi clase. Aunque ambos llevábamos gafas, él sufría permanentemente de moqueo nasal y le era imposible mantener el tempo adecuado. No podía evitar sentirme superior. Pero la superioridad era relativa. Para mí, el niño nuevo en el pueblo, no parecía un buen reclamo estar aprendiendo bailes para Don’t worry, be happy y The surrey with the fringe on top.
Durante toda la primavera trabajamos en la actuación, que representaríamos en el teatro comunitario —que en realidad era un cine de una única sala en la que habían quitado la pantalla y habían dispuesto un pequeño escenario—. El show se llamaba Dance happy! y actuarían todos los estudiantes de las clases de Bill Ament, incluyendo a mi madre. El número en el que me encontraba yo se basaba en la canción principal de la película Hairspray, de John Waters. Al final, Tom y yo entrábamos desde los lados del escenario, ataviados con mallas de licra azul, saltando sobre un pie y fingiendo tocar un solo de saxofón alrededor de una mujer disfrazada como una lata gigantesca de Aqua Net[7] . El número de mi madre iba a ser incluso más vergonzante. Lo representaban ella y un grupo de mujeres de mediana edad disfrazadas como payasos, bailando al ritmo de música circense. Entraban a través del público, lanzando confeti a todo el mundo, al estilo de Rip Taylor.
El día del espectáculo, mi madre y yo estábamos preparándonos cuando me recordó que fuera a darle de comer a Oreo, el conejo que mi hermana Windi me había dado hacía seis meses. La gran jaula de Oreo estaba al final de un pequeño sendero a través de algunos árboles, sobre la colina de nuestra casa. Me aseguré de ir a darle de comer antes de irnos a la representación, así que antes de salir de casa en dirección a su jaula me puse los pelos de punta con un gel pringoso y me arreglé las mallas, dejando los zapatos de claqué para cuando fuéramos a