Los chicos siguen bailando. Jake Shears

Los chicos siguen bailando - Jake Shears


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de estallar. Además, tenía unos pies de paloma que se asemejaban a una flecha cada vez que caminaba.

      Fue en los recreativos, o en el centro comercial —donde los chicos guais avanzaban vestidos con monos, uno de los tirantes colgando por debajo de la cadera, moviéndose en grupo, ruidosos y violentos—, donde me di cuenta de verdad de lo raro y afeminado que yo era.

      Teníamos a uno de esos chicos guais en nuestra clase —solo uno—. Su nombre era Austin. Arrogante y bravucón, tenía el pelo grueso y negro, y sus labios se torcían perpetuamente en una mueca desdeñosa, aunque sexi. Austin siempre estaba presumiendo de sus hazañas sexuales y con el monopatín. En Educación Física, echaba un vistazo a sus jugosas piernas, peludas como las de un gorila. Tenía un año más que el resto de nosotros y ya no era un niño. En la escuela él podía ser cruel y despiadado conmigo, pero los fines de semana dormía en mi casa, nos acostábamos sobre el colchón de agua y hablábamos hasta bien entrada la noche de sexo y chicas, seduciéndonos el uno al otro con el lenguaje. Esas noches eran de agónica felicidad. Conforme iba pasando el tiempo, yo empezaba a temblar. Nunca nos besamos, ni siquiera lo intentamos. Eso hubiera sido demasiado gay. Pero todo del cuello hacia abajo estaba permitido.

      En el colegio nos guardábamos este peligroso secreto el uno al otro. Él se comportaba como un idiota la mayoría de los días, pero sabía que nunca podría sobrepasarse. Eso me mantenía despierto por las noches. ¿Se atrevería a decir algo? Seguimos con ello prácticamente hasta que se acabó el curso escolar. Sabía que una vez se acabara el semestre no lo volvería a ver nunca más. Nuestra última noche juntos fue hasta romántica; recuerdo haber sentido nostalgia incluso antes de que acabara. El romance se había terminado, pero pensaba que al menos lo habíamos pasado bien. Estoy seguro de que probablemente hoy tendrá mujer y niños; yo simplemente era alguien con el que hacerse una paja.

      Mis deseos por entonces, sin embargo, eran confusos. Cuando estaba solo, las palabras “soy gay” aparecían en mi cabeza, acompañadas por una afilada punzada de ansiedad. Solía intentar quitármelo de encima, me decía que eso era algo de lo que podría encargarme más adelante. La gente gay no era guay; supuestamente se cagaban unos encima de otros y todos tenían sida, un escenario no muy deseable desde mi punto de vista. No ayudaba cuando mi hermana me ponía las cintas de Andrew Dice Clay, con sus chistes sobre maricas muertos colgando de árboles, el sida expandiéndose entre los maricas como el moho. Yo intentaba hacer como que era gracioso, aunque por dentro me asustaba hasta decir basta.

      A la hora de la cena, en la mesa, mi madre exprimía al máximo mi mariconería. Me suplicaba que hiciera mi imitación de Lady Miss Kier y de Deee-Lite ante los invitados. Yo la complacía, vistiendo mi bolero rosa de piel falsa, caminando y haciendo muecas. «¿Cómo dices… delicioso, sensual y extraño? ¿Cómo dices… encantador, exquisito, divino? —Mimetizaba sus mismos pasos en el suelo de nuestro comedor—. ¿Cómo dices… estupendo?». Mis manos en el aire en forma de Y, las palmas hacia fuera. Era cojonudo.

      Esperaba a que no hubiera nadie más en casa y entonces reproducía Power of love, de Deee-Lite, a todo volumen, girando por toda la casa, agarrándome al sofá cuando el comedor no dejaba de dar vueltas y vueltas. Encontré una fotografía de Lady Miss Kier y de Kate Pierson, de los B-52’s, juntas en una movilización de PETA. ¡Había tantísimo estilo en esa diminuta y arrugada fotografía! Yo solía mirarla e imaginaba escribirle una carta a cada una de ellas. Quizá, y solo quizá, quisieran quedar conmigo para comer algún día.

      Colgaba pósteres de Budweiser que los amigos de mis hermanas me habían dado: estaban intentando, de un modo amable y a su manera, masculinizarme un poco. Pensé que si miraba a más chicas en biquini los deseos correctos acabarían por aflorar. Pero no importaba cómo de largas eran sus piernas, cómo de apetecibles parecían sus pechos; nada en mí quería follar con ellas.

      * * *

      Mis descubrimientos no solo se limitaban al sexo. Había una chica nueva en mi clase durante ese año que se llamaba Rachel, y era perfecta. El primer día de clase llegó quitándose arroz del pelo porque la noche anterior había ido a un pase de The rocky horror picture show. Más tarde me explicaría lo que era la música alternativa, que yo podía escuchar en esta emisora, la KUKQ.

      El día que me lo dijo, estuve escuchándola en la oscuridad mientras me quedaba dormido. Quizá pensé que mi subconsciente absorbería las canciones, hasta tal punto estaba yo hambriento de estímulos que me hicieran progresar. Pero justo cuando estaba adormilándome, una canción empezó a sonar e hizo que me sentara, provocando así pequeñas olas en mi colchón de agua. Incliné el oído hacia los altavoces, con miedo de moverme, de perderme algo. No podía distinguir si el cantante era un hombre o una mujer: la voz era agresiva y alucinatoria. Era This is not a love song, de Public Image Limited.

      Violent Femmes, Red Hot Chilli Peppers, Big Audio Dynamite, REM… Descubrí tantos grupos musicales… Mi primer concierto de verdad fue de Siouxsie and the Banshees. La anticipación y la liberación de aquella actuación fueron casi como lo que sabía que el sexo debía de ser. Cada descubrimiento me llevaba a otro. En el concierto de Siouxsie le pregunté a un chico que estaba a mi lado quiénes eran los teloneros. Él me dijo que los Nine Inch Nails, que presentaban su nuevo disco llamado Pretty hate machine. Ahorraba todo mi dinero para poder comprar casetes, y cuando no podía permitirme algo, Rachel, que parecía conocerlo todo, simplemente me pasaba una copia de, qué sé yo, Ritual de lo habitual, de Jane’s Addiction.

      Mis padres me dieron bastante libertad. Ellos intuían que yo no estaba interesado en buscar problemas. No me interesaban los amigos que tenían acceso a la bebida y a las drogas. Yo lo que quería era obtener tantas experiencias de las películas y de la música como me fuera posible, tantas como mi tiempo libre y mi paga semanal me pudieran permitir. Pero mi madre dibujó la línea con The rocky horror picture show. La película estaba celebrando su decimoquinto aniversario y se acababa de estrenar en vídeo. Yo deseaba tantísimo ir a ver el pase que iban a proyectar en el cine de Mill Avenue el sábado por la noche, pero mi madre fue firme en su resolución, argumentando que había “temas peliagudos” para los que, según ella, yo no estaba “preparado” todavía. Estaba siendo ridícula, y yo iba a ver esa maldita película.

      Windi, que estaba viviendo cerca de nosotros en Arizona por aquel tiempo, me dejó alquilarla cuando mis padres se fueron de la ciudad, como en los viejos tiempos. Me la empapé entera: cada plano, canción, vestuario, movimiento de cadera. Rocky horror era como una invitación al resto de mi vida. Había encontrado el mensaje en la botella, un travieso telegrama llegado desde el futuro que me confirmaba que había gente como yo ahí fuera.

      Tanto mi profesora de arte, Jennifer, como Windi se quedaron embarazadas al mismo tiempo ese año. Windi iba a ser madre soltera, para disgusto de mis padres. Lo descubrí la noche previa a San Valentín. A la mañana siguiente me senté en el escritorio masticando corazones de caramelo, apesadumbrado. Estaba preocupado por ella, por cómo iba a seguir adelante y criar al niño al mismo tiempo.

      Jennifer estaba pletórica por tener una niña, pero a mitad de su embarazo surgieron algunas complicaciones. Mantenía en secreto las visitas al doctor, pero finalmente me dijo que la bebé moriría tan pronto como naciera. Jennifer


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