Los chicos siguen bailando. Jake Shears

Los chicos siguen bailando - Jake Shears


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caminar por el extenso campus, sin saber nunca quién estaría detrás de la esquina. Aprendí a no usar mi taquilla; estaban colocadas en estructuras cuadradas como jaulas y era fácil arrinconar a alguien en ellas. A la hora de la comida, me recorría todo el campo de juego, ahora vacío, y me detenía al otro lado de la valla, donde me fumaba un cigarrillo hasta que la campana sonaba.

      Las clases eran un infierno helado, con el aire acondicionado en marcha y sin ventanas; las paredes eran descomunales y de estuco. Antes de una pausa para la comida, Mrs. Connelly, mi profesora de Biología, me encontró en mi escondite —entre dos armarios que estaban en la parte trasera—.

      —¿Qué estás haciendo ahí? —Era menuda y tranquila. Me gustaba porque siempre era amable conmigo. Me iba bien en sus clases.

      —Estoy esperando a que los pasillos se vacíen —le dije.

      —¿Por qué estás haciendo eso?

      —Esos tipos me están esperando a la salida. No sé ni siquiera quiénes son.

      —¿Para qué?

      Me seguían y me gritaban en el pasillo, como si quisieran matarme. Me acojonaban cuando me los encontraba cara a cara. «Tú, jodido marica de caramelo».

      —¡Santo cielo! —Sacudía su cabeza—.¡Esto no tiene ningún sentido! —Mrs. Connelly me ofreció su mano, me sacó de mi madriguera y me acompañó a través de la clase hasta la puerta. Yo tenía incluso miedo de mirar por si acaso estaban por allí.

      —Mira, voy a quedarme por aquí y estaré atenta. Cada día. No es correcto lo que está sucediendo.

      Mantuvo su promesa. De forma similar, también conseguí un par de aliados entre mis profesores.

      Tenía un profesor de Literatura que se parecía a Robert Altman. Nos leía a Langston Hughes y nos animaba a escribir. Un día, después de que nos devolviera las tareas, me dijo que yo era el único en la clase que podía escribir correctamente una historia. A veces me miraba de forma extraña, como si estuviera viendo algo que le sorprendiera. Al final del año, fui el último en abandonar su clase y, antes de hacerlo, me llamó para que me quedara unos minutos. «Las responsabilidades especiales recaen sobre la gente especial», me comentó. Me enfadé a medida que salí de su clase por última vez. Yo no tenía ninguna responsabilidad. Simplemente era gay. Pero ahora entiendo que aquella fue una de las cosas más amables que alguien me ha dicho en toda mi vida.

      A veces, no obstante, los profesores eran unos traidores. Podían parecer benevolentes, como si quisieran ayudarte, pero me llevaban de la mano otra vez hacia la boca de la bestia: la oficina del director. Mi profesor de Álgebra, con su gran y abultado bigote, fingía no enterarse de cuando un chico empezaba a lanzarme lápices a la cabeza o a golpear mi pupitre con su silla. Era como si el profesor no quisiera parecer débil reconociendo que estaban acosándome. El día que finalmente me di la vuelta y le dije a mi acosador que parara “de una puta vez”, el tipo se levantó de la silla y lanzó el escritorio en mi dirección. Los dos acabamos en la oficina del director.

      Ese mierda presuntuoso sentado en su silla mostraba una sonrisa escalofriante, mirándome fijamente como si fuera el principal objeto de examen en su actuación como hombre sabio. «Vamos a ver, eh… Jason, ¿verdad? —Se parecía a Dr. Phil—. ¿Por qué crees que está ocurriendo esto? ¿Debo entender que se ha desarrollado hasta convertirse en un problema?». Respondí que, obviamente, no le gustaba a ese crío porque era gay.

      «¿Cómo puedes saberlo?», preguntó. ¿Por qué se me estaba interrogando a mí, mientras ese imbécil estaba sentado a mi lado, sonriéndome? El director suspiró. «Todos tenemos nuestras diferencias, nuestros distintos puntos de vista, etcétera». Blablablá… «Hay gente de todo tipo en el mundo. Pero párate a pensar por un minuto, ¿estaría ocurriendo esto si dejaras todas esas cosas en casa? —Miró fijamente mi ropa—. Si mantuvieras tu vida privada para ti mismo, ¿se producirían estos incidentes?».

      «Veo a chicos y chicas aquí cogiéndose de la mano todo el día. ¿Qué me dice de eso? —Tenía un nudo en la garganta—. ¿Es eso su vida privada?». «Ese es el mundo en el que vivimos, Jason», concluyó, dándome una palmada en la espalda e invitándome a que me levantara. La discusión había acabado. Había cometido un tremendo error al salir del armario. Fue un desvergonzado error de cálculo en una oferta por la libertad y la atención, un movimiento irrevocable. No había tenido tacto, había salido del armario para darme la vuelta y ver que la puerta había desaparecido. Ya no había modo de ocultarse a la luz del día.

      [13] Estilo musical que se popularizó entre la comunidad LGTB en los años ochenta. (N. del T.)

      [14] Tipo de baile realizado en las discotecas, en el que dos chicos se acercaban a dos chicas (o dos chicos) que estuvieran bailando juntos y se ponían a bailar detrás, creando así un sándwich. (N. del T.)

      [15] “Tiritas”, en inglés Band-Aid. “Ayuda para el amigo”, Bud-Aid. (N. del T.)

      7

      The Edge era una línea telefónica para la gente solitaria y aburrida de todo Phoenix, y el número me lo pasó Atticus, que supuestamente iba a mi instituto, pero a quien nunca había visto por allí. Se identificaba como bisexual y yo no lo conocía demasiado, pero él, Josh y yo nos montamos un trío patoso una noche en el sótano de la casa de Josh, que resultó ser dulce y abúlico. Atticus siempre estaba hablando de The Edge. «Creo que te gustará», me dijo mientras garabateaba el número memorizado en un trozo de papel.

      Era una especie de sala de chat prehistórica, donde todo tipo de personas se dejaban mensajes las unas a las otras. La opción del menú principal era una zona de discusión general donde podías preguntarle a la gente acerca de su opinión, tener discusiones, insultar a las demás personas que llamaban o simplemente divagar. Todos los días escuchabas los mensajes almacenados el día anterior, y entonces tenías la posibilidad de responder a lo que acababas de escuchar o empezar una nueva conversación.

      A veces los mensajes sonaban más o menos así:

      «Hey, soy Mama Ho. Y solo quiero saludar a todas mis putas esta noche. Especialmente al Dr. Lou, que quería saber por qué los hombres tenían pezones. Bueno, no soy un hombre, pero ¿aún no te han chupado los pezones?».

      BEEP.

      «¿Qué pasa, tíos? Soy Pay Phone Goddess y solo quiero decirle a Shy Girl que se calle la jodida boca. ¿Qué coño tienes que decir tú, zorra? Atrévete conmigo, ven y dímelo a la cara. De lo contrario, cierra ese maldito agujero, puta estúpida».

      BEEP.

      «Hey, soy Deja. Simplemente me estoy relajando después de un largo día, viendo a Sally Jessy Raphael. Necesito hablar sobre su pelo, aunque sea solo un momento ¿No se ha fijado nadie en que no se ha movido desde 1985? Además, ¿es cosa mía o de repente Jessy Jones se está intentando parecer a Björk? ¿Qué opináis?»

      Mi nombre en The Edge era Barbie’s Nightmare, y después de inscribirme obtuve mi propio buzón de voz, donde podía recibir mensajes privados de los otros tipos que llamaban allí. Esperaba impaciente las actualizaciones de cada tarde, antes de que el sistema se cayera. Normalmente tenía que volver a marcar repetidamente el número antes de poder acceder a él, ya que solo podía haber tres personas utilizando la línea al mismo tiempo. Cada noche escuchaba las riñas de la gente, sus fantasías sexuales y sus discursos ex cátedra.

      Cada uno de los usuarios de The Edge tenía su propio timbre de voz y sintaxis; me imaginaba cómo debían de ser a partir de cómo hablaban. Imaginé que Kashka sería una joven y jovial oficinista de los setenta con los cabellos vaporosos y un traje de chaqueta de poliéster. Nightshade relataba fantasías sexuales soft-core y tenía


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