Los chicos siguen bailando. Jake Shears
y Mat vinieron a la isla unas semanas más tarde para disfrutar de unas vacaciones. Ellos eran ahora como de la familia, y habíamos mantenido el contacto durante el último año. Se me antojaron como una señal de salida, un modo de escapar de la isla, cuyos alrededores no me parecían sino los de una preciosa prisión.
Por encima de todo eso, yo necesitaba música. A diferencia de cuando estaba en Arizona, en la isla tenía que desarrollar unos planes exhaustivos simplemente para comprar un CD o asistir a un concierto. Si era un día de colegio, mi madre nos llevaba a mí y a un amigo al ferri y embarcábamos tan pronto como las clases acababan. Después de ver a Faith No More, o a Nirvana, o a Jesus Jones, conducíamos de vuelta hasta el ferri y dormíamos un poco en el coche hasta que cogíamos el de las seis de la mañana. Llegábamos a tiempo a la escuela, soñolientos pero cubiertos por el resplandor de cualquiera que fuera la actuación que habíamos visto.
Mi madre intentaba por todos los medios asegurarse de que no me perdiera nada. Pero aun así no era suficiente. Tenía que encontrar más personas como yo. La Playgirl de debajo de mi cama me había promovido nuevas necesidades, había alimentado mi deseo por el sexo —con chicos—. La voz en mi cabeza que previamente había estado dejando a un lado la verdad había empezado a declararse y a reivindicarse. Yo era gay. Quizá mi madre sabía que había un vacío en mi vida, ahora que uno de mis mejores amigos había muerto. O quizá fue fruto de una profunda generosidad, pero después de muchas deliberaciones y charlas con Jennifer y Mat, decidieron dejarme marchar: dejé mi casa y me mudé otra vez a Arizona, donde los Lebert se convertirían en mis guardianes legales mientras asistía a un instituto público. Ni siquiera me detuve a pensar en lo que esto significaba. Simplemente quería salir de aquel lugar.
Supe que me tenía que deshacer de la Playgirl. Pero no podía dejarla simplemente debajo de mi cama o tirarla a la basura donde alguien pudiera encontrarla. Me la llevé a la playa y me la pelé una última vez viendo los cuerpos bronceados de aquellos hombres. Me doblé y caí sobre mis rodillas con un soplido, corriéndome sobre las rocas ancestrales de la playa. Líquido primordial. Mientras me subía los pantalones, apilé algunos trozos de madera arrastrada por la corriente con cuidado debajo de aquellas páginas desgastadas y arrugadas. El océano estaba calmado y tranquilo cuando quemé la revista. Poco a poco empezó a encenderse y desapareció, trozos flotando hacia el cielo.
6
La infancia se había acabado. Mi vieja piel estaba mudando mucho más rápido de lo que yo podía conseguir una nueva. Este otro yo estaba creciendo hacia fuera desde mis adentros, hizo que mi cabeza se inclinara hacia ciertos ángulos, que mis manos se convirtieran en débiles y flácidas. Cambiar de estado no facilitó el hecho de encajar con los demás —de hecho, lo empeoró—. Pero todavía encontraba algunos amigos inadaptados en las proximidades.
Como perros callejeros, quedábamos en el patio trasero de la casa de mi amigo John. Era bastante asqueroso: césped seco y sucio, latas de Coca-Cola y envoltorios de chocolatinas que se amontonaban en un trampolín que no se usaba desde hacía tiempo. Nos sentábamos en tumbonas oxidadas y fumábamos cigarrillos tan baratos que se desintegraban después de tres caladas. Courtney solía quedarse de pie, balanceándose a ritmo del handbag house[13] que resonaba en un radiocasete cansado, los altavoces dañados, el CD siempre saltando de canción en canción. Mientras el sol de Arizona cocinaba todo aquello que encontraba a su paso, nosotros encontramos refugio a la sombra del frágil tejado de aquella casa.
Atticus, un chico rubio fibradete y aficionado a vestir gorras de béisbol al revés, nos hizo una demostración de lo que era el dance-floor sandwich[14]. El fin de semana anterior había estado en Preston’s, una discoteca gay de Phoenix que dejaba entrar a los menores de edad a partir de las dos de la mañana. Entre sorbos de cerveza nos dijo con voz machacona: «… y las luces, ellos tienen como tres estroboscópicos. Puedo colaros allí sin problema».
Josh, con sus gafas de profesor de matemáticas y su pelo largo y alisado, estaba tranquilo pero desconcertado mientras se liaba los canutos. Su equipo para la hierba consistía en una caja de metal de tiritas a la que le había cambiado la “a” y la “n” por una “u”, y ahora se podía leer: “Ayuda para el amigo”[15] . Las herramientas estaban dispuestas delante de él, encima de una mesa de juego de aglomerado. Nunca lo vi quitarse su chaqueta de cuero negro, incluso cuando hacía calor. «Quizá mi padre me deje conducir su coche —decía, llevándose un bucle de pelo grasiento por detrás de la oreja—. Ya me lo ha dejado conducir en alguna ocasión».
«Tú no puedes conducir un coche, idiota. Hazme caso. No sabes ni cómo hacerlo», le decía Courtney. Ella era la mayor de nosotros, casi en los diecisiete, y todavía no se había sacado el carné. De todas formas siempre estaba demasiado colocada como para conducir. Angustiada, siempre estaba reorganizando el contenido de su caja para el almuerzo, buscando Dios sabe qué; su interior olía como a aceite de rosas. Courtney se volvió violentamente y se quedó mirando fijamente la pared de estuco.
«Pero mi padre es guay —afirmó Josh—. Él me deja hacerlo siempre que quiero». La ventana trasera de la casa, que daba a la cocina, estaba lo suficientemente limpia para que pudiéramos ver a su padre holgazaneando por ahí. Un par de semanas antes, nos colocamos con una pipa de agua mientras veíamos Cat people. Josh me dijo entonces en voz baja que su padre había estado abusando de él y de su hermana durante años. Nunca pregunté qué le ocurrió a su madre.
Su padre sacó la cabeza por la puerta de la cocina y nos hizo saltar a todos del susto. «¿Va todo bien, chicos?». Su voz era serena. Asentimos con nuestras cabezas al unísono. Parecía que no le importara que estuviéramos fumando maría y bebiendo cerveza. Mientras se desvanecía en la oscuridad de la casa, pensé: «Qué tío más escalofriante».
* * *
Algunos días regresaba a casa caminando bajo el calor seco y silencioso, y pasaba por delante de casas adosadas, los patios de grava adornados con cactus. Nadie por aquí caminaba a ninguna parte; hacía demasiado calor. Me preguntaba si la gente me observaba a través de las ventanas delanteras de sus casas. Me rascaba las medias de rejilla que llevaba en mis brazos y estiraba mi falda plisada de lana de color mostaza pálido. A veces Courtney me acompañaba en este tramo, pero a menudo la dejaba atrás en algún patio de alguna casa cualquiera. Normalmente, la próxima vez que la veía había estado despierta durante algunos días y llevaba unas gafas de sol enormes que cubrían sus ojos hinchados como pelotas de pimpón. Una vampiresa de la metanfetamina. Si no estaba en el instituto, estaba escondiéndose de la luz del sol en su habitación oscura, con el aire acondicionado encendido, los pósteres de la pared y las fotografías superponiéndose entre sí. Cuando no estaba con ella, imaginaba las cosas secretas y borrosas que debía de estar haciendo. Toda esa diversión que ella estaba experimentando y yo no. No juzgaba a la gente que se metía cristal; simplemente suponía que ellos estaban haciendo lo que querían hacer. Todos los colgados que conocía parecían bastante estables. Courtney se podía poner superdramática y emocionada por algo tan pequeño como un palillo de dientes, pero yo me limitaba a pensar que ella era entusiasta. Nunca me ofreció drogas. Y no creo que las hubiera aceptado de haberlo hecho. Estaba contento con la adrenalina que me daban mis genéricos cigarrillos GPC light. Solo costaban dos pavos en el 7-Eleven —siempre y cuando consiguieras que alguien mayor de dieciocho años te los comprara—. Los llevaba a todas partes en una vieja funda para gafas, adornada con una pegatina de los Sisters of Mercy.
* * *
Jennifer estaba en casa con su hija recién nacida, Emily, colgando de su pecho mientras removía la pasta.
Nuestras conversaciones estaban llenas de inexpresiva negación.
—Hey, ¿qué tal ha ido tu día? —Su alegría siempre era genuina, y yo me mostraba agradecido por ello.
—Bien —le mentía, y sentía como un pequeño soplo de miedo.
—La cena estará lista en diez minutos. Tu madre acaba de llamar.
—¿Qué ha dicho?
—Quiere